Ciudad de México, 30 de septiembre (SinEmbargo).- Los puños cerrados de Diego Pablo Simeone se han convertido en el simbolismo de un equipo que se había acostumbrado a sufrir en los últimos años. La enjundia de un hombre al servicio de una entidad de tintes distintos en el futbol mundial. Al pie del Rio Manzanares, una filosofía rojiblanca trata de recuperar la grandeza que hace unas décadas tuvo en la liga española. El Atleti vive el mejor momento de su historia con un plantel que ha homenajeado el término equipo.
Instaurado en una liga donde Barcelona y Real Madrid dominan las acciones, esta temporada, el Atlético de Madrid ha usurpado el lugar del poderoso equipo blanco. Tras siete jornadas, los 21 puntos no sólo dibujan a un equipo invicto sino que ha escrito el mejor arranque en su historia. Analizar lo que pasa en las filas colchoneras pasa indudablemente por el carácter de su entrenador. Un argentino que entendió al futbol como el arte del trabajo. Simeone se curtió entre patadas de barrio y el toque rápido del profesionalismo en suelo sudamericano. Su mentalidad, mayor baluarte, le vino innata.
Miembro de una talentosa generación argentina marcada por una maldición, nunca ganó un mundial en 14 años como seleccionado. «El Cholo» Simeone jugaba en el medio campo bien parado en el círculo central. Un tipo de condiciones físicas notables que no dejaba de correr los 90 minutos. La imagen de Diego como jugador era la del futbolista de arrastre. Esa estirpe invisible que poco son nombrados por los comentaristas pero que tienen el arte de robar balones como una rutina natural. La diferencia con el argentino, siempre estuvo en su cabeza.
Simeone pensaba más de lo que jugaba. Entre tanta trayectoria, se convirtió en un tipo de caudillo dentro del campo. Era la típica extensión que todo entrenador necesita en el rectángulo verde. Su consistencia de resistencia lo dinamitó, comodín emblema de instituciones al margen de los equipos grandes. Siempre en la lucha, se convirtió en figura de su Atleti cuando ganó copa y liga en el 96. Después en la Lazio volvería a repetir con esa escuadra de segundo peldaño en Italia. Diego construía historias para contar, no le interesaba lo que ya estaba hecho.
Se retiró en 2006 sin los dos trofeos más codiciados por él. Ni la Copa del Mundo, ni la Champions League estuvieron en sus brazos cuando el tiempo lo alcanzó. Amante de la pelota, se convirtió en entrenador casi inmediatamente después de colgar los tachones. Tras seis años como estratega arribó a su querido Atleti que nunca lo olvidó. En un año, el cuadro colchonero ganó la la Europa League y la Supercopa del viejo continente. Este 2013, en su temporada de consolidación, su equipo se convirtió en una radiografía de él mismo. 11 rojiblancos se plantan en cualquier estadio con la mirada furtiva y buen futbol.
La victoria ante el Real Madrid este sábado desnudó por completo un proyecto merengue que parece no tener ni pies ni cabeza. Mientras, el duopolio armado por merengues y culés, tiene un intruso animado por el buen despliegue físico y la contundencia de dos delanteros letales como Diego Acosta y David Villa. «El trabajo no se negocia», declaró Simeone enfriando el entusiasmo del ambiente. El argentino juega sus cartas como pocos. Los colchoneros van partido a partido. Para Diego, considerarse favoritos sería hacer «demagogia». Mientras, una afición sueña con la octava victoria consecutiva con los ojos bien abiertos, y los puños cerrados. Igual que su entrenador.