Jorge Javier Romero Vadillo

31/03/2022 - 12:04 am

Un país sin justicia

Nunca en México ha existido acceso universal a la justicia.

El Estado mexicano ha sido una maquinaria vendedora de privilegios y la ley no ha sido otra cosa que un marco para negociar la desobediencia. Foto: Crisanta Espinosa, Cuartoscuro.

Con todo lo laudable que es el fallo de la Suprema Corte de Justicia, que por unanimidad le concedió amparo liso y llano a Laura Morán y a Alejandra Cuevas, el caso es uno más que muestra los costurones y contrahechuras de un sistema del putrefacto sistema de justicia existente en México desde sus orígenes como nación: un arreglo donde los poderosos pueden usar a los fiscales y los tribunales en su beneficio, solo los privilegiados pueden defenderse de las iniquidades y la mayoría de las personas no tiene acceso a la protección de la judicatura frente a los abusos de los gobiernos o de aquellos con la fuerza económica o política para comprar salvaguardias.

Nunca en México ha existido acceso universal a la justicia. Desde sus orígenes, el Estado mexicano ha sido una maquinaria vendedora de privilegios y la ley no ha sido otra cosa que un marco para negociar la desobediencia o para ser usada de manera facciosa por quienes tienen el poder. El ministerio público, que debería ser garantía de la acción estatal contra el delito y la impunidad, tradicionalmente ha sido un instrumento en manos de los poderes ejecutivos locales o federal para perseguir adversarios, castigar la indisciplina política y simular el cumplimiento de la ley, con agentes reclutados a través de redes de clientelas, sin capacidades técnicas para sustentar los casos y acostumbrados a fabricar culpables para simular eficacia en la investigación y la resolución de los procesos.

Las judicaturas del fuero común y del fuero federal también han estado plagadas de corrupción. Los jueces, atados por lealtad política a quienes debían el cargo, solían prevaricar a conveniencia de los gobernantes y en los litigios privados con frecuencia fallaban a favor del mejor postor. La maraña burocrática y la opacidad de los juicios documentales, anomalía histórica mexicana, eran una fuente pródiga de corrupción, pues para que fluyeran los procesos había que untar a una tupida red de funcionarios de segundo orden con capacidad de ocultar o perder documentos, alterar expedientes y acelerar o entorpecer procedimientos, según conviniera al dadivoso solicitante.

A trancas y barrancas, desde la reforma constitucional de 1995, que transformo a la Suprema Corte de Justicia y creó el Consejo de la Judicatura Federal, de manera gradual, con avances y retrocesos, se comenzó a reformar el sistema de justicia. En 2008 se dio otra reforma constitucional crucial: el cambio al sistema de justicia penal acusatorio, para reducir la complicidad entre ministerios públicos y jueces, hacer más transparentes los juicios, quitarle discrecionalidad a la burocracia judicial, agilizar los procesos y reducir la corrupción.

Sin embargo, el cambio se ha enfrentado a la resistencia de unas prácticas arraigadas en la trayectoria institucional de la justicia mexicana. Ni los agentes del ministerio público pudieron convertirse de la noche a la mañana en fiscales con capacidad argumentativa sólida, ni los abogados defensores supieron cómo dejar de ser especialistas en el soborno, ni a los jueces les gustó mucho comenzar a hacer un trabajo que hasta entonces podían dejar en manos de los secretarios del juzgado, pues se trataba de redactar incomprensibles sentencias en lenguaje abogadil que los titulares del juzgado se limitaban a firmar. Por supuesto, tampoco se transformaron los cuerpos policiacos en agencias especializadas para investigar los casos y sustentar con pruebas las acusaciones. De ahí el relativo fracaso de su puesta en marcha.

El siguiente paso de la accidentada reforma fue la transformación de la procuradurías politizadas y facciosas en fiscalías profesionales y autónomas, sin dependencia directa de los poderes ejecutivos. Se trataba de un paso crucial, pues implicaba una transformación de gran calado de unos cuerpos acostumbrados a fabricar culpables, inventar pruebas, torturar sospechosos, vender protección y armar procesos a modo para sustituirlos por agencias especializadas en sustanciar jurídicamente las acusaciones, con pruebas sólidas recabadas con procedimientos legales y con pleno respeto a los derechos humanos y las garantías procesales.

Se trataba de una transformación costosa y compleja, pues requería de una depuración profunda y de un nuevo diseño, con reclutamiento de nuevo personal, pues los fiscales y sus asistentes deberían ser profesionales muy bien capacitados, muy distintos a los leguleyos semianalfabetas que abundaban en las agencias del ministerio público de todo el país y de las “madrinas”, esos golpeadores que integraban las huestes de las policías judiciales. Sin embargo, los gobiernos estatales no estuvieron dispuestos a invertir recursos económicos y políticos en las reformas y prefirieron la simulación cosmética. Hoy, ninguna fiscalía estatal es realmente autónoma ni ha adquirido las capacidades técnicas necesarias para procurar justicia de manera efectiva a todas las personas.

En el caso de la Fiscalía de la Ciudad de México, los cambios parecieron más profundos, aunque incompletos. Sin embargo, en el caso que acaba de resolver la Corte se ha hecho evidente la persistencia de las prácticas tradicionales de justicia sobre pedido y arbitrariedad que llega a la invención de delitos inexistentes en la ley. Una resolución del calibre de la adoptada por el tribunal supremo esta semana hubiera llevado a la renuncia de la Fiscal en cualquier democracia sólida. Aquí ha bastado un comunicado para cerrar el tema.

Pero lo que resulta repugnante es la actuación del Fiscal General de la República, un evidente prevaricador, corrupto hasta la médula, reclutado entre la peor escoria del viejo régimen policiaco de los tiempos del PRI, plagiario descarado, sospechosamente rico, que comenzó su carrera en la malhadada y fallida guerra contra el narcotráfico durante su primera etapa, allá en la década de 1970, pero que se ha sabido acomodar con los tiempos y ha servido a tirios y troyanos durante casi cincuenta años, siempre con jugosas ganancias personales.

El personajillo ha protagonizado uno de los episodios más vergonzosos de la historia de la justicia mexicana: usó su posición y su poder para perseguir a una viuda y a su hija con intenciones obvias de venganza personal, mientras ha sido un inútil en su tarea y ha hecho todo lo posible por obstaculizar la construcción de una auténtica fiscalía autónoma y técnicamente capacitada, con transparencia y responsabilidades bien definidas para cada uno de sus integrantes. Pero el señor no es el responsable último del retroceso. El que deberá rendir cuentas de la decisión política de sostener al Fiscal y de obstaculizar la reforma de la procuración de justicia es el Presidente de la República.

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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