Fernando Iwasaki

Neguijón, la historia del terrible gusano barroco que carcomía dentaduras

Fernando Iwasaki

Neguijón, la historia del terrible gusano barroco que carcomía dentaduras

Fernando Iwasaki

Neguijón, la historia del terrible gusano barroco que carcomía dentaduras

14/11/2021 - 10:00 am

Fernando Iwasaki habló con SinEmbargo sobre su novela Neguijón, publicada en 2005 y que es re-editada en México por Seix Barral, una historia de humor negro, y sobre que proyecta un gran dolor físico.

Ciudad de México, 14 de noviembre (SinEmbargo).– El escritor peruano Fernando Iwasaki investigaba los procesos de santidad en el Perú colonial, particularmente la historia de San Martín de Porres, cuando se encontró con el neguijón, un gusano “que carcomía la dentadura y que comenzaba la putrefacción del cuerpo que no paraba después de la muerte, sino que seguía devorando todo lo que quedaba de ti”.

“Las personas que iban a someterse al milagro dental de San Martín salían elogiando que nunca aparecían gusanos, neguijón o alimañas de la boca. Cada que me encontraba con eso me preguntaba qué son estas alimañas. Mirando en los diccionarios de la época —en el Covarrubias, en el Autoridades— me encuentro de lleno con el gusano”, compartió Iwasaki al hablar sobre su novela Neguijón, publicada en 2005 y que es re-editada en México por Seix Barral. 

El autor mencionó cómo le pareció maravilloso que el barroco en Europa y en América viviera absolutamente persuadido de la existencia de este gusano, al cual nadie había visto nunca. “Comprobé que era una criatura cuya existencia no estaba demostrada, pero que nadie dudaba de su existencia”, expresó.

Neguijón —como reseña la editorial— “es una novela histórica de humor negro, un relato precautorio sobre la salud y la suerte, y también acerca de que las ideas corrompen las mentes tanto como la enfermedad física hace con la carne”. 

Pero también es un texto que proyecta mucho dolor en cuanto a las descripciones que hace Fernando Iwasaki sobre los procedimientos que realizaban en el siglo XVII para hacer curaciones y extracciones tanto de la boca como del cuerpo.

En este caso, Iwasaki centra su narrativa en los procesos de extracción de todo tipo de dientes en los que incurre su personaje Gregorio de Utrilla, quien decidido a demostrar la existencia del neguijón no duda pasar por su silla de trabajo a varios conocidos que escapan con él de una cárcel en Sevilla y que por distintos azares se reencuentran en el Virreinato del Perú. Incluso, el sacamuelas intentará expoliar de su dentadura a una beata con tal de verse frente a frente con el gusano.

“Elegí el dolor de muelas porque es común entre hombres y mujeres, y también lo puede entender una persona del siglo XXI. El dolor de muelas no es ignoto, en algún momento de nuestra existencia todos hemos pasado por el sillón del dentista. Este dolor en concreto se prestaba más a la propuesta literaria”, compartió al respecto el autor.

La propuesta de Iwasaki abarca, además, la locura colectiva que se respiraba en una época, en la que existía un apego hacia las creencias místicas y fantásticas como la del propio neguijón, un aspecto que a decir del escritor peruano implantó la semilla de lo que después sería el realismo mágico latinoamericano; o cómo él escribe: “la mariposa hispanoamericana del realismo mágico, alguna vez fue un gusano barroco español”.

La portada de Neguijón. Foto: Cortesía Grupo Planeta.

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—Neguijón es un texto lleno de dolor, humor negro y referencias al Quijote. Pero antes que todo. Sé que el texto condensa años de investigación, en ese sentido ¿de dónde proviene esta idea del neguijón, un gusano que es el responsable de la putrefacción de los dientes, junto con sus dolores y olores?

