Sandra Lorenzano
17/07/2022 - 12:03 am
El viaje de Jacobo Sefamí por la memoria
«Los poetas han sabido desde siempre que, en última instancia, no somos sino polvo de estrellas, y Jacobo Sefamí es un poeta en busca de su propio rastro estelar».
1.
En ese hermoso libro que se llama Echar raíces, Simone Weil dice “Las raíces son acumulativas”, y esa frase sabia de alguna manera atraviesa cada una de las capas e historias que conforman Por tierras extrañas, el libro de Jacobo Sefami que publicó la UNAM en 2019.[1] Porque las “tierras extrañas” del título son, sobre todo, una amalgama de memorias y raíces similar a la que, finalmente, nos conforma a todos.
Pero déjenme ir por partes, déjenme emprender este viaje como lo emprende el propio autor, que de eso se trata este libro: de un viaje. O, mejor dicho, de varios viajes: en el espacio, como entendemos los viajes en sentido literal -nos movemos de aquí hacia allá-, pero también en el tiempo -el aquí y el allá conllevan recuerdos, vivencias, “yos” de diversas épocas en los que resuenan también los yos o yoes de quienes nos han acompañado a lo largo de la vida. Dijimos: en los viajes nos deplazamos en el espacio, en el tiempo, pero también en esa suma de tiempos y espacios que es nuestro propio interior.
Déjenme, les decía, ir por partes, poquito a poco. Piano, piano se va lontano, dice un refrán italiano, poco a poco se va lejos. Tan lejos como va el protagonista del libro de Jacobo.
Podríamos leerlo como el diario de un viaje, entonces. La primera parte se llama “De ida” y la última se llama “De vuelta”. En el medio queda la sección más extensa cuyo inquietante título es “Pasado en ruinas”. Un título que, por cierto, pareciera ser también un homenaje a Octavio Paz, como suma de dos de los suyos: “Pasado en claro” e “Himno entre ruinas”.
Encabezando cada una de estas secciones hay una serie de epígrafes en los que quisiera detenerme un momento porque, de algún modo, son como las migas de pan que iban dejando Hansel y Gretel en el viejo cuento para poder volver a su hogar.
En este caso, las voces de los epígrafes son las voces de aquellos seres amados por Jacobo y que él ha elegido como compañeros de viaje.
Los cuatro primeros enmarcan todo el libro y ponen en escena los temas centrales que lo enmarcan:
El primero dice ¿Cómo podremos cantar la canción del Eterno en tierras extrañas? y es nada menos que del Libro de los Salmos, que forma parte de la Tanaj judía y del Antiguo Testamento. La cita corresponde al Salmo 137 que pertenece al “Lamento de los cautivos en Babilonia” y que, a continuación del verso elegido por Jacobo, dice:
Si me olvidare de ti, oh Jerusalén,
pierda mi diestra su destreza.
Mi lengua se pegue a mi paladar,
si de ti no me acordare…
Que éste sea el primer epígrafe dice mucho del espíritu del libro: hay un mandato de memoria que es al mismo tiempo una necesidad para seguir viviendo. No nos olvidemos de nuestras raíces, de nuestro origen para poder cantar.
