Carlos A. Pérez Ricart
03/05/2022 - 12:04 am
La nostalgia por la DEA y la lógica de andar matando capos
«En contextos de corrupción institucionalizada y debilitamiento del Estado de derecho, el riesgo es altísimo. En México este tipo de prácticas ha traído en la última década una erosión en materia de derechos humanos que ha afectado, sobre todo, a los más pobres».
Es normal añorar el pasado. Es normal pensar que los tiempos pasados fueron mejores. Es normal. Somos humanos. Está bien.
Lo que no está bien, ni es normal ni humano es recordar con nostalgia aquellos años en que la Drug Enforcement Administration (DEA) hacía y deshacía en México.
Hablo, sí, de la añoranza que han vertido la última semana algunos especialistas al criticar con más congoja que argumentos la decisión del Gobierno mexicano de disolver una de las Unidades de Investigación Sensibles (SIU) que operaban en el país bajo el control del Gobierno mexicano, pero entrenadas y parcialmente financiadas por la DEA.[1] Pero, ¿hay razones para la nostalgia? Una breve revisión a su historia no deja lugar a dudas: más que nostalgia lo que nuestros especialistas parecen sufrir es de un agudo síndrome de Estocolmo.
La presencia de agentes antinarcóticos de los Estados Unidos en México se remonta a la década de los años veinte del siglo pasado. Con ayuda de los archivos estadounidenses he logrado identificar las rutas y nombres de los primeros agentes que impulsaron campañas de erradicación, operaciones policiales en la frontera y trabajos de buy and bust (compras simuladas de droga). Desde hace 100 años su trabajo no ha cambiado demasiado.
Es fácil distinguir entre dos tipos de agentes: a) aquellos que trabajan de manera permanente en México y que están asignados a alguna de las diez oficinas en territorio nacional, y b) agentes de la DEA que, asignados a una oficina doméstica de los Estados Unidos, trabajan temporalmente sobre casos en México. De los primeros tiene registro la Cancillería mexicana; de los segundos no.
Hoy no hay más de 50 agentes permanentes de la DEA en territorio mexicano (de estos está enterada la Cancillería mexicana); pero es probable que haya más —muchos más— que de manera temporal se encuentran en el país investigando casos relativos a México.
Más allá de la importancia que tiene la regulación y cantidad de agentes que operan en México, el punto que más debería llamar nuestra atención es el tipo de prácticas que sus agentes promueven. Entre otras, la así llamada Kingpin Strategy, una estrategia policial caracterizada por priorizar la fragmentación de organizaciones criminales “matando capos” y que no solo ha sido inútil en reducir la oferta antinarcóticos en los Estados Unidos, sino que ha estimulado violaciones generalizadas a los derechos humanos en México. A continuación, explicaré porqué.
En los más de quince años que han transcurrido desde el inicio de la guerra contra las drogas los y las académicas han podido escarbar algo sobre las causas de la violencia en México. Uno de los principales hallazgos ha sido precisamente mostrar con agudez cómo la fragmentación de los grupos criminales genera lógicas violentas y cómo centrar la atención en las organizaciones que controlan la exportación de narcóticos (y no en otras más violentas) termina por generar efectos contraproducentes. La evidencia está ahí; es irrebatible.
No hace falta ser un genio para comprender la lógica: la acción represiva de las corporaciones policiales contra las redes de narcotráfico genera fracturas al interior de los grupos al tiempo en que promueve el surgimiento de nuevos perfiles (casi siempre más violentos) que buscan hacerse del control del mercado[2]. Las dinámicas violentas son causa directa de la fragmentación.
Existe evidencia que apunta a que la fragmentación de grupos del tráfico de drogas da pie a que —sobre todo en lugares con estatalidad limitada y ausencia de estado de derecho— proliferen otro tipo de delitos incluyendo el robo de automóviles, el secuestro, el robo de gasolina, la trata de blancas y el cobro de derecho de piso. En una frase: la fragmentación es causa de la diversificación del delito.
