La lucha libre: una tradición mexicana que despierta emociones y enamora a todo tipo de público

23/06/2013 - 1:00 am
Una Tradición De Generaciones De Mexicanos Foto Cuartoscuro
Una tradición de generaciones de mexicanos. Foto: Cuartoscuro

Ciudad de México, 23 de junio (SinEmbargo).- Saca una cajita de una mochila descolorida que tiene a su lado con sus manos sucias. La abre ofreciendo a los de alrededor pedazos de dulces de camote poblano. Sonríe con la mirada hacia abajo viendo el ring encordado con sus luces movedizas de la Arena México. “Vicente, Chente”, dice cuando se presenta. Chente en realidad es Vincent, belga de paseo “posiblemente permanente” en territorio nacional.

En la grada superior, de 35 pesos el boleto, no hay asientos como en la zona baja donde se pueden ver de cerca los cuerpos de los luchadores. En esta zona “marginal” del recinto Rey de la lucha libre mexicana, las personas se sientan sin saber a ciencia cierta si se trata de escalón o de grada. El gris del cemento invade toda la zona mientras la gente ocupa el espacio con sus dulces, semillas, o platos llenos de salsa con botana inundada. Afuera llueve, las gotas caen en el cemento por las muchas goteras que hay.

Al lugar donde se construyó una de las tradiciones mexicanas, se llega en medio de un montón de puestos donde la artesanía de luchadores hechos de madera se mezcla con las máscaras de gladiadores que cuelgan de pequeños ganchos al lado de un puesto de tacos. Arriba de la muestra culinaria, una pancarta en contra de Televisa con reclamos electorales que lleva colgada varios meses es fotografiada por turistas. Estadounidenses, canadienses y europeos llegan a la Arena como parte de un recorrido armado por una agencia de viajes. Los ojos bien abiertos de asombro observan las películas piratas de El Santo contra innumerables enemigos y monstruos.

"PÓNGASE A LUCHAR"

A un costado de “Chente”, una pareja con sus dos hijos come cacahuates sin parar. Los niños se acomodan en las piernas de sus padres mientras les explican lo que está pasando con un montón de hombres y mujeres en paños menores que caen a la lona azul o vuelan entre las cuerdas. La niña no para de gritarle a los rudos para que dejen de pegarle a un pobre luchador técnico que se encuentra atrapado en la esquina “sucia”. Su hermano ríe. La niña llora, mientras su madre la consuela antes de que grite: “¡Pónganse a luchar y déjense de mamadas!”. Los dos niños ríen, la pequeña quiere ver espectáculo.

“¡Oh quemonito!”, grita Vincent cuando ve salir a un peluche azul de no más de 45 centímetros de altura con la panza y la cara amarilla. Es la mascota de uno de los luchadores. “Me gusta cuando le pegan”, dice jacarandoso. En los asientos de arriba, un joven de unos 15 años le explica a su madre los bandos. Se saluda con el belga Chente. Los dos vienen cada fin de semana al mismo lugar. La mamá luce aburrida hasta que sale un musculoso luchador que se llama “El olímpico” que hace sonar un grito femenino de alarido. El hijo se ríe y la señora se sonroja. La muchacha que había pedido espectáculo, vuelve a gritar: “Olímpico estás bien bueno, lástima que seas puñal”. Su hija la voltea a ver mientras ríe.

Es viernes por la noche. Un sinfín de hombres de blanco van y vienen por todo el lugar. Entre los asientos o las gradas ofrecen cerveza o refresco a los asistentes. “Pinche lluvia espanta, pensé que iba a estar más lleno”, se queja don Manuel que se sienta junto a su bote/hielera observando desolado el ring. La gente va entrando en un ambiente en el que el estrés termina en forma de mentada de madre hacia un ser humano que representa un personaje. La Lucha libre en México ha perdido adeptos ante nuevas formas de entretenimiento. Avocándose al término cultural es como subsiste. Las Arena México transpira melancolía de un pasado mejor. Los encargados de recoger el boleto visten de traje. Muy formales te dan la bienvenida antes de subir tres pisos por unas escaleras que comienzan teniendo la pared de un mármol verde y acaban con grafitis cuando llegas a la zona barata.

