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ADELANTO | Tránsito: el exilio mexicano de Anna Seghers y su escape de los nazis

17/12/2021 - 8:10 pm

Tránsito, escrita por Anna Seghers, cuenta la historia de un joven alemán que huyó de un campo de trabajo y, por azar, posee los documentos esenciales para obtener una visa con la que viaja a Marsella y asume otra identidad. La autora es descrita como la más importante de entre las personas germanoparlantes que arribaron a México exiliadas luego de la Segunda Guerra Mundial.

Ciudad de México, 17 de diciembre (SinEmbargo).– La escritora alemana Anna Seghers, nacida como Netty Reiling en 1900, escribió Tránsito, una de sus obras maestras, mientras se alejaba en un barco transatlántico del horror nazi, luego de que en 1941 ella y su familia lograran conseguir una visa de tránsito en Marsella, Francia, para viajar al continente Americano y terminar en México, en donde escribió y publicó algunas de sus obras más emblemáticas.

De su exilió mexicano nació esta obra al igual que La séptima cruz, La excursión de las niñas muertas y sus relatos mexicanos: Crisanta, El verdadero azul y El regreso del pueblo perdido —que nunca han sido vertidos al español—, las cuales ahora son reeditas gracias al trabajo de la traductora Claudia Cabrera y de dos editoriales mexicanas: La Cifra y Elefanta, con el apoyo del Instituto Goethe México.

Esta nueva edición y traducción de las obras de Seghers “también quiere conmemorar el aniversario de la publicación en México de La séptima cruz, el octagésimo, en 2022, que simboliza para nosotros el estrecho vínculo de Anna Seghers con nuestro país”, precisa la traductora Claudia Cabrera en una nota que antecede al texto y que da cuenta de la importancia de la escritora alemana, quien vivió por cinco años en tierras mexicanas para después, una vez finalizada la guerra, retornar a su natal Alemania.

“Anna Seghers es, quizá, la autora más importante de entre todos los exiliados germanoparlantes que arribaron a México, y la que gozó de mayor reconocimiento al regresar a Alemania, en su caso, a la República Democrática Alemana, donde fue una alta funcionaria cultural y siguió escribiendo y publicando hasta su muerte (en 1983)”, refiere Cabrera.

Y agrega: “Tránsito es una novela sobre la experiencia desesperada de conseguir una visa para salir de Marsella y escapar de los nazis, a la vez que un homenaje literario a Gilberto Bosques”, quien fue el que la ayudó a dejar Francia.

En esta novela Seghers cuenta la historia de un joven alemán que ha huido de un campo de trabajo y que, por azar, posee los documentos esenciales para obtener una visa de tránsito, tras lo cual viaja a Marsella y asume otra identidad, encontrándose con la posibilidad de solicitar la visa al consulado mexicano y al mismo tiempo de vivir una historia de amor con el verdadero propietario de los papeles.

SinEmbargo publica en exclusiva para sus lectores un fragmento de Tránsito con autorización de las editoriales mexicanas La Cifra y Elefanta, que en conjunto con el Instituto Goethe México han reeditado esta obra clásica de Anna Seghers.

<em>tránsito<em> De Anna Seghers Editorial La Cifra

***

II

Hacia el final del invierno acabé en un campo de trabajo cerca de Rouen. Acabé usando el uniforme más desfavorecedor de todos los ejércitos de la guerra mundial: el del pres- tataire francés. Por las noches, como éramos extranjeros, medio prisioneros, medio soldados, dormíamos tras alambre de púas; de día, teníamos “servicio laboral”. Debíamos descargar barcos ingleses llenos de municiones. Nos bombardean de manera terrible. Los aviones alemanes volaban tan bajo que sus sombras nos rozaban. Entonces entendí por qué se dice: bajo la sombra de la muerte. Una vez me toca descargar junto con un chico, lo llamaban el pequeño Franz, su cara estaba tan cerca de la mía como ahora la de usted. Está soleado, se oye un ruido en el aire. Entonces el pequeño Franz levanta la cara. Y el avión se lanza en picada. Su cara se ennegrece por la sombra. Pum, el golpe cae junto a nosotros. Usted conoce todo eso tan bien como yo. Finalmente, todo eso se acabó. Los alemanes se acercaban. ¿De qué valieron entonces el espanto y el sufrimiento soportados? El fin del mundo estaba próximo, mañana, hoy por la noche, de inmediato. Porque algo parecido, eso creíamos todos, sería la llegada de los alemanes. En nuestro campo empezó el desconcierto. Algunos lloraban, algunos rezaban, uno que otro trató de quitarse la vida, uno que otro lo logró. Algunos decidieron poner pies en polvorosa. ¡Poner pies en polvorosa antes del Juicio Final! Pero el comandante había plantado metralletas frente al portón de nuestro campo. Le explicamos en vano que los alemanes nos iban a reventar en cuanto nos vieran, a sus compatriotas huidos de Alemania. Pero él sólo sabía cumplir las órdenes recibidas. Ahora esperaba las órdenes de lo que habría de pasar con el campo. Su propio jefe hacía mucho que se había largado, nuestra pequeña ciudad había sido evacuada, los campesinos de los pueblos vecinos ya habían huido. ¿Es que los alemanes estaban todavía a dos días de distancia, o ya a dos horas? Y eso que nuestro comandante ni siquiera era el peor, hay que ser justos con él. Para él todavía se trataba de una guerra auténtica, no comprendía la infamia, la magnitud de la traición. Al final llegamos con él a una especie de acuerdo tácito. Una metralleta se quedó frente a la puerta, porque no había habido una contraorden. Pero era de suponerse que no iba a poner mucho empeño en dispararnos cuando nos brincáramos el muro.