El segundo epígrafe es de Bertolt Brecht: Me parezco a aquel hombre que andaba por el mundo con un ladrillo, tratando de explicarles a todos cómo era su casa. Una línea muy repetida por quienes han padecido el exilio. Pero ¿cuál es el exilio de Jacobo? Mexicano, nacido en México, el suyo es un exilio heredado. Y es esta herencia del exilio, del desarraigo que es a la vez pérdida y suma de las raíces -para volver a Simone Weil-, uno de los núcleos fundamentales del libro. Desde allí se buscan las respuestas a esas preguntas que no dejan de circular por nuestro interior: ¿por qué tenemos la necesidad de tener claras nuestras raíces, de escarbar en la tierra hasta encontrarlas y hacerlas propias? ¿Por qué precisamos saber de dónde venimos, qué polvo de otras vidas forma parte de nuestros huesos, qué risas y qué dolores que no hemos vivido nosotros conforman este ser que somos? Los poetan han sabido desde siempre que la herencia no aparece sólo en el color de los ojos, en la estatura o el tono de voz, sino que heredamos también emociones y sensaciones. De pronto reaccionamos de determinada manera ante un estímulo no por nuestra propia historia sino por historias que desconocemos de quienes nos han precedido en estos caminos. Y así el miedo que yo siento ante algo, por ejemplo, es mío y no lo es, porque viene del que marcó a mi abuela niña en los pogroms de Odesa de comienzos del siglo XX; o mi amor por la naturaleza es el de aquel tatarabuelo que abrazaba los árboles que rodeaban su casa en el sur de Italia, como los abrazaba el abuelo de José Saramago en algún lugar de Portugal.
Los poetas han sabido desde siempre que, en última instancia, no somos sino polvo de estrellas, y Jacobo Sefamí es un poeta en busca de su propio rastro estelar.
El tercer epígrafe que enmarca el libro es de uno de los grandes filósofos latinoamericanos: el ecuatoriano, que pasó casi toda su vida en México, Bolívar Echeverría, y que no sólo es, como les decía, uno de nuestros pensadores más importantes, sino que fue además el marido de Raquel Serur, la hermana que Jacobo eligió en la vida. Porque así como los exiliados vamos adoptando tierras y raíces, también vamos adoptando familia.
Bolívar habla aquí de la imposibilidad del regreso, uno de los temas más dolorosos para exiliados, desterrados, transterrados o migrantes, y termina diciendo: …transfigurada, la ciudad a la que uno quisiera regresar sólo puede existir en verdad, espejismo cruel, en el universo inestable de la memoria.
Y entonces podemos leer Por tierras extrañas como un hermoso viaje por ese universo inestable de la memoria, pertrechados con las palabras que nos regalan estos textos. Porque el viaje que estamos a punto de emprender es a la vez, como decíamos, un viaje por el espacio, un viaje por el tiempo, un viaje por el propio interior y un viaje por las palabras que nos conforman, aquellas que hacen parte de nuestro equipaje amoroso, el que hemos recibido de nuestros ancestros y el que hemos elegido.
A la pregunta ¿qué salvaríamos en un naufragio? Pregunta que formulada de una manera u otra se ha hecho todo migrante o exiliado al tener que poner en una pequeña maleta o mochila lo más importante o lo más necesario de su vida, aquello que lo acompañará a la nueva tierra -la llave de una casa a la que nunca volveremos o la lengua, como lo hicieron los judíos sefardíes, la medallita que nos regaló la abuela al cumplir quince años, o la carta que nos escribió alguna vez nuestro padre-, los poetas eligen las palabras de los autores que los han acompañado a lo largo de los años.
En este sentido, Por tierras extrañas es también el equipaje poético, el equipaje literario, que acompaña a Jacabo Sefamí durante ese viaje, de ahí el cuarto epígrafe tomado de una canción sefardí: En tierras ajenas yo me vo murir. En tierras ajenas vivirá todas las vidas y morirá todas las muertes.
Y si hablamos de literatura y memoria es infaltable la referencia a la famosa magdalena de Proust, y ese fragmento de En busca del tiempo perdido es el epígrafe de la primera parte, “De ida”. Una magdalena que en este caso se hace presente a través de la comida tradicional judía mezclada siempre con los sabores mexicanos.
Dejo el resto de epígrafes para que ustedes mismos los descubran, pero sí permítanme decirles que en ellos los versos de los poetas que Jacobo ha elegido van marcando un camino que me recuerda esos juegos que jugábamos de niños en los que había que unir los puntos para formar un dibujo. Al unir los puntos lo que aparece aquí es -como en el cuento El hacedor de Borges- el propio rostro de Jacobo.
2.
