Jorge Alberto Gudiño Hernández
26/03/2022 - 12:05 am
Sobre la puntualidad
«Eso sí, he seguido sin llegar tarde a clases o a recoger a mis hijos a la escuela (algo que, al parecer, no ocasiona mayores problemas a otros niños ni a otros padres que, además, hacen rendir mejor su tiempo). La idea persiste: no me gusta que otros me esperen».
Durante años fui obsesivamente puntual. Miento, durante años hice todo lo que estuvo en mis manos para nunca llegar tarde a una cita, un compromiso, una clase o algún evento repetitivo. Para conseguirlo, solía llegar temprano y esperar. Me escudaba en el argumento de que prefería esperar a que llegara la hora acordada que hacer esperar a alguien. En una enorme cantidad de casos, tuve no sólo que esperar por mi anticipación sino porque la vida suele retrasarse en este país en donde hemos inventado adverbios: pocas cosas tan mexicanas como el ahorita.
Durante esa etapa que corrió desde la prepa hasta que nació mi hijo mayor, varios amigos se enojaron conmigo porque, tras una espera mínima, decidí irme aduciendo su impuntualidad. Ahora lo lamento y les ofrezco disculpas. Y no porque crea que llegar a tiempo no es un valor importante, pues lo es, sino porque ya he tenido ocasión de descubrir que se puede ser puntual de diferentes formas. Además, no encuentro claras diferencias entre cómo nos ha ido en la vida a los puntuales contra los impuntuales. Así que ese estrés, esa angustia y esa planificación por llegar a tiempo no suele cobrar buenos réditos.
Cuando nació B, decidí que no le impondría el yugo de mis obsesiones. Me daría la holgura de no llegar justo a tiempo. Sobre todo, porque bien podríamos salir de casa con los minutos más que suficientes y algún incidente con un niño de meses o pocos años podría obligarnos a llegar tarde. Así que, al menos, me desprendí de cierta obligatoriedad mal entendida, la de los parámetros para el arribo. Cuando se anuncia el horario de una fiesta infantil, por ejemplo, no se espera que todos los invitados lleguen justo en el mismo minuto. Lo mismo sucede con reuniones más o menos multitudinarias o en la comida familiar, en la reunión con los compadres o cosas parecidas. La idea de rango significó un alivio.
Eso sí, he seguido sin llegar tarde a clases o a recoger a mis hijos a la escuela (algo que, al parecer, no ocasiona mayores problemas a otros niños ni a otros padres que, además, hacen rendir mejor su tiempo). La idea persiste: no me gusta que otros me esperen.
Más allá de eso, varios diálogos con mi hijo menor me hicieron ver que él tiene una comprensión diferente del tiempo o de la puntualidad. De pronto, al subirnos al coche para ir a algún sitio, pregunta cuánto vamos a tardar. Le contestamos con un estimado del mismo modo que lo hacemos cuando nos pregunta a qué hora quedamos de llegar a casa de los abuelitos o en qué momento llegarán sus primos. Digamos que a las 14:30, para todos los casos. Como el tráfico no sólo depende de nosotros, como tuvimos que regresarnos pues se nos olvidó un regalo, como los amigos no suelen ser puntuales… el asunto es que a las 14:29 estamos a la mitad del camino, nos falta mucho para llegar o nos acaban de avisar que vienen tarde. Lo interesante es que L solía decir, desde la más profunda de sus convicciones: “falta un minuto para llegar, que lleguen, que lleguemos”.
Esta extraña asociación entre la temporalidad acordada y la forma en la que construía su realidad temporal me hizo sonreír, primero, con cierta indulgencia. Sin embargo, quizá entrañe algo mucho más profundo, que puede ser visto desde alguna variable física peculiar o desde una postura muy fenomenológica. A fin de cuentas, sabemos bien que el tiempo es algo que nos afecta a todos de manera diferente. ¿Quién sabe? Quizá L nunca vaya a llegar tarde a ningún lado pues su realidad se conformara a partir de la coincidencia entre el acuerdo previo y el paso del tiempo.
Una vez más, como suele suceder, mis obsesiones han sido abatidas por la mirada de mis hijos.
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