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Sandra Lorenzano

16/01/2022 - 12:03 am

Huaco trenzado o todxs a bailar

«Como siempre en los trabajos de Gabriela Wiener, el cuerpo es el lugar en que estas tensiones se cruzan. ¿Reproducimos en la intimidad, con nuestras elecciones de pareja, con nuestra sexualidad, al criar a nuestras hijas, las heridas ancestrales?».

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“Condenan uso de zapotecas en desfile de marca francesa”, dice el titular del periódico el lunes 10 de enero. Sí, dice “uso” y el verbo me da un pequeño escalofrío. Leo el artículo mientras me dispongo a abrir un archivo en blanco para escribir mi colaboración de esta semana, ésta que ustedes han empezado a leer. “Dieron 200 pesos a cada una por vestir ropa de Sézane y bailar”[1], sigue la nota. La mayor parte de las mujeres “contratadas” eran de las tercera edad.

El tema no es nuevo. En el último par de años la Secretaría de Cultura de México ha llamado la atención a firmas como Louis Vuitton, Carolina Herrera y Zara, entre otras, por plagio y “expolio cultural”, exigiéndoles que respeten los derechos de propiedad intelectual de las comunidades indígenas. [2]

Los artesanos han denunciado una y otra vez esta violación de sus derechos. Según la organización “Impacto”, entre 2012 y 2019, 23 firmas internacionales se han apropiado de los diseños tradicionales.[3]

Como dice la poeta Irma Pineda, representante de los pueblos indígenas de Latinoamérica y el Caribe ante la ONU, “se trata de un abuso y un robo descarado”.

“Lienzos extraordinarios”, colectivo que divulga indumentaria tradicional mexicana, escribe en su cuenta de Instagram: “Basta. Las culturas originarias no son un zoológico, ni una bodega de accesorios, ni un catálogo de diseños”.

los Artesanos Han Denunciado Una Y Otra Vez Esta Violación De Sus Derechos Foto Especial Sinembargo

Estas nuevas formas de explotación, de expoliación, de desprecio, tienen mucho que ver con uno de los mejores libros que leí durante el 2021: Huaco retrato, de Gabriela Wiener. Devoré sus 170 páginas sin prácticamente despegarme de la silla y me gustaría contarles por qué.

Wiener es peruana, vive en España desde 2003, es periodista, escritora, performancera, feminista, irreverente, desparpajada, comprometida, queer, madre, amante, esposa, retadora, divertida. Es una tipa que me gusta. Por directa, por compleja, porque problematiza cada instante de la vida sin dejar de celebrarla. En fin… sí, me gusta.

Y me gusta este libro que alguien llama “novela”, la primera, porque sus obras anteriores entraban bajo la etiqueta de “crónica”. Ya saben que estas clasificaciones no van conmigo. La propia obra juega con transgredirlas desde el comienzo. La protagonista se llama Gabriela Wiener, escribe en primera persona y habla de su padre, de su tatarabuelo, de la historia del Perú, del colonialismo, de racismo, de complicidades familiares, de cuerpos y deseos. Es autoficción, reflexión, duelo, crítica mordaz a las instituciones, a los relatos fundacionales de nuestros países, a las tramas familiares.

La escena inicial, que condensa uno de los núcleos principales del relato, tiene lugar en la sala de un museo etnográfico de París en la que se expone parte de las cuatro mil piezas precolombinas llevadas a Europa por Charles Wiener, tatarabuelo de la protagonista.

“Lo más extraño de estar sola aquí (…) es pensar que todas esas figurillas que se parecen a mí fueron arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido.” (p. 11)

La palabra “arrancadas” instala la violencia desde la tercera línea del texto. Esa violencia que ha marcado la relación entre Europa y América es un hilo que recorre todo el libro.

El entramado de lo personal con lo colectivo, de lo familiar con lo nacional, aparece en el propio cuerpo como herencia incómoda. Una herencia que, aun sin tatarabuelo “huaquero”, nos marca a todos los latinoamericanos.

Según el DRAE, “huaco” o “guaco” es un “Objeto de cerámica u otra materia que se encuentra en las guacas (‖ sepulcros de los antiguos indios)”. ¿Indios? ¿Eso dice el DRAE en pleno siglo XXI? Una definición digna de haber sido escrita por el propio Charles Wiener.  “Nada de ese personaje extraviado en su eurocentrismo, violento y atrozmente racista tenía que ver con lo que soy” (p. 24)

Algo de pronto llama la atención de Gabriela en el museo: una vitrina vacía con una cédula que dice “Momie d’enfant”. Resulta espeluznante pensar en la tumba de un niño, abierta, saqueada, profanada y exhibida. “Si no fuera porque vengo de un territorio de desapariciones forzadas, en el que se desentierra, pero sobre todo se entierra en la clandestinidad, tal vez esa tumba invisible detrás del cristal no me diría nada.” (p. 14) Pero en América Latina vivimos entre muertos y desaparecidos que ignoran las barreras temporales. El horror es continuo: el de hoy viene del de ayer. Gabriela quisiera tomar en brazos a esa “guagua huaqueada” por el tatarabuelo y huir de ahí “pegando algunos tiros al aire”.

