Carlos A. Pérez Ricart
31/08/2021 - 12:00 am
Habló Félix Gallardo; Palacio respondió
Se sabe: La suerte y los buenos negocios no duran para siempre.
Miguel Ángel Félix Gallardo nunca tuvo mucho que perder. Nació cerca de Culiacán en 1946. A los 17 años ya era guardaespaldas de Leopoldo Sánchez Celis, otrora gobernador de su estado natal; ahí, al lado del poder, conoció el potencial económico que ofrecía el negocio de la marihuana; también, junto al ex gobernador, aprendió que el mal y el bien son solo dos caras de una misma moneda.
Félix Gallardo se mudó a Guadalajara a finales de los años setenta, ciudad en la que, junto a otra media docena de narcotraficantes provenientes de Sinaloa, y en alianza con el llamado Cartel de Medellín, creó la primera red de importación y exportación de cocaína colombiana. Al hacerlo, las costas del pacífico mexicano desplazaron —de una vez y quizás para siempre— la tradicional ruta caribeña por la cual se solía distribuir la cocaína sudamericana con dirección a Miami. Ese cambio —aparentemente tan insignificante como el aleteo de una mariposa— modificó para siempre la historia del narcotráfico mexicano.
Durante sus años de gloria (1977-1985), Miguel Ángel Félix Gallardo construyó un imperio criminal nunca antes visto en el México contemporáneo. ¿Su clave? Organizar el tráfico de drogas en torno a un modelo profesional de negocios. A diferencia del resto de sus contemporáneos —avezados a pensar poco en el largo plazo— Félix Gallardo supo combinar sin esfuerzo sus negocios ilegales con otros lícitos; compró hoteles, bienes raíces y comercios; dirigió consejos directivos de bancos y cámaras empresariales; tejió relaciones de amistad y compadrazgo con las élites políticas de México; y, sobre todo, supo aprovechar la intrínseca corrupción de la vieja Dirección Federal de Seguridad para proteger y ser protegido.
Se sabe: La suerte y los buenos negocios no duran para siempre. Hacia 1984 Félix Gallardo ya era objetivo de la oficina de la DEA en Guadalajara. Al Jefe de Jefes le habían cerrado varias cuentas bancarias, detenido varias avionetas repletas de droga, y confiscado cultivos de marihuana. En lugar de hacerle caso a la prudencia y desaparecer por unos meses en las montañas, Félix Gallardo dobló su apuesta y organizó, en febrero de 1985 —en tándem con Caro Quintero y Ernesto Fonseca— el secuestro del presunto culpable de las operaciones policiales contra su imperio criminal, el famoso agente de la DEA Enrique Camarena. En ese acto —y en la posterior tortura y asesinato de Camarena— comenzó el declive de Félix Gallardo.
Félix Gallardo logró sobrevivir las redadas que siguieron al asesinato de Camarena y supo esconderse, a salto de mata, por cuatro largos años. Finalmente, en abril de 1989, fue detenido en Guadalajara por quienes antes habían sido sus aliados; fue golpeado, torturado y, poco después, recluido en el penal de alta seguridad del Altiplano, mejor conocido como Almoloya. Desde entonces, todo ha sido mito, olvido y silencio para él.
Hace dos semanas, más de 32 años después de su detención, Miguel Ángel Félix Gallardo dio su primera entrevista en televisión. La imagen que capturó la cámara es más bien sórdida: un viejo de 75 años que apenas puede caminar, está prácticamente sordo y está falto de un ojo. En la entrevista a la cadena Telemundo no dijo nada relevante: negó haber conocido a sus socios de toda la vida (Caro Quintero y Ernesto Fonseca), así como haber estado involucrado en el caso Camarena. Además, se retrata como un hombre de familia, ganadero, agricultor.
La entrevista a Telemundo, sin embargo, no parece gratuita. Su aparición en televisión, al lado de un tanque de oxígeno y con el brazo izquierdo en cabestrillo, parece tener un remitente claro: el presidente de México. A éste, en un pedazo de la entrevista, se refirió como “un hombre de buena voluntad que está combatiendo la desigualdad social”. ¿Un elogio gratuito?
Hace apenas un mes, Andrés Manuel López Obrador anunció un plan para iniciar un proceso de amnistía a presos mayores de 75 años, así como para quienes padezcan de enfermedades crónicas y sean mayores de 65 años. Aunque en principio el plan solo contempla a reos condenados por delitos de fuero común (el narcotráfico es un delito federal) y que no hayan sido procesados por delitos graves, la decisión del presidente presenta una ventana de oportunidad única para el traficante sinaloense para ahorrarse los ocho años de prisión que aún le quedan por purgar. La cosa se puso aún mejor para nuestro personaje cuando el pasado 20 de agosto, en su rueda de prensa matutina en Palacio Nacional, cuestionado por la entrevista del viejo capo, el presidente de México le agradeció sus palabas a Félix Gallardo y afirmó que “si se justifica, sí, desde luego que sí [le daría la amnistía] porque él, por edad y por enfermedad, podría salir [de la cárcel]”.
El asunto tiene toda la pinta de acabar mal. Un eventual amnistía a Félix Gallardo causaría en Estado Unidos más y mayor furia que la ocasionada por la misteriosa liberación de Rafael Caro Quintero en 2013, resultado de una extraña decisión de un Tribunal en Jalisco que alegó un defecto de forma en la sentencia. Cuando la decisión de aquel Tribunal llegó a los oídos de la PGR y de la DEA, Rafael Caro Quintero ya había salido por su propio pie del Penal Estatal de Jalisco. Era demasiado tarde: desde entonces nada se sabe de él.
Hoy, ocho años después, el gobierno de Estados Unidos mantiene a Caro Quintero en su lista de los diez delincuentes más buscados y ofrece hasta veinte millones de dólares por información que conduzca a su arresto. La liberación de Caro Quintero brindó la evidencia que necesitaban los halcones de Washington para mostrar que aún quedan viejos presos protegido por altos cargos del gobierno mexicano.
Liberar a Félix Gallardo solo ocasionará un conflicto diplomático con el potencial de poner en jaque las negociaciones que buscan relanzar la cooperación en materia de seguridad entre México y Estados Unidos. El consejo es simple: si el presidente de México va a tensar el tablero diplomático con los Estados Unidos que lo haga por una cuestión de fondo, no en un juego de peones en el que hay poco que ganar y mucho que perder.
La posible amnistía del antiguo Jefe de Jefes y supuesto creador del (mal llamado) Cartel de Guadalajara, continuará, además, alimentando la idea —a mi juicio absurda— de que el presidente de México tiene como prioritario mantener lazos fraternos con las familias sinaloenses dedicadas al tráfico de drogas. Tras la fallida captura de Ovidio Guzmán en Culiacán, el saludo fraterno a su abuela en Badiraguato, y la vuelta a México sin consecuencias del General Cienfuegos, el mensaje que se enviaría a Estados Unidos no podría leerse sino en clave de desconfianza y sospecha.
Haría mal el jefe del ejecutivo al transformar un posible acto humanitario en un conflicto diplomático. A veces —casi siempre— la ética de la responsabilidad debe privar sobre la ética de la convicción. Avisado está el presidente.
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