Sandra Lorenzano
12/09/2021 - 12:03 am
El amor loco o nuestros aparecidos
Esta semana se cumplió un aniversario más de “nuestro” 11 de septiembre, el de 1973, el que ensangrentó a Chile y al mundo, el que ha quedado para siempre en nuestra memoria con las palabras de Salvador Allende pronunciadas mientras la Moneda era cobardemente bombardeada por el Ejército.
Trabajar con pedazos de materiales, con retazos de voces, explorar vagamente (digo, a la manera vagabunda) los géneros, la mascarada, el simulacro y la verbalizada emoción, ha sido mi lugar literario. Diamela Eltit [1]
Esta semana se cumplió un aniversario más de “nuestro” 11 de septiembre, el de 1973, el que ensangrentó a Chile y al mundo, el que ha quedado para siempre en nuestra memoria con las palabras de Salvador Allende pronunciadas mientras la Moneda era cobardemente bombardeada por el Ejército; con el recuerdo del canto de Víctor Jara asesinado a golpes en el Estadio Nacional; con la muerte tomando cada centímetro del territorio chileno para destruir el sueño que tantas y tantos estaban construyendo día a día.
Y justamente en estos días hemos celebrado la obra de Diamela Eltit, una escritora que surge en ese contexto de violencia y silenciamientos, y que ha señalado de manera punzante, a lo largo de su obra, los “espacios de desamparo” de la desgarrada sociedad latinoamericana.
Un homenaje doble a Diamela, ya que se anunció que fue elegida como ganadora del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2021, y casi al mismo tiempo estuvo en México recibiendo el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en el Idioma Español 2020, otorgado de manera conjunta por la Secretaría de Cultura y la Universidad Nacional Autónoma de México.
El proyecto literario de Eltit, crítico y transgresor, pareciera estar representado en una de las escenas más inquietantes de Lumpérica, su primera novela, publicada en 1983. En ella, la protagonista, “L. Iluminada”, estrella su cabeza contra un árbol, y luego: “Va hacia el centro de la plaza con la frente dañada -sus pensamientos- se muestra en el goce de su propia herida, la indaga con sus uñas…”. (Lumpérica, p. 15) [2] .
Sus textos son como esas uñas que indagan en una herida que nos pertenece a todos. Cada párrafo, cada línea actúan como una incisión sobre los olvidos privados y sociales, como un tajo sobre el que se vuelve una y otra vez impidiendo la cicatrización. Esa herida es la zona en la que nace su palabra.
…como hija de mi padre y de sus penurias, estoy abierta a leer los síntomas del desamparo, sea social, sea mental. Mi solidaridad política mayor, irrestricta, y hasta épica, es con esos espacios de desamparo. (Lumpérica, p. 22)
Aquí se ubica uno de los libros de Diamela que más me han conmocionado, El infarto del alma, y sobre él quisiera construir estas notas [3]. Libro heterogéneo y fronterizo que exaspera esta poética de la marginalidad en tanto gesto político. En él se encuentran una escritora y una fotógrafa, Diamela Eltit y Paz Errázuriz. Entre ambas construyen un objeto hecho de palabras y fotografías; pero no se trata de fotos comentadas ni de textos ilustrados, sino que ambos registros se imbrican de manera compleja y construyen así un discurso sobre un mismo objeto: el amor loco (y la reminiscencia bretoniana no es casual); es decir, la locura y el amor, o el amor entre locos, o las parejas de enamorados «en el hospital más legendario de Chile, el manicomio del pueblo de Putaendo».
Días antes he visto las fotografías. Ahora viajamos con Paz Errázuriz en dirección al hospital psiquiátrico del pueblo de Putaendo, un hospital construido en los años cuarenta para asistir a enfermos de tuberculosis y que (… ) luego es convertido en manicomio recibiendo pacientes de los distintos centros psiquiátricos del país. Enfermos residuales, en su mayoría indigentes, algunos de ellos sin identificación civil, catalogados como NN.
Los rostros de los aparecidos
«El valor cultural de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos», dice Walter Benjamin con relación al retrato, en «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica». En este sentido, preserva «esa función ceremonial y ya arcaica, cuya agonía se prolonga en la elección de la cara como objeto de representación privilegiado. Esta función se cumple, por ejemplo, cuando acomodamos un retrato junto a otro en nuestro álbum familiar. Como espíritus tutelares que conservan parte de una historia pasada, esas miradas antiguas son la cifra de nuestra memoria. Pero, ¿cuál es la memoria que se cifra en los rostros que nos miran desde El infarto del alma? El gesto social que significa seleccionar y agrupar una cantidad de imágenes es confrontado por este reverso de álbum, por este lado oscuro del recuerdo que construye Paz Errázuriz. No es la memoria familiar la que está allí, sino la memoria de las cancelaciones sociales.
Durante la dictadura militar chilena, quienes demandaban conocer el paradero de las y los detenidos-desaparecidos portaban fotografías. No eran fotos sacadas del álbum de la familia, sino del registro fotográfico del Estado, en un gesto a través del cual se le disputaba a las instituciones la propiedad sobre las retratados y se las reintegraba al ámbito doméstico, familiarizando las imágenes más impersonales de cada uno: aquellas que otorgan identidad oficial. Antígona frente a Creón. En El infarto del alma, las fotos de Paz Errázuriz corroboran la existencia de aquellos que parecen haberlo perdido todo, de «las seres más desprovistos de la tierra». Y también entran en disputa con la posesión estatal de esos cuerpos. ¿Desde qué posible familia se hace aquí el reclamo? «Tía Paz» la llaman las internos, «Mamita» le sopla una mujer en el oído a Diamela Eltit. «Ahora yo también formo parte de la familia; madre de locos».