Este niño desaparecido de la vitrina parisina reaparecerá, aun sin ser el mismo, en el final del libro, en plena Exposición Universal de 1878, en uno de los “cuadros vivientes” que exhibían seres humanos como aún hoy tenemos la crueldad de exhibir animales en los zoológicos, o como “ponemos a bailar” a las indígenas zapotecas. Y será un símbolo de apuesta a la vida en la relación amorosa de tres de la que Gabriela Wiener, la autora, nos ha hablado tanto en sus obras, y que vuelve a estar presente a la vez como contención y como conflicto en Huaco retrato.

Quizás ese “niño sin tumba”, sea también el padre que está muriendo y que provoca el viaje a Lima, otro fundamental espacio geográfico de esta historia. “…vuela, Gabi, porque tu papá no va a aguantar mucho…” (p. 17), le dice la madre. Pero “no llega a tiempo”. Quienes vivimos lejos de la familia sabemos lo que esa frase implica: el miedo, el sobresalto cuando suena el teléfono, la culpa, las carreras, la búsqueda de vuelos, los viajes “con un nudo en el cuello”.  ¿Cómo no desear tomar a ese padre en brazos y huir lo más lejos posible de la muerte? “Nadie nos prepara para un duelo, ni todos los libros tristes que llevaba una década leyendo de manera enfermiza.” (p. 17)

Esa muerte la lleva a repensar y reorganizar los vínculos familiares. No se preocupen, que no les voy a revelar los secretos del libro (o, como cantaba Les Luthiers, jamás les contaré que el asesino es Jack el forastero), pero sí quisiera destacar el núcleo en el que coinciden todas las historias: el vínculo que se establece con el diferente, con la otredad. Sean esos otros indígenas, mujeres, personas blancas, afrodescendientes, europeos. ¿Quién soy yo, se pregunta Gabi, en estos vínculos? ¿Cómo me paro frente a expresiones de machismo, de clasismo, de xenofobia? Y con ella, nos lo preguntamos sus lectoras y lectores.

“Mi padre fue el único que no se casó con una mujer mestiza blanca. Sus dos hermanos lo hicieron. El hermano de mi mamá se casó con una mestiza blanca. Mi mamá se casó con un hombre mestizo blanco. Pero mi papá se casó con una chola.” (p. 48)

Y en el medio, está presente la historia de violencia del Perú desde la conquista hasta Sendero Luminoso, desde la explotación colonial a la expoliación contemporánea.

Como siempre en los trabajos de Gabriela Wiener, el cuerpo es el lugar en que estas tensiones se cruzan. ¿Reproducimos en la intimidad, con nuestras elecciones de pareja, con nuestra sexualidad, al criar a nuestras hijas, las heridas ancestrales?

¿Cuánto del tatarabuelo racista y huaquero que pudimos haber tenido todos  queda en nosotros? ¿Cuánto de la chola denigrada y violentada? ¿Cuándo del blanco esclavista? ¿Cómo circulan todas estas contradicciones en nuestra sangre, en nuestros miedos, en nuestras pasiones?

Dice el genial Paul B. Preciado hablando de esta novela: “Poco a poco, lo que parece el encuentro fortuito  de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección se acaba convirtiendo en el mejor libro que he leído sobre la filiación y el amor en la condición poscolonial contemporánea”.

Este giro del que habla Preciado hace que lo más irónico e implacable de la prosa de Wiener se relacione con el deseo y la sexualidad; la de una “sudaca celosa, posesiva, excesiva, pegajosta, chamuscada, victimista” que delira entre el melodrama y el bolero (Ay, Gabi, ¿me sabes algo o me hablas al tanteo?). Y es también desde allí, desde esa sexualidad y ese deseo de a tres, que a veces son dos y otras cuatro, puede llegar una mínima esperanza que los / nos redima, que redima a los niños robados por el tatarabuelo: el niño robado de su tumba, y el niño robado de su tierra y de su infancia para mostrarlo como atracción de circo en la “civilizada” Europa.

Algo de este horror -encarnado por don Charles y su nefasta exploración- que cosifica al otro, usándolo, tasándolo, vendiéndolo, explotándolo, despreciándolo, aparece en la nota del periódico del lunes 10 de enero.

Aunque hoy los huaqueros lleguen con cámaras y grabadoras, y avienten no espejitos ni cuentas de colores, sino billetes de 200 pesos para vernos bailar.


[1] En La Jornada, México, lunes 10 de enero de 2022, p. 25. Edición impresa.

[2] Ver noticia en El País, 31 de mayo de 2021 https://elpais.com/mexico/2021-05-31/mexico-acusa-a-zara-de-plagiar-disenos-indigenas.html

[3] Ver “Artesanos indígenas mexicanos denuncian el plagio de sus diseños por parte de marcas textiles internacionales”, en Actualidad, 4 de enero de 2022

https://actualidad.rt.com/actualidad/415846-indigenas-mexico-denuncian-plagio-dise%C3%B1adores-internacionales

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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