Entonces nosotros, algunas docenas de hombres, brinCamos el muro de noche. Uno de nosotros, Heinz se llamaba, había perdido la pierna derecha en España. Cuando terminó la guerra civil había pasado mucho tiempo en campos de internamiento en el sur. Sólo dios sabe por qué confusión él, que de veras ya no servía para nada en un campo de trabajo, había venido a dar con nosotros. A Heinz sus amigos tuvieron que ayudarlo a trepar por el muro. Se alternaban para cargarlo porque era apremiante, esa noche, huir de los alemanes.

Cada uno de nosotros tenía una razón de peso particular para no caer en manos de los alemanes. Yo mismo había logrado escapar de un campo de concentración alemán en 1937. De noche, había cruzado a nado el Rin. Eso me había enorgullecido mucho por aproximadamente medio año. Después sobrevinieron otras cosas más nuevas para el mundo y para mí. Ahora, durante la segunda fuga —del campo francés—, pensaba en la primera fuga —del campo alemán—. El pequeño Franz y yo trotábamos juntos. Igual que la mayor parte de la gente en esos días, teníamos el infantil objetivo de cruzar el río Loira. Evitamos la carretera, corrimos por los campos. Atravesamos pueblos abandonados, donde las vacas sin ordeñar mugían muy fuerte. Buscamos algo que morder, pero ya lo habían devorado todo: desde el arbusto de grosellas espinosas hasta el cobertizo. Quisimos beber, las tuberías estaban cortadas. Ya no oíamos disparos, el tonto del pueblo, el único que no se había ido, no nos supo dar razón de nada. Entonces, los dos sentimos miedo. Ese silencio de muerte era más angustioso que los bombardeos sobre los diques. Finalmente nos topamos con la calle París. Y realmente estábamos lejos de ser los últimos. Desde los pueblos del norte se desbordaba un mudo torrente de refugiados. Carros de adrales para recoger la cosecha, altos como las casas de los campesinos, cargados hasta el tope con muebles y con las jaulas de las aves, con los niños y los ancestros, con las cabras y los terneros; camiones con un convento de monjas; una niña pequeña, en una carreta que su mamá arrastraba; automóviles en los que estaban sentadas mujeres bonitas y muy tiesas con sus abrigos de pieles que habían logrado rescatar, pero los autos eran jalados por vacas, porque ya no había gasolineras; mujeres que llevaban en brazos a sus hijos agonizantes, incluso muertos.

En ese entonces se me ocurrió por primera vez el pensamiento, ¿de qué huyen realmente estas personas? ¿De los alemanes? Los alemanes estaban motorizados. ¿De la muerte? Seguramente también los alcanzaría en el camino. Pero ese pensamiento me sobrevino sólo por un momento y sólo al ver a los más miserables.

El pequeño Franz se subió a lo que pudo y yo también encontré lugar en un camión. Frente a un pueblo, otro camión chocó al mío desde atrás y tuve que seguir a pie. No volví a ver al pequeño Franz.

De nuevo, me aventuré por los campos. Llegué ante una casa de campesinos, grande, lejos de todo, habitada aún. Pedí de comer y de beber; para mi gran sorpresa, la mujer me puso un plato de sopa, vino y pan en la mesa del jardín. Al hacerlo, me contó que después de muchas discordias familiares justamente habían decidido marcharse. Ya estaba todo empacado, sólo tenían que estibarlo en el vehículo.

Mientras comía y bebía, los aviones volaban muy bajo, zumbando. Estaba demasiado cansado como para levantar la cabeza. Oí también, bastante cerca, una breve descarga de metralleta. No me podía explicar de ninguna manera de dónde provenía, también estaba demasiado agotado como para reflexionar al respecto. Sólo pensaba que seguramente después me podría subir al camión de esta gente. Ya estaban calentando el motor. Ahora, la mujer corría, agitada, entre el camión y la casa. Se veía cuánto le pesaba abandonar la hermosa casa. Como todas las personas en una situación similar, empacó apresuradamente todavía cuanta cosa inútil pudo. Después vino a mi mesa, me arrebató el plato, exclamó

​​—¡Fini!

