Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
31/01/2022 - 12:04 am
La disputa por la racionalidad
La noción de la racionalidad como dote de especie no ha cesado de ser común entre filósofos y estudiosos del lenguaje.
A Descartes se le suele citar socarronamente con aquellas líneas iniciales del Discurso del Método: “El sentido común es lo mejor repartido del mundo, porque todos creen que tienen suficiente”. Casi siempre que he visto invocada esta cita es para señalar que alguien dijo un disparate pensando que era una genialidad.
Pero la declaración de Descartes, de hecho, no tiene nada de sarcástico. Basta continuar la página para saber que su afirmación es sincera: “La facultad de distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres, y por lo tanto la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas”.
Casi 250 años después de El Discurso del Método, un lógico y matemático alemán, Gottlob Frege, se dio a la tarea de mostrar que tanto la aritmética como el lenguaje natural en última instancia pueden reducirse al mismo núcleo, que es nuestra capacidad analítica conocida como lógica. Escribió un texto en el que expuso, en una notación formal, las reglas lógicas que rigen el pensamiento -y por lo tanto, el lenguaje- ordinario. Este texto, la Conceptografía, con el tiempo sentó las bases de la lógica moderna. Aunque Frege no era ningún demócrata, la idea de que la lógica consiste de reglas y verdades que trascienden la experiencia particular de cada individuo es una idea profundamente igualitaria. La noción de la racionalidad como dote de especie no ha cesado de ser común entre filósofos y estudiosos del lenguaje.
Uno de los recursos más efectivos para perpetuar un proyecto elitista es convencer al público de que estas posturas no son ciertas y que, por el contrario, la razón es atribución de un grupo de elegidos. Entre ellos se encuentran quienes recibieron “la mejor educación”, -sea lo que eso sea-, y quienes han supuestamente heredado sus capacidades analíticas por haber nacido en una “buena familia”. En este programa ideológico, la facultad de reconocer lo verdadero y lo falso y de distinguir el razonamiento válido del inválido es una habilidad que viene con el capital cultural y no una capacidad inherente a todos los humanos.
Refutar el mito de que la racionalidad es potestad de algunos desde luego no implica decir que todos actuemos de manera racional todo el tiempo. Esa capacidad analítica tan bien repartida también se puede obnubilar, como decía Descartes, por “pasiones”, por emociones, por animadversión, por la necesidad de presentarnos como superiores a otros, por egoísmo, o por simple falta de información. Lo que debemos reconocer es que, del mismo modo que la racionalidad es capacidad de todos, la posibilidad de que las circunstancias nos impidan aplicar el buen juicio es un riesgo que corremos todos, y de nueva cuenta, la preparación formal o la especialización en algún tema no nos garantiza que el sesgo de nuestras ideas preconcebidas nunca nos ofusque.
Yásnaya Aguilar, en alguna de sus iluminadoras conversaciones públicas, dice, palabras más o menos, que el primer paso de la violencia es negar la racionalidad del otro. Del mismo modo en que en la colonia los abusos más atroces se justificaban arguyendo que el otro “no tenía alma”, en nuestra versión moderna justificamos el insulto y la agresión diciendo que el otro “no tiene racionalidad”. Llamar al interlocutor “fanático” o “feligrés” es una práctica que resume bien esta postura tan poco generosa ante el adversario. Lo mismo, hay que aceptar, es llamar “facho” a alguien que no está defendiendo abierta o encubiertamente el fascismo.
En su entrega más reciente en Pie de Página, Étienne von Bertrab toca este tema desde la perspectiva más personal y profunda de cómo incluso los afectos entre personas queridas se trastocan por un debate público mal llevado y sin asidero ético. La reflexión es para todos, porque del mismo modo que todos tenemos capacidad analítica, todos también vivimos en el riesgo de no saber aplicarla. Tratar de encontrar lo que hay de racional en la postura ajena no es, dice von Bertrab, una muestra de tibieza, sino lo contrario.
Nuestros debates públicos no solamente se deben, pues, basar en reglas lógicas (que todos conocemos o somos capaces de intuir), sino también en principios éticos (que no todos seguimos). Asumir la racionalidad del interlocutor es uno de esos principios. Esto implica interpretar sus argumentos de la manera más generosa posible, en lugar de asumir que nosotros somos más listos y el interlocutor, por pensar distinto, es un idiota. Esto se conoce como principio de caridad o de humanidad y no sólo es una muestra de respeto a la persona con quien intercambiamos puntos de vista, sino también una manera de fortalecer nuestro propio razonamiento, pues no requiere la misma habilidad, creatividad y esfuerzo refutar una afirmación razonable que simplemente desdeñar lo que consideramos una tontería o directamente insultar a quien la profiere.
La política, en alguna de sus acepciones, consiste en tratar de encontrar la racionalidad en las afirmaciones del otro y los sesgos irracionales en las propias. Lo difícil es aplicar este principio en un ámbito tan caótico como son las redes sociales, específicamente Twitter, en el que la propia comunidad de usuarios no tiene herramientas para establecer colectivamente los límites de lo aceptable. Sin embargo, afortunadamente nuestro debate cotidiano no tiene por qué mantenerse siempre en ese mar abierto de feroz oleaje. Hay espacios igualmente públicos de aforos más limitados, y espacios menos públicos, pero más autorregulados donde la interacción es respetuosa porque el que está frente a nosotros no es un avatar, sino una persona.
En todo momento, me parece, habrá que mantener clara y distinta -para retomar la jerga de los filósofos- la diferencia entre los enunciados y quien los enuncia. Un recordatorio final, no sólo para quien lo lee, sino para quien lo escribe, es que nuestras batallas políticas más altas van contra los discursos, las narrativas y los argumentos engañosos y no contra las personas.
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