Tanto en las fotos de desaparecidos como en las del psiquiátrico se trata de convocar a quienes el poder represivo ha decidido ocultar o borrar. Sin embargo, con relación a las de Putaendo, es toda la sociedad la que desvía la mirada; esos cuerpos encerrados condensan para ella sus peores terrores, los sueños de transgresión llevados al extremo. La razón encierra así al que actúa los desórdenes de la sinrazón, aun a sabiendas de que el límite entre una y otra es frágil, muchas veces indefinible. Escribió Antonin Artaud:
La sociedad mandó a estrangular en sus manicomios a todos aquellos de quienes quería desembarazarse o defenderse porque habían rechazado convertirse en cómplices de algunas inmensas porquerías [4].
Las fotos de desaparecidos le dicen al estado que los que ahora no están, existieron. Las fotos de Paz Errázuriz son las de nuestros aparecidos; rompiendo un tácito pacto de silencio, nos muestran a aquellos que hablan «el lenguaje excluido» de la locura.
La nave los enamorados
Antes de que se crearan los manicomios como lugares de encierro, es decir, antes de que la locura dejara de ser la contracara complementaria de la razón y se convirtiera en asunto a la vez médico y policial, los locos expulsados de las ciudades eran entregados, muchas veces, a la custodia de un barquero. De ahí nace la imagen medieval de «la nave de los locos».
El infarto del alma propone un recorrido fragmentario por ese «desorden simbólico» que signaba el viaje. Desde los intersticios y los silencios, en el tenso equilibrio de los límites, el texto se escribe sobre esos rostros que aun siendo los «prisioneros de la travesía», como los llamó Foucault, navegan a la deriva. Frente a ellos: los altos muros de Putaendo, producto de la gélida caridad del Estado. Entre esas paredes, la ley clasifica, describe, sin llegar al centro desgarrado de la psicosis. El delirio como una evasión dolorosa; el loco sufre dentro de sí todos los males del universo. Si para los demás «…’el infierno son los otros’, para el loco el infierno está en sí mismo» [5].
Sin embargo, es posible el amor.
...los pacientes enamorados en el interior del hospital psiquiátrico del pueblo de Putaendo (… ) realizan el rito amoroso, amando al otro con la misma intensidad que tiene el grado de su enfermedad». (… ) «Después de todo los seres humanos se enamoran como locos. Como locos.
Páginas y páginas se han escrito intentando develar ese misterio del amor y de la locura que produce. Muchísimas menos sobre este territorio que explora Eltit: el ritual amoroso presente en un manicomio. Entre esos enamorados, «los más ajenos e irreductibles de la tierra».
Y ese amor es entonces también una transgresión política, una prueba de la certeza de su existencia, por encima de exclusiones estatales.
Con la metáfora amorosa adherida materialmente a sus cuerpos, los asilados del pueblo de Putaendo sufren el encierro sentimental de sus conductas y enmarcados entre las paredes o en el reducido intersticio de un violento ataque de furor, buscan disminuir su mal al perderse en otra cara que les reafirma, pese a todo, su profunda humanidad.
Las imágenes del libro, como la propia locura, seducen y rechazan a la vez. En esas miradas se encuentran nuestras miradas, esos rostros podrían ser los nuestros. El resquicio por el que espiamos nos convoca a ser parte de lo que vemos, pero a la vez nos protege. Como una cámara, quizás; como una lente que se interpusiera entre nuestros ojos y el mundo.
El infarto del alma busca explicarse, a través de los enamorados de Putaendo, el enigma del «amor loco»; la línea que va de la imagen emblemática, casi un cliché, de los hombres y mujeres «locamente enamorados» a este reflejo deformado del amor en un manicomio.
Hay tantos enamorados que ya pierdo la cuenta. «Él me da té y pan con mantequilla». «La cuido yo». Se alimentan un poquito y se cuidan como pueden y a la manera radiográfica veo la gran metáfora que confirma a toda pareja; la vida entera anexada a un otro por una taza de té y un pan con mantequilla.
«¿Cuál es el lenguaje de este amor?» se pregunta el texto. Cuál es el lenguaje de todo amor, se preguntaba Julia Kristeva y decía aquello que Diamela Eltit irá descubriendo en este viaje: «el lenguaje amoroso es un vuelo de metáforas…” [6].
No saben ver la hora, no saben leer, no saben cuántos años están internados en el hospital. Pero él le da té y pan con mantequilla. Ella lo cuida.
Allí está el amor, y está el deseo, y está la pasión por la palabra; los núcleos a través de los cuales Diamela Eltit mirará, junto al ojo de la cámara de Paz Errázuriz, los cuerpos marcados, pasando a uno y otro lado del espejo.
Sobre la herida que nos infligen los locos enamorados, están las uñas implacables del texto de Eltit y ninguna forma de esquivar la mirada de estos, nuestros aparecidos.
***
[1] Diamela Eltit, “Errante, errática” en Juan Carlos Lértora (ed.), Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit, Santiago de Chile, Para Textos/Ed. Cuarto propio, 1993, p. 20.
[2] Lumpérica, Santiago de Chile, Las Ediciones del Ornitorrinco, 1983.
[3] Diamela Eltit, Paz Errázuriz, El infarto del alma, Santiago, Francisco Zegers Editor, 1994. Las páginas del libro no están numeradas.
[4] Antonin Artaud, Van Gogh: el suicidado de la sociedad y Para acabar de una vez con el juicio de Dios, Madrid, Ed. Fundamentos, 1975.
[5] Ana Levstein, “La invención de la locura en Michel Foucault” cit. en: Estudios Revista del Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, núm. enero-junio 1995.
[6] Julia Kristeva, Historias de amor, México, Siglo XXI, 1987.
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