—Todo comenzó porque yo investigaba acerca de los procesos de santidad en el Perú colonial. Me interesaba saber por qué durante una coyuntura muy particular, que fue el siglo XVII, miles de habitantes de Lima iban indistintamente a declarar a favor de la santidad de alguien o en contra de los pecados o las blasfemias o los pactos con el demonio de otras personas. Es decir, me parecía una especie de un gran babel místico o supersticioso con una serie de habitantes de Lima entregados a ser notarios de lo maravilloso. 

Entonces, uno de los santos coloniales peruanos fue San Martín de Porres, que era un santo mulato, que trabajaba en un convento como barbero. Nunca fue ordenado sacerdote. Era un hermano lego, ni siquiera era fraile. Porque al ser un mulato, y además hijo ilegítimo, no era posible aceptarlo como sacerdote. Este hermano lego se convirtió en un hombre que hacía curaciones milagrosas. Cuando leí su proceso de beatificación, lo que más me sorprendió fue la cantidad de gente que decía que le sacaban las muelas sin dolor. Aparte de que las muelas podían estar tan podridas que ya salían con un toquecito, sin dolor es imposible. Lo que quiere decir que dolía menos que con otros. Eso ya es una categoría distinta. 

Ahí fue cuando empecé a tropezarme con esta idea del gusano. Las personas que iban a someterse al milagro dental de San Martín salían elogiando que nunca aparecían gusanos, neguijón o alimañas de la boca. Cada que me encontraba con eso me preguntaba qué son estas alimañas. Mirando en los diccionarios de la época en el Covarrubias, en el Autoridades me encuentro de lleno con el gusano. 

Sabiendo cómo se llamaba el gusano, fue mucho más fácil localizarlo en varios libros y además darse cuenta de que Quevedo habla de ellos, que en el Guzmán de Alfarache se habla de ellos y en muchísimas obras de teatro. Comprobé que era una criatura cuya existencia no estaba demostrada, pero que nadie dudaba de su existencia. 

Me pareció maravilloso que el barroco en Europa y en América viviera absolutamente persuadido de la existencia de un gusano que nadie había visto nunca, pero que se entendía que era el gusano que carcomía la dentadura y que comenzaba la putrefacción del cuerpo que no paraba después de la muerte, sino que seguía devorando todo lo que quedaba de ti. Me parecía maravilloso.   

—Uno lee con dolor tu texto. Si bien te absorbe la historia de cómo estos personajes escapan de la cárcel de Sevilla y se reencuentran en el Perú, en el fondo hay mucho dolor. ¿Vivir en el siglo XVII era un acto de dolor, un acto de redención?

—El siglo XVII era el siglo de la imitación de Cristo. Es decir, el siglo en el que los curas, predicadores y toda la Iglesia católica era barroca y había llegado a la conclusión de que los seres humanos nos salvavamos a través del dolor. Entonces cuando no se producía había que buscarlo. Ya de entrada eso es una buena muestra de que el dolor no era algo de lo que el ser humano huía como en nuestra época. El dolor estaba ahí. Además, la humanidad de entonces era doliente porque, por ejemplo, nosotros nos cortamos una uña o se infecta, le echamos un antiséptico y se acabó. Pero en esa época esa infección no se detenía, seguía y podían amputar una falange de un dedo. Luego se sumergía en cera derretida y la infección seguía. El dolor estaba constantemente presente. 

Elegí el dolor de muelas porque es común entre hombres y mujeres, y también lo puede entender una persona del siglo XXI. El dolor de muelas no es ignoto, en algún momento de nuestra existencia todos hemos pasado por el sillón del dentista. Este dolor en concreto se prestaba más a la propuesta literaria. El dolor de parto habría sido imposible. 

En este libro hay unos niveles. Está el nivel libresco, tratar de comparar lo que se cuenta en el Quijote y con otros libros del Siglo de Oro. Está el nivel del lenguaje, porque las palabras de esta novela provienen del vocabulario del Siglo de Oro, pero al estar construidas con una sintaxis contemporánea te permite más o menos entender de qué se está hablando. Luego están las láminas, las imágenes, que transportan a otro nivel de comprensión. Al ver una imagen y leyendo un episodio, imaginas ese instrumento en tu boca, lo que me interesaba. 

