Jaime García Chávez
31/01/2022 - 12:03 am
Testamentaría presidencial
«Lo real, lo que tenemos a la vista, es que padecemos un Presidente infatuado, es decir, lleno de presunción, vanidad infundada y ridícula. Es, a un tiempo, patrimonialismo trasnochado y enajenación política».
Quiso aparecer grande, magnánimo; mostró su pequeñez. Cuando se toma una vida histórica como paradigma personal, la moderación impone no pretender trascender al ideal o modelo porque eso se convierte en la fuente primordial para medir las mezquindades, por pequeñas que puedan ser. López Obrador -historiador aficionado- lo hizo con Benito Juárez. Pero ahí empiezan sus problemas. El contraste es descomunal.
El oaxaqueño fue un estadista que mezcló con habilidad poder y derecho, sencillez y republicanismo. Fuentes Mares decía que el Benemérito era más peligroso con una ley en la mano que con una pistola. Declinaba, también, la adulación y el aplauso fácil o comprado, al grado de no otorgar su venia a las biografías personales. Entendía que las cosas de la historia eran del futuro, de otros juicios con la distancia que da el paso del tiempo, y que, además, eran en pro y en contra. Tenemos de él muchos textos personales, pero íntimos; y uno solo que en la sencillez tiene su valor: los apuntes destinados a sus hijos. Con AMLO es al revés, como recordó no sé quién citando a Groucho Marx: AMLO, ha tardado más tiempo haciendo la reseña que no se ha dado la oportunidad de leer el libro. Menos hacerlo en la realidad.
Nada de ese juarismo hay en la conducta del Presidente López Obrador y cuando introduce el tema de su testamento político, a las puertas de una atención médica vital que involucra al corazón -su corazón enfermo- se muestra tal cual: AMLO le petit, el pequeño. Quizás Juárez no se atrevió a eso porque entre sus posibles sucesores había políticos y militares de talla: Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias y Porfirio Díaz y puesto ante el desenlace de su angina de pecho que finalmente se lo llevó, estaba despreocupado, en esa paz que se romantiza al hablar de las muertes serenas.
AMLO ni por asomo tiene motivos para esa serenidad imperturbable. Antes del testamento inútil ya había posado su dedo índice sobre la predilecta que junto con los restantes no dan la talla de los que antes mencioné o estaría por verse, pero en todo caso y ese es el tema, no está en las manos del Presidente testarlo. La Constitución dice el cuándo y el cómo. En cuanto al cuándo, hay una vieja máxima que leí en el Digesto y significa la llegada de la incierta muerte, que se convierte en condición para la realización de la última voluntad válida y por lo que se refiere al cómo no es materia constitucional que esté en sus manos.
Lenin dictó un testamento -en realidad se le dio ese nombre- que no eran más que recomendaciones sobre Stalin, Trotsky, Bujarin y otros y que serían leídas en un congreso partidario al que pretendía llegar vivo, pero incapacitado. Ya sabemos para qué sirvió.
Pero aquí, en esto, no es el propósito. AMLO en su megalomanía lo que quiere es gobernar a México post-mortem. El maximato como tragedia y el presidencialismo mágico como farsa, si se quiere expresar en apurado símil Hegel-marxista.
Lo real, lo que tenemos a la vista, es que padecemos un Presidente infatuado, es decir, lleno de presunción, vanidad infundada y ridícula. Es, a un tiempo, patrimonialismo trasnochado y enajenación política.
Patrimonialismo, porque se cree dueño de México y lo expresa con un historicismo hecho de miserias e irracionalidades al que no le importa la república constitucional que dispone la existencia de ciudadanos y no de siervos medievales de una antiqualla feudal. Esto es grave y hay que ponerle un hasta aquí.
Enajenación política, porque no se da cuenta siquiera de la pesada carga que puede desviar a los grandes hombres -Alejandro, César, Napoleón por ejemplos- convirtiéndolos, en palabras de Hegel, en “cáscaras vacías, que caen en el suelo”, como lo expone Fritz Pappenheim en su obra “La enajenación del hombre moderno”. Y si eso vale para los grandes, que se lo aguante López Obrador.
Algunos dicen: es una puntada más, un simple distractor. Convengo que puede estar en el manejo coyuntural con ese propósito. Empero, pienso que no, que el mal es más profundo y no haberlo entendido así en su tiempo oportuno -a la hora nodal del cambio transicional- ha resultado en un gran costo para la república y el drama actual de la izquierda. Esto que hoy digo tiene historia en mi militancia en la izquierda democrática, en la que observé al hombre emergente y la claudicación de muchos en la crítica necesaria. Por eso no lo acompañé en 2006, ni en 2012 y menos en 2018.
Como persona, detesto que alguien me ponga en un demencial testamento: primero ciudadano e insumiso, frente a la violación de la dignidad, los derechos políticos y los humanos. El México por el que luchamos es de personas y ciudadanos, no un mazacote de capitis diminutio, de disminuidos en su capacidad y creatividad. ¡Basta de paternalismo!
Por lo demás, AMLO es ingenuo: si en el Digesto se lee -derecho privado y civil puro- que “La condición imposible impuesta en el testamento se estima no escrita”, con mayor razón en los casos del derecho público y el constitucionalismo, a saber dos ámbitos extraños al más monarquista de los presidentes que hemos tenido.
Juárez el sencillo le diría a López Obrador el infatuado: “Lo que deshonra es la perseverancia en el error”
Aquí sí vale: Ni los siervos que quieran serlo -por voluntad propia- lo serán.
25 de enero de 2022.
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