Ciudad de México, 22 de junio (SinEmbargo).- En un domingo familiar del Distrito Federal, Diego Armando Maradona partió de este planeta para hacerse eterno en un caluroso mediodía con la altura imponente de una ciudad que respira como si estuviera asfixiándose. El sol esplendoroso, sin una nube que le estorbara, yacía sobre el Estadio Azteca como principal testigo del Big Bang futbolístico que estaba a punto de acontecer y que generaría un nuevo universo alrededor del juego.
Argentina llegó a México 86 con todas las dudas deportivas por un camino sin mucho brillo en las eliminatorias complicadas de la Conmebol. Maradona era el estandarte de un equipo del que sus propios compatriotas no esperaban ni una pizca de alegría. El jugador del Napoli tenía 25 años, la edad en la que los caminos se definen para siempre sin la posibilidad de volver. Tiempos de decisiones importantes en cada paso. Lo que hizo Diego en aquella Copa del Mundo es probablemente el mejor espectáculo individual de un caudillo vestido de futbolista profesional en la historia.
“Pibe, entre y haga lo que sabe”, le dijo el entrenador Juan Carlos Montes el 20 de octubre de 1976 cuando Maradona, de 15 años, debutó en la primera división argentina. Diez años después, en suelo mexicano, la expresión literal de aquella primera indicación, puso de pie al mundo del balón para no parar de aplaudir al “10” albiceleste mientras corría trazando su mejor cuadro artístico en un Azteca dignificado para siempre como el lugar donde el futbol se volvió algo más gracias a la zurda más prodigiosa que se había visto sobre alguna cancha.
Inglaterra se medía a Argentina por el pase a la semifinal del mundial. Los dos equipos llegaban con el palmarés hambriento de una segunda Copa del Mundo. La Selección del gran Gary Lineker, que rompió todas las redes mexicanas que le pusieron enfrente, llegó al Azteca para jugar un partido de futbol. Del lado argentino, ya no había en disputa un simple juego. La connotación con lo ocurrido cuatro años antes en las Malvinas, reconvirtió a simples futbolistas en guerreros buscando una “venganza” esporádica. Los ingleses nunca estuvieron a la altura de los ojos llenos de sangre ni los dientes apretados en cada pelota dividida.
Al frente de aquel pelotón de hombres con pantalón corto, estaba Diego Armando Maradona. En la grada había mini batallas entre aficionados de los dos países que se quitaban insignias patrias o mantas con frases siempre hablando del pasado conflicto bélico. El partido trascendía a lo político sin ninguna escala hacia el fanatismo. El patriotismo argentino en su máxima expresión fue representado por sus jugadores que corrieron como si la vida se les fuera acabar en 90 minutos. Los diplomáticos ingleses no pudieron con el ambiente tenso.
Dos pinceladas del mejor jugador del mundo bastaron para redefinir todo lo nunca antes visto. Un par de goles que combinaron toda la idiosincrasia que siempre presumía el argentino promedio. La viveza del que supo jugar en tierra del “potrero” y las habilidades innatas de aquellos niños que manipulaban la pelota mucho antes que biberón. Maradona rompió todo mal pronóstico antes del mundial a la vez que borró cualquier duda sobre su liderazgo dentro del grupo.
El primer tiempo fue el preámbulo perfecto para alimentar la expectación de un partido que era más friccionado que jugado. Seis minutos después del inicio de la segunda mitad, Diego tomó una pelota afuera del área y dio un pase a Valdano que no supo controlar. El defensa que mal despejó puso el balón en el aire a la altura del punto penal. Peter Shilton, portero inglés, salió con los puños al aire pero con los ojos cerrados. Maradona siguió el curso del esférico. Cuando saltó, Victor Hugo narrador argentino, narró la mano que Diego puso para empujar la redonda a la red. El árbitro tunecino Ali Bennaceur, señaló al centro del campo dando el gol como válido con un montón de ingleses reclamando airados. “Fue un poco la cabeza, un poco la mano de Dios”, declararía Diego después del partido.
Con el ambiente enrarecido por la revuelta provocada por el gol vivaz o chapucero según la visión de cada persona, Maradona puso en jaque a todos los narradores que relataban el partido que no sabían cómo describir lo que sucedió en el minuto 54 de aquel partido en la recién nacida tarde dominguera. Hector “El negro” Enrique tenía la pelota atrás de medio campo y le dio un mal pase al diez argentino que controló pisando el balón para darse la vuelta quedando de frente a la portería.
El escritor argentino Hernán Casciari, escribió un cuento sobre lo que sucedió en esos instantes, donde contabilizó lo que el crack tardó en recorrer la mitad del terreno de juego. Fueron 10.6 segundos los que tardó Diego en hacer “El gol del siglo”, como lo definió la FIFA. En el camino, los ingleses Hoddle, Reid, Sansom, Butcher y Fenwick fueron los malos vencidos en una representación teatral sobre el camino de un caudillo hacia la gloria prometida. “¡Barrilete cósmico, ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?”, narró un enardecido Víctor Hugo Morales después de que el diez empujará la pelota al arco defendido por Shilton. De aquella jugada se hicieron canciones y cuentos. Todo aquel que lo vio tiene su propia versión basada en los sentimientos que emergieron desde sus adentros.
Argentina terminó ganando el partido 2-1 y a la postre sería campeón del mundo por segunda vez en su historia. Aquella tarde cuartos de final, cambió para siempre la historia del deporte más popular del mundo. El estadio Azteca quedó como el reciento bendito donde Maradona se convirtió en un ser divino para muchos aficionados. “En la jugada de todos los tiempos”, describió Morales en su extenso relató. 27 años después, aquella tarde se sigue contando como lo más memorable que ha pasado en la historia de los mundiales.