Carlos A. Pérez Ricart
07/09/2023 - 12:04 am
La falsa democracia de las encuestas
«Sin embargo: no son, ni deben ser, sustitutas de procesos abiertos de participación».
Hace no tanto, menos de lo que nos gustaría acordarnos, era normal que los partidos políticos organizaran elecciones internas para definir a sus candidatos. En el 2000, sin ir más lejos, el PRI, todavía en el poder, organizó primarias abiertas en las que participaron más de 7 millones de personas. Ganó el candidato oficial, pero aquellas elecciones sirvieron para anunciar “la llegada de un nuevo PRI”. No lo fue.
En el PRD, la candidatura a la jefatura de gobierno del entonces Distrito Federal, fue decidida en 1997 y 2006 en procesos de primarias abiertas. Más allá de que fueran un desastre, las dirigencias de ese partido solían elegirse con urnas y votos. Hasta el PAN —partido hermético— decidió la candidatura de Felipe Calderón en una elección interna en la que participaron sus simpatizantes y militantes. Frente al descrédito de los partidos, la presión por transparentar su vida interna era notable.
Sin embargo, con el paso del tiempo, los partidos se dieron cuenta del desgaste de los procesos de democracia interna. ¿Notamos la paradoja? Hace veinte años, cuando México supuestamente transitaba hacia la democracia, proliferaban las primarias abiertas. Hoy, cuando, se nos dice, vivimos en un México en transformación, los partidos han claudicado a someterse al voto. En cambio, eligieron el camino de las encuestas. Pero ¿son un buen sustituto?
La encuesta como método de selección tiene muchas virtudes: es menos desgastante que una elección interna y más sencilla de organizar (por más que Morena se haya esforzado en demostrar lo contrario). Bien realizadas, las encuestas ofrecen muestras probabilísticas que pueden estimar e inferir certeramente la opinión de universos más amplios. Con todo, es inobjetable que las encuestas no son un buen sustituto de las primarias, al menos no enteramente. Tres razones:
En primer lugar, las encuestas rompen el vínculo de la representación política. No promueven el proceso de delegación de autoridad. En estas participan un pequeño número de afortunados cuyo esfuerzo se limitó a abrir la puerta al entrevistador. El ciudadano es reducido al papel de encuestado en un estudio de opinión; pierde la capacidad de agencia que le daba su voto. Se desgasta su poder de decisión. Mientras el voto ayuda a conformar directamente el resultado, la encuesta es sólo un medio para que un tercero decida. El corolario es evidente: la encuesta erosiona la responsabilidad del ganador; en sentido estricto no tiene un electorado al cuál responderle. No es menor.
En segundo lugar, las encuestas desprecian a la militancia. Aquel que se informó, volanteó e incluso puso de su bolsillo para la precampaña, importa lo mismo que quien tuvo la suerte de abrir la puerta de su casa y encontrarse al encuestador. En una elección general podría entenderse, en el proceso de elección de candidatos no tanto. No es casual que los partidos no sólo sufran de crisis de identidad, también sufren la fuga de militantes.
En tercer lugar, las encuestas promueven incentivos perversos. Los candidatos buscan “posicionarse” a toda costa para “estar ahí”: pintan bardas y colocan espectaculares a mansalva. Buscan hablarle al público en general, a una audiencia indiferenciada en la que no media ningún tipo de identidad partidista programática. Existe el riesgo de que el candidato se coloque por encima del partido pues busca legitimidad por fuera. Basta la popularidad y que el público identifique su nombre, algo muy distinto al reconocimiento por su trabajo. Se premia el derroche; se castiga el trabajo local, la política que cambia cosas.
Qué duda cabe de que las encuestas y los estudios de opinión sirven. Son herramientas necesarias: informan a la ciudadanía y pronostican tendencias. Ayudan a orientar discursos y a evaluar políticas. Entusiasman y desafían. Bien utilizadas y con propósitos delimitados son parte fundamental de la vida democrática. Sin embargo: no son, ni deben ser, sustitutas de procesos abiertos de participación.
Las encuestas como sucedáneos de elecciones, aunque tratan de disminuir la incertidumbre de la elección general, en realidad son el reconocimiento del fracaso de la transición democrática y apuñalan a la política por la espalda. A los dirigentes políticos no parece todavía importarles. Todavía.
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