Alejandro De la Garza
06/11/2021 - 12:04 am
Los trabajos del escritor
«Por educación y cultura, la escritura fue ocupación gratuita de clérigos, monjas (Sor Juana) y religiosos, de cortesanos y burócratas, quienes, para ganarse el pan, debieron desempeñar tareas para las autoridades eclesiásticas y virreinales».
El sino del escorpión sigue en trance ante la afirmación de Gustave Flaubert: “No pretendo vivir de la literatura, sólo quiero evitar que me arruine”, escribió el francés, a pesar de llevar una vida de aristócrata viajero, contar con un buen patrimonio familiar y gozar de una existencia holgada hasta sus últimos días, cuando ya cincuentón enfrentó apuros económicos.
Al parecer el oficio de escritor es una “vocación condenada”, pues exige la renuncia a cosas importantes en la vida, una capacidad casi autista para el aislamiento y un esfuerzo sostenido por mantenerse en la escritura espartanamente y sin esperar recompensa, nos dice el neurofisiólogo y extraordinario narrador Bruno Estañol en su libro La mente del escritor. Y todo, insiste el alacrán, mientras se lucha por ganarse la vida de cualquier forma. Desde esta perspectiva, la vocación literaria genuina resulta escasamente recompensada y en el proceso el escritor suele resultar lastimado si no de plano derrotado, añade el doctor Estañol.
La literatura mexicana se inició como crónica de soldados (Bernal Díaz del Castillo y Hernán Cortés), como denuncia de monjes y clérigos (Bartolomé de Las Casas) y luego como labor de doctos y eruditos complacientes con la retórica de la corte novohispana y la Corona española. Por educación y cultura, la escritura fue ocupación gratuita de clérigos, monjas (Sor Juana) y religiosos, de cortesanos y burócratas, quienes, para ganarse el pan, debieron desempeñar tareas para las autoridades eclesiásticas y virreinales.
Muchos escritores mexicanos de principios del siglo XIX, independentistas, románticos y liberales, fueron además maestros, funcionarios, burócratas, diputados y hasta aguerridos generales del ejército libertador, pero no dejaron de padecer dificultades económicas para subsistir y pagar la edición de sus libros, según recuerda en su diario el propio Altamirano. Fue hacia la mitad del siglo XIX cuando estos escritores encontraron en el periodismo un oficio remunerado con suficiencia como para dedicarse además a sus libros, y ese periodismo del XIX es fuente de nuestra mejor literatura, recuerda el escorpión.
Al inicio del siglo XX, la modernización del periodismo trajo la especialización del trabajo y con ella al reportero, ese producto moderno que comenzó a desbancar de las tribunas periodísticas a los literatos decimonónicos. Los escritores debieron entonces afinar sus trabajos periodísticos, defenderse con su estilo, su talento y su impulso literario de la nueva generación reporteril, la cual, en la inmediatez del reportaje y la nota diaria, solía olvidar la sintaxis. Las tareas periodísticas dieron así sustento económico a buena parte de los escritores de la generación del romanticismo, pero sobre todo a los modernistas: Othón, Nervo, Gutiérrez Nájera, Tablada y al mismo López Velarde. De ahí también el posterior surgimiento de los extraordinarios textos periodísticos de Novo, Villaurrutia, Cuesta, Owen, quienes, al no poder vivir de sus libros, nutren con su vasta cultura y su inteligente escritura las revistas y los diarios de su tiempo.
Al periodismo como fuente alterna de recursos económicos para los escritores, se suman luego otras tareas y oficios como la diplomacia, los cargos gubernamentales y las plazas académicas. En la segunda mitad del siglo XX, los escritores todavía encuentran espacios para publicar y ganar unos pesos en el periodismo cultural, alentado desde los años cuarenta por Fernando Benítez, Luis Cardoza y Aragón y Juan Rejano, entre otros personajes. En los cincuenta surgieron además las becas del Centro Mexicano de Escritores (financiado por la CIA, le insisten al venenosos), y si Rulfo era un gris archivista cuando publicó Pedro Páramo y Sabines vendía alimento para animales mientras escribía poemas, en el otro lado de la balanza (o de la vida), Fuentes y Paz fueron diplomáticos y embajadores.
A inicios de los años noventa surgieron también las becas del Fonca, un sistema de apoyo a muchos escritores nóveles, pero el cual, al mismo tiempo, generó una élite cuyos integrantes han acaparado becas hasta media docena de veces. Desde esos años, también los medios de comunicación masiva destacaron como fuente de empleo para los escritores convertidos en asesores, consultores, asiduos de mesas redondas y programas de discusión o noticias, guionistas o participantes permanentes en emisiones de radio y televisión.
En este nuevo siglo, los escritores se dedican al periodismo, los puestos públicos, los grados y las plazas académicas, las conferencias, la investigación en instituciones públicas y algunas privadas, la edición y corrección de revistas y libros, en menor medida a la diplomacia, y algunos otros se dedican a la publicidad o fungen incluso como copywriters, content-managers o blogueros.
Como vemos, los oficios y actividades paralelas son hoy ineludibles para los escritores, pues les permiten escribir, publicar y comer. Contra todo y sin desánimo, el alacrán termina con una epifanía de Enrique Vila-Matas: “los escritores, cuando no son pobres, son pobrísimos”.
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