Ciudad de México, 3 de agosto (SinEmbargo).- Ganando el primer set, en medio de los aplausos que eran para ella, se acercó a su banca donde tenía sus cosas de dónde sacó una botella de coñac. Lleno un pequeño vaso y se lo bebió. La grada se quedaba perpleja. No había punto de comparación, un esquema tradicional se corrompía debido a la actitud innovadora de una tenista francesa que lo mismo escandalizaba que hacía vibrar. Suzanne Lenglen dominó el césped sagrado de Wimbledon donde se competía por el prestigio vestido de lino blanco, acompañando la idiosincrasia inglesa siempre tan especial. “La divina”, como se le conocía, jugaba con pequeños cambios en su indumentaria que revolucionaron la justa más antigua del mundo.
Con sus brazos y tobillos descubiertos flotaba en la cancha para gusto de los amantes del deporte, mientras que los puristas luchaban por no sucumbir ante el talento de la atrevida mujer que se saltaba las normas estrictas e inalterables. Aun así, con una cinta en la cabeza, se convirtió en la mejor jugadora del mundo. Quien de niña padeció seriamente de ataques de asma, aprovechaba lo aprendido en sus clases de ballet para que su ligereza se volviera la bandera de su exquisito juego. Con la eterna curiosidad rondando por las mentes humanas, Suzanne se convirtió en una referente que sobrepasó los límites de las canchas. De pronto era un símbolo que todas las mujeres querían imitar desde sus trincheras. Su actitud retadora a la vida establecida, la convirtieron en blanco de la inspiración.
Nacida a finales del siglo XIX, hija de un próspero comerciante de transportes, le fue construida una cancha de tenis cerca de su casa por la obsesión que su padre tenía con el deporte blanco, convencido que esto ayudaría a su sistema respiratorio. Ahí, de forma autodidacta, comenzó a balancear la raqueta golpeando la pelota con mucha más precisión conforme avanzaba el tiempo. Viendo las aptitudes innatas de su pequeña, Charle Lenglen le añadía dificultad a los entrenamientos añadiéndole pañuelos en puntos clave de la superficie donde Suzanne tenía que poner la redonda.
Con el mismo carácter perfeccionista de su padre, sin quererlo, se fue formando una de las primeras atletas dominantes en la historia del tenis. A los quince años, ya era una figura que prometía grandes cosas luego de triunfar en arcilla francesa. Solo la primera Guerra Mundial pudo interrumpir lo que todos imaginaban. Como a muchas celebridades del deporte, el conflicto bélico fue un contratiempo que retrasó su momento de gloria. En 1919, con 20 años, se inscribiría en Wimbledon. Fue un histórico parte-aguas, de esos que la Gran Bretaña se acostumbraría a parir para beneplácito del resto del planeta.
“Parece que flota”, decían los cronistas que tenían la oportunidad de observarla. El tenis femenino, hasta ese momento víctima del ausentismo y la poca promoción, fue tomado por las manos de Suzzane Lenglen que provocó lo que hoy en día seguimos viendo en un cualquier Grand Slam. Las grandes filas para verla eran recurrentes. Incluso en Estados Unidos, a donde llegó enferma teniéndose que retirar del torneo entre abucheos del exigente público norteamericano. Su fama era tanta que decidió hacerse profesional. Recaudó poco más de 75 mil dólares en un año entero con partidos de exhibición, renunciando a Wimbledon y el campeonato francés, futuro Roland Garros.
Enferma de sus articulaciones, con el asma aquejándola como en toda su vida, se retiró para vivir en París donde puso una escuela de tenis. Langlen conoció el éxito acompañada del anonimato. En 1938, con 39 años, moriría víctima de la leucemia. Una rompedora de paradigmas, innovadora en todos sus sentidos, fallecía antes de los 40 años.
Su imagen, desde el mundo deportivo, contribuyó para el inicio en el trato que se les daba a las mujeres. Con una raqueta en mano, se convirtió en un ejemplo de rebeldía sana. Ganó seis veces el legendario torneo inglés y el campeonato francés. La cancha dos de Roland Garros lleva su nombre. En el césped de Wimbledon, aún huele a coñac.