Ciudad de México, 2 de octubre (SinEmbargo).- Previo al Wimbledon de 2012, David Nalbandian disputaba la final del torneo de Queens. El apasionado argentino de gran golpe de derecha tuvo un episodio que recorrió el mundo por la gravedad en un deporte de alta caballerosidad. Contrario al protocolo establecido de juego limpio, David tuvo un lapsus de impotencia después de un punto mal jugado. De pronto, pateó lo primero que encontró a la vista. Un juez de silla sufrió la rabieta del tenista que de inmediato supo de su error. Fiel al procedimiento de conducta, el argentino fue expulsado del partido perdiendo el campeonato.
“A veces uno se siente muy frustrado en la cancha y es difícil controlar eso”, declaró después ante la prensa. Nacido cordobés, hijo de padre armenio, forjó un carácter digno del suelo que lo vio crecer. Su amor por el tenis le llegó de la mano de toda rama deportiva. David se hizo atleta desde muy temprana edad. Un niño ferviente de River Plate y del Rally descubrió una raqueta a los doce años con todo lo que eso significa para un niño apasionado. No la soltó nunca más para beneplácito de un país que entiende el mundo de los deportes como una extensión del alma misma.
Argentina goza de una saludable lista de deportistas históricos que forman parte del apartado cultural de la sociedad. Los tiempos de Fangio, la era de Maradona, los puños de Monzón, la magia de Vilas. Nalbandian entró a la palestra de ese mundo argentino tan importante como la política. El cordobés se hizo profesional con 18 años cumplidos formando parte de una generación que daría muchas alegrías a la afición de su país. Como al gran Diego, mucha gente anhelaba que hubiera alguno que se atreviera a tomar la estela dejada por el gran Vilas. Nalbandian tenía el talento y la personalidad, pero le falló el físico.
El primer día de 1982, David gritó por primera vez en su vida en Unquillo, provincia de Córdoba. Una región afamada por el acento de voz y su desenfreno por vivir. Entusiasta por contagio, construyó una carrera prometedora. Latinoamérica gozaba de un representante digno para ser el mejor del planeta luego del chileno Marcelo Ríos o del brasileño Gustavo Kuerten. David se empeñó en no ser uno más de una camada talentosa de tenistas contemporáneos. Jugaba con el rictus apretado y sus pies veloces.
Nalbandian corría toda la cancha, llegaba a donde pocos alcanzaban. Un jugador de élite directo de Córdoba ambientaba el circuito que empezaba a ser dominado por el elegante suizo Roger Federer. Con el australiano Lleyton Hewitt perdería la única final de Grand Slam en su carrera, en la sagrada yerba de Wimbledon. De a poco, una carrera se fue apagando por la dura realidad que le llegó en forma de lesiones. La cadera, pero sobre todo el hombro, lo dejaron convaleciente durante mucho tiempo. Amante de la naturaleza, regresaba a su pueblo de donde nunca se ha querido mudar. Entre pesca y calma se rehabilitaba.
Jugó tres finales de Copa Davis con su Argentina sin ganar ninguna. El talento de David fue mermado. Su principal aporte en el circuito fue un pundonor distinto con acento peculiar. El cordobés anhelaba, al igual que todos sus seguidores, una carrera con un palmarés mucho más extenso, digno de sus capacidades. Ayer anunció su retiro en una serie de exhibiciones que Rafael Nadal dará en la Argentina. La noticia generó melancolía en la prensa deportiva. En la memoria queda lo que pudo ser enfrente de lo que fue. Lesiones de hombro y cadera pusieron el alto. A sus 31 años, quien llegó a ser 3 del mundo, se va en el lugar 190 con la memoria mucho más intacta que su físico, con ganas de ir a pescar.