“De ida” empieza en el verano de 1976 en un kibutz, en Israel, donde un jovencísimo Jacobo, trabajando en el corral, hace dos descubrimientos: el amor, gracias a una chica llamada Shulamit, y su pasión por las vacas -que consta en su libro Vaquitas pintadas (título que es también, por supuesto, homenaje a Manuel Puig y sus Boquitas pintadas)- gracias a la mirada de una vaca a la que llama Uma.
El pequeño capítulo que, para seguir con las referencias proustianas, se llama “En busca del horno primigenio”, me entibió el corazón.
Siempre me he preguntado cómo conviven en Jacobo y en algunos otros seres casi tan entrañables como él, el más maravilloso sentido del humor y la más desolada melancolía. ¿Es de verdad una característica cultural? ¿Es una marca de la judeidad de alguien? Lo cierto es que yo he pasado de la risa al llanto una y otra vez al leer estas páginas, como lo decía nuestra querida amiga Sara Poot-Herrera en una presentación anterior.
Todos estamos finalmente siempre en busca de los sabores primigenios. Yo creo que vamos a restaurantes sofisticados y de las más variadas regiones del mundo, sólo para volver con mayor gusto a aquello que nos trae a la memoria casi lo único verdaderamente importante. Miren estas líneas: Aunque despreciaba la berenjena, ése es un gusto que con el tiempo se fue imponiendo, como ahora que cada vez que voy a un reaturante persa (para recordar, aunque sea remotamente a mamá) me muero por el borani… (p. 24)
Y yo me pregunto si no será por eso que hacemos todo lo que hacemos: “para recordar aunque sea remotamente a mamá”. Amo el vínculo entre la cocina, las risas, la familia, la comunidad. Y en este fragmento la mezcla genial entre lo judio sirio y lo mexicano es un festín que da antojo de probar todo y de abrazar a todos los protagonistas.
Ahora que mamá ha desaparecido, que la casa está deshabitada, que la tienda de La Lagunilla ya no nos pertenece, que las cenas de shabat se han disipado, me pregunto ¿adónde hay que volver?, ¿dónde quedaron mis madelaines proustianas? (…) ¿Dónde está el horno de mi pasado?, ¿di, mamá? (p. 25)
Como lo decía Bolívar Echeverría: sólo en el universo inestable de la memoria. O, y ésta es la respuesta verdadera, en la escritura, mi querido Jacobiux.
3.
La segunda parte es el viaje hacia las raíces, y no es casual que comience con dos epígrafes que pertenecen a las dos raíces que Jacobo reconoce como propias: las judías, con una frase de Yahudah Haleví, y las mexicanas con un fragmentos de los “Cantares mexicanos”, antiguo poema náhuatl.
Un viaje a Turquía en 2015 y a Siria en 2009 son la síntesis de su búsqueda. La vida de los judíos expulsado por el imperio español, en una Estambul cosmopolita y diversa, es también la vida de su propia familia: los olores, los colores, los ritmos. Al entrar a una cafetería, dice Yo evoco a mi papá que me daba instrucciones: ‘tres cucharadas grandes de café y tres medianas de azúcar; esa es la medida’.
Por eso jacobo no es nunca un verdadero turista, porque cada sitio es en realidad una suma de memorias -la suma de raíces de Simone Weill- y no hay espacio en el que no encuentre alguna huella en la que reconocerse.
Y aparece la lengua, claro, ese judeo español que los sefardíes expulsados de España han conservado a lo largo de los siglos. Un caso único en la historia de la humanidad.
En Estados Unidos, los migrantes mexicanos pierden el español en la tercera o cuarta generación. Pero en Turquía, Grecia, Bulgaria, Rumania, Bosnia, Serbia, Macedonia, Croacia, Marruecos, Túnez, la conservaron por más de treinta generaciones. (p. 62)
Vale la pena recordar el hermoso libro Por mi boka. Selección de textos de la diáspora sefardí, que hizo junto con la poeta Myriam Moscona.