Uno de los problemas centrales de la Kingpin Strategy es su meta de combatir los circuitos importantes de droga y no la expansión de las organizaciones más violentas. Al respecto existen estudios empíricos que han llegado básicamente a dos conclusiones: en primer lugar, que las organizaciones violentas no necesariamente son las que más drogas hacen circular; en segundo lugar, que las organizaciones preponderantes suelen ser menos violentas en mercados consolidados más que fragmentados.
Otro problema asociado a la Kingpin Strategy es el de la falta de garantías individuales que conlleva su aplicación. El principio de presunción de inocencia es sustituido por un régimen especial en materia penal que avala allanamientos, detenciones arbitrarias, el uso de técnicas de incitación al delito, la publicación de carteles de recompensa sin juicio de por medio, la intercepción de comunicaciones privadas y, sobre todo, el otorgamiento de poderes discrecionales a las autoridades policiales para la persecución de esa nebulosa llamada crimen organizado. En contextos de corrupción institucionalizada y debilitamiento del Estado de derecho, el riesgo es altísimo. En México este tipo de prácticas ha traído en la última década una erosión en materia de derechos humanos que ha afectado, sobre todo, a los más pobres[3].
Por si no fuera suficiente con todo lo ya expuesto, no hay evidencia de que la Kingpin Strategy en México haya reducido la oferta de droga en el mercado de los Estados Unidos pues la estrategia no interviene en las causas últimas de oferta y demanda de drogas. Tampoco interviene ni logra incidir en el funcionamiento de economías ilegales. Su lógica se presume que la consolidación de organizaciones criminales en México está asociada al liderazgo de jefes puntuales y no, como resulta claro en el contexto mexicano, al respaldo de grupos políticos que permiten la actividad criminal.
Los datos son concluyentes: entre 1991 y 2016, el precio (ajustado por inflación) de venta al por mayor de cocaína en Estados Unidos se redujo de 83 mil dólares a solo 28 mil. El precio de heroína al por mayor en el mismo periodo ha pasado de 298 mil dólares a solo 53 mil.[4] Naturalmente, la reducción del precio de narcóticos tiene explicaciones multivariadas, pero, en última instancia, da cuenta del fracaso de la estrategia general de la política de drogas promovida por la DEA.
La nostalgia por la DEA no se sostiene por ningún lado. Y no solo se trata de la Kingpin Strategy. El uso de fumigaciones áreas, el abuso de informantes, los programas de protección de testigos y otros planteamientos y prácticas promovidas por la DEA en México son igualmente nefastos para el proyecto de construir paz y justicia en el país.
Más que llorar por la DEA y generar histeria por la disolución de uno de los grupos que precisamente promovía prácticas como la Kingpin Strategy debemos concentrarnos en reunir evidencia suficiente para generar más y mejores insumos para perfilar una política de drogas que reduzca dinámicas violentas en México. Y para ello no hay nostalgia que sirva.
[1] Para una reflexión sobre el mismo tema, véase: Carlos A. Pérez Ricart, ¿Fin al juguete de la DEA en México?, 26 de abril de 2022. Disponible en: https://www.sinembargo.mx/26-04-2022/4170501
[2] Nathan Jones, «The unintended consequences of Kingpin Strategies: Kidnap rates and the Arellano-Félix Organization», Trends in Organized Crime 16, n.o 2 (2013): 156-76.
[3] Véase, por ejemplo: Antonio Barreto Rozo y Alejandro Madrazo Lajous, «Los costos constitucionales de la guerra contra las drogas: dos estudios de caso de las transformaciones de las comunidades políticas de las Américas», Isonomía 43 (2015): 151-93.
[4] UNODC, «Heroin and cocaine prices in Europe and USA: Statistics and Data», accedido 5 de mayo de 2019, https://dataunodc.un.org/drugs/heroin_and_cocaine_prices_in_eu_and_usa.
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