Sandra Lorenzano
10/10/2021 - 12:00 am
Clases de historia o volver a los 17
¿Quién no quisiera que la vida la llevara nuevamente a los diecisiete (aunque, por favor, sin el miedo que, por lo menos yo, sentía a esa edad)?
Para María Luisa Capella
por su generosa sabiduría
Verónica es una profesora de historia de poco más de sesenta años, sobria, seria, apagada, que cumple con rigor, pero sin mayor entusiasmo, su trabajo en una escuela secundaria. Tampoco su vida personal parece demasiado atractiva: un marido con el que comparte largos silencios ante la televisión, rituales monótonos, nada de abrazos, ni de risas, ni de vida sexual. Dos hijos, ya adultos y con sus propias familias, tan convencionales ambos como todo lo demás. Verónica tiene cáncer.
Pero de pronto algo cambia. Una nueva estudiante llega al salón de clase y transforma la realidad de la bien portada profesora.
Éste es el comienzo de “Clases de historia” (México, 2018), la conmovedora película de Marcelino Islas Hernández, que en estos días puede verse en los cines del país, después de que el estreno fuera pospuesto más de un año por la pandemia. Este joven director ha encontrado en Verónica Langer su actriz fetiche, su Giulietta Masina mexicana (argen-mex, en realidad, agrego con orgullo), que le ha permitido explorar la sensibilidad femenina en tres films que muestran una clara línea de trabajo ética y estética. “Martha” y “La caridad” son los dos anteriores. Pero a diferencia de éstos, que cuentan historias dolorosas, como él mismo lo ha dicho, “Clases de historia” se va llenando de luz a medida que avanza, con enorme delicadeza, hasta convertirse en un hermosísimo y explosivo canto a la vida.
Eva (Renata Vaca), la adolescente rebelde, desafiante y vital, que llega a la realidad de Verónica, le descubre un mundo pleno de emociones, de sensaciones, de complicidades, de cuerpos que transgreden y gozan, de solidaridades amorosas. Pero esta transformación se va dando de manera sutil y paulatina. Ahí está la maestría del guion, del director y de la química entre ambas actrices. No es fácil derribar las barreras que nos han impuesto a lo largo de los años. No es fácil dejar de ser la “niña modelo”, la bien pensante, la juiciosa, la responsable, la sacrificada, la que usa colores sobrios y ropa recatada, la que renunció al placer quizás sin haberlo conocido, la que ha obedecido durante décadas el mandato social. ¿Es saber que está muriendo lo que autoriza internamente a Verónica a dejarse llevar por esta energía arrolladora de Eva? Tal vez. Pero eso no importa. La muerte no aparece más que como un dato. Lo que importa es esta revisión de la contención permanente, de las reglas que han marcado (¿y cercenado?) las posibilidades de una vida. Y los días se vuelven entonces una suma de emociones nuevas; Verónica explora música, colores, cuerpos, desafíos a las normas, alegría por el simple hecho de haber descubierto que se puede reír, se puede besar, se puede ¿por qué no? ser feliz.
La última parte de la película es casi una road movie, y las dos protagonistas son casi Thelma y Louise -en una versión mucho más dulce-, aunque una le lleve a la otra más de cuarenta años, y lo único que deseen sea estar juntas para visitar a un muerto o para encontrar una cueva -imagen que se repite varias veces- poblada de misterios.
Volver a los diecisiete
después de vivir un siglo
es como descifrar signos
sin ser sabio competente.
Estos versos los escribió Violeta Parra para hablar del amor como camino que nos regresa a la fe, a la alegría, a la fragilidad de la primera juventud.
De par en par la ventana se abrió como por encanto
Entró el amor con su manto como una tibia mañana
Y al son de su bella diana hizo brotar el jazmín
Volando cual serafín al cielo le puso aretes
Y mis años en diecisiete los convirtió el querubín
¿Quién no quisiera que la vida la llevara nuevamente a los diecisiete (aunque, por favor, sin el miedo que, por lo menos yo, sentía a esa edad)? ¿Quién no quisiera dejarse ganar por la risa, por la pasión, por el deseo? ¿Quién no está esperando, después de vivir un siglo, llegar como Vero y Eva a esa cueva, tal vez mágica, que se abre a la libertad?
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