Leyendo a Jacobo pienso en lo difícil que es explorar las propias raíces y no explorar a la vez el dolor que traen consigo. El cierre del viaje por Turquía, un viaje que lo lleva a encontrar en Orhan Pamuk una suerte de alter ego, lo plantea de un modo hermoso y triste:
Pamuyk, soy yo, ¿no me reconoces? Soy ese otro que se fue, que huye despavorido por el mundo, que busca afanosa e infructuosamente a ese ser inexistente, más allá de los mares y de los ríos. Mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido. Dame la mano, ayúdame a cruzar la calle, otoórgame fuerzas para que Mili emerja de nuevo y hable en la tierra con el lenguaje de las nubes. (p. 69)
“De vuelta” es por eso tal vez la parte más dolorosa, la que dedica a las ausencias de las dos mujeres más amadas, la madre y Mili, esa hermanita que se escapa de la mano de niño de Jacobo y corre al encuentro de la muerte en alguna esquina de la colonia Roma.
Jacobo publicó, casi al mismo tiempo que el libro que comentamos, el desgarrador poemario Mili, en lo inacabado mutante[2] sobre esa muerte niña que no lo ha abandonado nunca.
Dos sueños enmarcan enmarcan estas dos últimas historias de Por tierras extrañas -¿hay acaso tierra más extraña que la muerte?- y el viaje onírico busca ser un modo de soportar el dolor; aunque la escritura sepa que no hay modo de evitarlo, que ahí está siempre, como verdadero origen de estas páginas y de todas las páginas que escriba Jacobo Sefamí a lo largo de la vida. Porque siempre detrás de sus risas, de su inteligencia, de su vitalidad entrañable (y vuelvo a usar el adjetivo porque para mí es el que mejor lo retrata. Para mí y para muchos: es el que más se repite en todos los textos que he leído sobre su obra), estará siempre ese retrato de Mili que lo acompaña. Y que ahora también nos acompaña a nosotros lectores desde la portada del libro.
Las “Ensoñaciones falaces” cerraban aquellas páginas dedicadas a la hermanita, páginas que son clamor, que son aullido, que son plegaria, letanía. Kadish de un hombre de más de sesenta años por la hermanita siempre niña. Pero a la vez por la propia infancia del autor, atropellada en una esquina de una ciudad “terrible, gris, monstruosa”, como cantara el poeta.
Una infancia que se quedó sin palabras. Sin luz. Sin oxígeno.
Se sueña entonces Yehuda Ha Leví.
Y Moisés de León.
Y Juana Inés de la Cruz.
Se sueña en Estambul, y en Al Andalus, y en Nepantla.
Se sueña para “saber si su demencia tiene cura”.
¿Qué sino la escritura podría curarlo del dolor?
¿Qué sino la escritura podría despertarlo de
“la herida perenne
del descalabro
de Mili”.[3]
¿Se puede acaso seguir viviendo con esa herida? El final de Por tierras extrañas responde a esa pregunta fundacional con una mezcla de ficción y realidad, muerte y vida, cierre y apertura. El libro completo se transforma así en una ofrenda para quienes ya no están. En última instancia, tal vez el diálogo más intenso, profundo y -sorprendentemente- luminoso que tenemos a lo largo de la vida no sea sino aquel que mantenemos con nuestros muertos.
[1] Jacobo Sefamí, Por tierras extrañas, México, Dirección de Literatura, Coordinación de Difusión Cultural, UNAM, 2019.
[2] Jacobo Sefamí, Mili, en lo inacabado mutante[2]. México, Bonobos / poesía, 2019. El diseño cuidadísimo del poemario, la portada, el juego con las líneas que dan aire a la edición, son un regalo que sólo unas pocas editoriales nos hacen. El objeto libro se vuelve así parte del discurso poético.
[3] Remito a “La palabra herida de Jacobo Sefamí”, en Literal Magazine. 16 de febrero de 2020 https://literalmagazine.com/la-palabra-herida-de-jacobo-sefami/
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