Abajo, en la zona preferente. Las butacas son incómodas pero el lugar cerca del cuadrilátero transmite emociones distintas. La interacción de los luchadores es mucho más cercana. Las miradas desafiantes asustan a Mary, una estadounidense que vino con un grupo. Ríe divertida y se toma la cabeza cada vez que el ruido de un golpe en el pecho resuena por todo el lugar. Una señora de unos 60 años está delante de la rubia norteamericana. La “abuela” mienta madres a destajo. Un luchador la observa, baja del encordado para aventarle un beso. La dama se limpia la cara y levanta el dedo en medio de su mano derecha, Mary hace lo mismo y se empieza a saltar.

La música de Rammstein suena para recibir a un nuevo gladiador que pasa por un camino formado por seis mujeres en bikini mientras bailan con ritmo. Abajo, en la grada a un costado del camino por donde ingresan al ring los luchadores, flashes de cámara son disparados al mismo tiempo que piropos para las voluptuosas mujeres que tienen bien puesta la sonrisa. Una de ellas lanza un beso a un grupo de jóvenes con cerveza en mano, que se emocionan por el coqueteo de su musa. Uno de los luchadores observa la escena y se burla de ellos. El romanticismo queda de lado y las señas obscenas hacia el enmascarado son constantes.

Mary ríe, “es divertidísimo, se dan durísimo”, dice antes de darle un trago a su “chela” como dice ella. Viene de Texas a visitar a un amigo que acaba de salir del hospital. “Mucha tensión, mucha tensión. Necesitaba tirarla afuera”, comenta excusándose por los gritos desenfrenados a un luchador fornido que acaba de entrar a escena ante los abucheos generalizados del público. Se dice llamar “Rush”, y tiene pleito casado con “El Negro” Casas, ídolo de los conocedores. El melenudo fornido, baja con golpes a Casas. Pegada a la valla que divide público del ring, una señora se para intentando defender al ídolo golpeado. Rush le quita su cerveza y se la avienta a su rival odiado mojando a mucha gente detrás. Una muchacha molesta se para arrojando su cerveza en la cara del luchador ante los aplausos de toda la gente.

"Porky" entra al ring en medio de una ovación generalizada. Pedro Alvarado Nieves tiene una panza prominente y una estatura baja. Es un luchador longevo que supo hacer con su sobrepeso una razón para volverse ídolo. Mary se tapa la boca abierta con sus dos manos cuando lo ve. “Me encanta”, dice conmovida. Porky derriba contrincantes con su panza mientras toda la grada ríe. Se lanza sobre el caído ante el dolor compartido de la gente. Luchadores suben a la tercera cuerda y vuelan. Un espectáculo circense tan serio como el malabarista en una altura peligrosa. La lucha libre en México divierte en viernes por la noche con cervezas ingeridas mientras el ejercito de bata blanca corre destapando y sirviendo el liquido embriagante. Al final "Porky" baja del ring y le lanza un beso a la señora que antes había rechazo uno. Ahora regresa el beso al peculiar personaje. Mary, celosa, le grita lanzando un beso. El gordo luchador le cierra el ojo mientras le devuelve el gesto.

El espectáculo acaba con las emociones a tope. Mexicanos y extranjeros salen mezclados por la salida. La lucha libre logra entendimiento cultural provocando sonrisas de oreja a oreja entre los complacidos asistentes que salen directo al puesto de tacos. Ahí en la colonia Doctores, cada martes y viernes, una tradición lucha por mantenerse en el ambiente. Luchadores de todo tipo de físico cumplen el rol de la puesta en escena con todos sus géneros. Comedia, odio y drama en dos horas de golpes y caídas entrenadas. Chente va directo a los tacos donde lo espera su novia: una mexicana a la que no le gustan las luchas pero siempre lo espera a la salida. “Vine por ella, pero si me deja, me quedo por esto”, dice bajito apuntado a la Arena. La lucha libre, aún enamora.

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