Entonces veo cómo se queda boquiabierta, mira pasmada más allá de la cerca del jardín, me doy la vuelta, y veo, no, oigo, no sé si primero vi u oí o las dos cosas al mismo tiempo, quizá el camión encendido había ahogado el ruido de los motociclistas. Ahora dos se habían detenido tras la cerca, cada uno llevaba a dos hombres más en los asientos de copilotos, y vestían el uniforme verde y gris. Uno dijo en alemán, tan fuerte que lo alcancé a oír:

—¡Con un carajo!, ¡ahora también se rompió la correa nueva!

¡Los alemanes habían llegado! Me habían rebasado. No sé qué me había imaginado sobre la llegada de los alemanes: truenos y terremotos. Pero, en un principio, no sucedió nada más que el arribo de dos motocicletas detrás de la cerca del jardín. El efecto fue igual de grande, quizá todavía más. Estaba paralizado en la silla. Mi camisa quedó empapada en un santiamén. Lo que no había sentido durante la fuga del primer campo, y ni siquiera al descargar material bajo los aviones, lo sentí en ese momento. Por primera vez en mi vida sentí un miedo mortal.

Por favor, téngame paciencia. Llegaré pronto al asunto principal. Quizá lo entienda usted. Por lo menos una vez hay que contarle a alguien todo en orden cronológico. Hoy ni yo mismo me puedo explicar por qué tuve tanto miedo. ¿A ser descubierto? ¿Al paredón? En los diques pude haber desaparecido también sin tantas ceremonias. ¿A que me regresaran a Alemania? ¿A ser torturado lentamente hasta la muerte? Eso también me hubiera podido pasar cuando crucé a nado el Rin. Además, siempre me había gustado vivir al límite, siempre me sentí a gusto cuando se ponía fea la cosa. Y mientras pensaba en qué era lo que en realidad me había atemorizado de manera tan desmedida, empecé a sentir menos miedo.

Al mismo tiempo, hice lo más sensato y lo más simple: me quedé sentado. Justo había querido perforar dos agujeros más en mi cinturón y fue lo que me puse a hacer. El campesino entró al jardín con mirada inexpresiva y dijo:​​

—Ahora da exactamente lo mismo si nos quedamos.

—Claro —dijo la mujer—, pero tú te vas al cobertizo, yo puedo con ellos, ni que me fueran a comer.

—A mí tampoco —dijo el hombre—, si no soy un soldado, les mostraré mi pie zambo.

​​En ese momento, una columna entera de motocicletas se había detenido en el pastizal detrás de la reja. Ni siquiera entraron al jardín. Después de tres minutos, siguieron su camino. Por primera vez en cuatro años volví a oír órdenes alemanas. ¡Oh, cómo restallaban! No faltó mucho para que me hubiera levantado de un salto y adoptado la postura de firmes. Después oí que esa misma columna había bloqueado la calle por la que circulaban los refugiados y por la que yo había llegado hasta aquí. Todo el orden, todas las órdenes habían provocado el caos más espantoso, sangre, gritos de madres, la desintegración de nuestro orden mundial. Sin embargo, a estas órdenes les subyacía, como un zumbido, algo infamemente claro, vilmente honesto: ¡no hagan tantos aspavientos! Si su mundo se está viniendo a pique, si no fueron capaces de defenderlo, si permitieron que se les desintegrara de esta manera, entonces déjense de fruslerías, apuren el paso, entréguennos el mando.

De repente, me sentí muy tranquilo. Aquí estoy sentado, pensé, mientras que los alemanes pasan de largo e invaden Francia. Pero Francia ya había sido invadida muchas veces, y todos habían tenido que largarse de nuevo. A Francia la habían vendido y traicionado muchas veces, y también a ustedes, mis muchachos verdes y grises, ya los vendieron y traicionaron muchas veces. Mi miedo se había evaporado por completo, la suástica era un fantasma, vi al ejército más poderoso del mundo desfilar detrás de mi cerca de jardín y retirarse, vi desmoronarse a los reinos más insolentes y erigirse a los jóvenes y osados, vi a los ejércitos del mundo elevarse y descomponerse. Sólo yo tenía un tiempo inconmensurablemente largo para vivir.

Como sea, ahí acabó mi sueño de cruzar el Loira. Decidí dirigirme hacia París. Conocía allí a algunas personas decentes, en caso de que todavía lo fueran.

Redacción/SinEmbargo
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