Pero estuve apunto de utilizar como personaje no a un sacamuelas, sino a lo que en esa época ya se llamaba un urólogo. Eso hubiera sido para ahuyentar a todos los lectores. Los urólogos del siglo XVI y XVII no sabían lo que era la próstata, entonces cuando los hombres llegaban a esa edad en la que costaba mucho más orinar, cuando orinar se volvía una misión imposible, en el razonamiento plástico del urólogo de la época algo obstruía el conducto. Si algo lo obstruía, había que perforar e introducían una serie de alambres, incluso recalentados, para abrirse camino y que la orina fluyera. Lo que provocaba esa intervención era devastador. Si hubiera elegido esto, el lector, sobre todo masculino, habría huido de este libro. Tampoco se trataba de eso. Llega el momento en que pierde la gracia. 

Lo he explicado en conferencias con las láminas correspondientes de los tratados de cirugía, cómo había que introducir los hierros candentes. Se escuchaban las risas nerviosas del público viendo esas imágenes. Pero controlas esa explicación. En una novela no, está el lector solo con la narración y con las láminas. Siendo el mundo de la dentadura un mundo delicado, porque a ninguno de nosotros nos gusta que nos manipulen los dientes y las muelas, no es para tanto como en el caso de los urólogos. Fue mucho mejor dejarlo ahí. Sin embargo, en esta novela hay un personaje al que le extraen una piedra de riñón. La descripción de esa operación es tal cual como aparece en los manuales de cirugía del siglo XVI y XVII. Es decir, una incisión en la zona perineal de tal manera que se pudiera meter una tenaza y sacar la piedra, con lo cual no solo salía la piedra. Salía de todo. 

—También haces una narración de las encarnaciones… 

—Sin entrar en mucho detalle, le llamaban las callosidades de la verga. Pero se refería a la próstata. En la novela no podía emplear la palabra próstata porque habría pasado a hablar de esta época. El narrador de esta novela está en siglo XVII y no sabe lo que es la próstata. 

—¿En aquel entonces se vivían momentos de locura colectiva o cómo entender este apego por las creencias místicas y fantásticas? 

—En esa época se creía que la finalidad de la vida debía ser escatológica, es decir, todos estábamos en este valle de lágrimas para ir al juicio final y enfrentarnos a la suerte eterna de nuestra alma, donde una gran mayoría se iba a condenar y una minoría se iba a salvar. 

Salvarse era imposible porque según la mentalidad barroca, lo más sencillo era pecar. No solamente por los apetitos, deseos y debilidades, sino que leyendo a Santo Tomás se descubre que podías pecar cuando trozos de la hostia consagrada se te quedaban en las oquedades de la dentadura. Cosa que era muy fácil por cómo eran los dientes en la época y porque las hostias del siglo XVI o XVII no eran como las contemporáneas con una simple lámina. En esa época eran galletitas. Eso hacía más difícil que te la pudieras pasar. Sin embargo, no podías masticarla como ahora. Se te quedaba de las maneras más diversas. 

San Agustín decía que solo podías tener acto sexual conyugal ocho veces al año; ocho veces con tu legítima o tu legítimo. Además, no podías experimentar amor exagerado porque pecabas de adulterio. Pecar era muy fácil porque, con ocho veces al año, a la tercera te vienes arriba y eres adultero de todas maneras. 

Era imposible no pecar. La conciencia de la condenación era tan grande que la creencia en el purgatorio como lugar intermedio estuvo a la orden del día. El mundo colonial latinoamericano se entregó a ese espíritu contrarreformista de la buena muerte. La buena muerte estaba orientada no a salvarte a la primera yendo al paraíso, sino al inevitable lugar intermedio que era el purgatorio. Todos tenían la conciencia de que al purgatorio se iban a ir porque era imposible no pecar. El barroco te preparaba para la eternidad, no para la vida diaria en este mundo en concreto.    

—Una de las historias que insertas en tu texto, es la de cómo el Marqués de Montesclaros promovió al Quijote en América. Además son constantes las referencias a la obra de Cervantes. ¿Qué tanto permeó en el Virreinato de Perú y de la Nueva España el Quijote?

—No sé si permeó, pero lo que fue evidente es que fue un libro importante. En esa época los que leían y los que escribían no eran muchos. Bastaba con que el Marqués de Montesclaros en la Nueva España o en el Perú tuviera un grupo de poetas a su alrededor para favorecerlos. Era muy sencillo que cualquiera de ellos escribiera. También era muy sencillo que cualquiera de ellos leyera a Cervantes, las vidas de santos, que estaban a la orden del día. 

Lo que es verdad es que la primera edición del Quijote se vendió muchísimo por el mundo colonial hispanoamericano. Llegaron muchos ejemplares a México, a Cuba, a Guatemala y por supuesto al virreinato peruano. En el caso del virreinato peruano hubo una especie de representación en los Andes en un pueblo que se llamaba Paria, donde se escenificó una carrera y dentro de esa carrera uno de los jinetes era Don Quijote.  Coincidió con la llegada del Marqués de Montesclaros, quien era un hombre con pretensiones literarias. Se sabe que le escribían sus poemas otros poetas que tenía a sueldo en la Nueva España, el Perú y otros en la Península. 

Imagino que el mundo de los poetas y escritores tuvo que haber sido muy parecido en todas las épocas, es decir, todos eran como el miedo a los animales de ser. Esta novela deliciosa mexicana donde te presentan el mundo de los escritores peleándose, haciéndose zancadillas, creando grupos de unos contra otros. Siempre ha sido la literatura eso. Góngora y Quevedo estaban así. Lope de Vega con otros autores dramáticos de la época estaban igual. Cervantes cuando escribió el Parnaso hizo un inventario de los que a él le parecían los poetas más sobresalientes y estaba toda la mediocridad literaria de la España de la época. No estaban los nombres más importantes. A lo mejor Cervantes tenía su propio canon o tenía a sus propios amigos. Todo es posible. Me parece divertido imaginarse que el mundo de las letras de esa época tenía las mismas trifulcas del mundo de esta época. Por eso intento que el Marqués de Montesclaros parezca una especie de mecenas interesado en favorecer a unos, recompensar a otros, tal como ocurre en nuestra época.   

—Sugieres y te cito, “la mariposa hispanoamericana del realismo mágico, alguna vez fue un gusano barroco español”. Es decir, ¿consideras que el barroco español, con todo este misticismo, historias fantásticas, como la del neguijón y demás, resultaron en las bases, en configurarse como el antepasado, de la narrativa del realismo mágico latinoamericano?

–Absolutamente. Me parece que el primer latido del realismo mágico en español es el descenso a la cueva de Montesinos del Quijote. Por eso es que incluyo el descenso, pero en las cuevas de Aracena en Huelva. Me imagino que García Márquez, Carpentier, Rulfo, Manuel Escorsa, José de la Cuadra, y cualquiera de los narradores latinoamericanos que han escrito en esta línea, habrían resultado compatibles con este episodio concreto de El Quijote. 

Lo que ocurre con ese episodio concreto es que dialoga con lo que nos encontramos en La Silva de varia lección, por ejemplo, de Pedro Mejía. O dialoga con cualquier tratado de medicina de aquella época, donde si te metías alguna semilla de cualquier fruto en la oreja germinaba y te crecía el arbusto. O si el semen del hombre caía en la tierra, nacería un animalito porque el semen del hombre tiene ese poder. Toda esa mentalidad naturalista e ingenua es el fermento del realismo mágico.  

Obed Rosas
Es licenciado en Comunicación y Periodismo por la FES Aragón de la UNAM. Estudió, además, Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras.