El Gobierno estadounidense finalmente la ha reunido de nuevo con sus dos hijos, después de separarlos hace más de tres años en la frontera entre Estados Unidos y México.
Por Claudia Torrens
FILADELFIA, 25 de mayo (AP).- Keldy Mabel Gonzales Brebe se siente un poco atrapada en el barrio de Filadelfia donde vive, con las casas pegadas unas a otras, el sonido ocasional de disparos y la gente inyectándose heroína debajo de los puentes.
Pero, aun así, Keldy respira con alivio cada día.
El Gobierno estadounidense finalmente la ha reunido de nuevo con sus dos hijos, después de separarlos hace más de tres años en la frontera entre Estados Unidos y México.
Esta mujer de 37 años huyó de Honduras con su familia después de recibir amenazas. Quería pedir asilo y pensaba que viviría en paz en Estados Unidos. Sin embargo, la historia fue otra: apenas cruzaron la frontera, la separaron de sus dos hijos adolescentes, la enviaron a un centro de detención y la deportaron bajo políticas de “tolerancia cero” del expresidente Donald Trump para controlar la inmigración ilegal. Los niños fueron entregados a parientes en Filadelfia.
Keldy no iba a quedarse sin hacer nada más. Tras ser deportada, huyó de nuevo de Honduras, hacia el norte, aunque no pudo llegar más allá de Ciudad Juarez, México, en la frontera con El Paso, Texas. Desde ahí luchó los últimos dos años para volver a reunirse con sus hijos.
Fue una época en la que se perdió sus cumpleaños y cuatro Navidades. En videollamadas veía cómo crecían. Ya no eran niños, comenzaba a salirles barba.
“Hubo un tiempo en que pensé que no les iba a volver a ver”, dijo.
Tres años y medio después de la separación, Estados Unidos ha puesto punto final a muchas de las políticas migratorias de mano dura que impuso Trump, entre ellas la de Keldy.
Ella fue una de cuatro padres y madres a quienes el Gobierno estadounidense permitió regresar a Estados Unidos durante la primera semana de mayo con un estatus legal temporal para reunirse con los hijos de los que fueron separados. Alejandro Mayorkas, director del Departamento de Seguridad Interna de Estados Unidos, calificó el esfuerzo como “sólo el principio” de una amplia campaña para reunificar a familias separadas por el Gobierno de Trump.
Según documentos judiciales, más de 5 mil 500 niños fueron separados de sus padres. La odisea de la familia de Keldy ilustra lo que muchos padres y niños podrían vivir al reunirse de nuevo y tratar de recuperar el tiempo perdido.
Keldy se siente agradecida de estar con su familia, libre de amenazas de muerte y del dolor de la separación.
Pero también enfrenta los retos de la vida diaria. Mino, su hijo mediano, abandonó la escuela hace unos meses para ayudar a pagar la renta de la casa en la que viven seis miembros de la familia. No hay mucho espacio y Keldy duerme en un sofá cerca de la entrada.
Quiere trabajar, pero con ella vive también una sobrina de 7 años con autismo y su madre de 75, a quienes cuida. Keldy pasa horas limpiando y cocinando y no sale mucho. La inmigrante lleva tan sólo tres semanas en Filadelfia, pero ya ha visto lo que también sucede en el día, incluyendo a drogadictos en las calles de Kensington, el barrio en el que viven.
“Aquí disparan a cada rato. Cuando salimos con mi hermana, tal vez que vamos a hacer un mandadito rápido, ya miramos de que si hubo un muerto o así,» dice. “En La Ceiba, donde crecí, era así”.
Honduras es bonito pero “nos ha marcado la vida”, dice la migrante. Su país forma junto con El Salvador y Guatemala el llamado Triángulo del Norte, desde donde cada año salen miles de centroamericanos intentando rehacer su vida en Estados Unidos.
Ella y su familia vivían en la costa norte del Caribe de Honduras. Su esposo era un guía que llevaba a turistas al bosque tropical de La Mosquitia o al río Cangrejal, a hacer rafting.
Keldy era una ama de casa y a veces cocinaba para los turistas que iban en estas expediciones.
Las pandillas dominaban algunas zonas y pedían su “impuesto de guerra” a los negocios y gente de los barrios. Para los que no pagaban, el castigo era la muerte.
A uno de sus hermanos, un conductor de autobús, lo mataron unos pandilleros en 2006.
“Mi hermano era un busero y no tenía cómo pagar. No era él el que tenía que pagar, era el dueño del bus, pero lo mataron a él”, dijo.
En 2011, la familia de Keldy y otras decidieron comprar unas parcelas de tierra. La pandillas, sin embargo, no estaba de acuerdo y amenazaron a otro de sus hermanos. Lo mataron después de que éste lo reportara a las autoridades. Keldy testificó contra los asesinos y después recibió numerosas amenazas. Se enteró de que pusieron precio a su cabeza.
La familia entera huyó a México en el 2013, pero fueron deportados por el Gobierno mexicano.
De nuevo en Honduras, huyeron a una zona montañosa llamada El Naranjo. En 2017, sin embargo, los vecinos le dijeron a Keldy que había gente preguntando sobre sus horarios: ¿A qué hora salía de casa normalmente? ¿A qué hora llegaba?
El miedo volvió y la familia huyó hacia Estados Unidos.
En 2017 cruzó la frontera con su hijo menor, Erick, que ahora tiene 17 años, y su hijo mediano, Mino, hoy de 19.
Planeaban pedir asilo, así que saludaron con los brazos cuando vieron a una camioneta de la patrulla fronteriza en el desierto de Nuevo Mexico. Ella y sus hijos fueron llevados a una celda en un centro de detención en Deming, Nuevo México. Pensaban que en algún momento serían liberados y se podrían reunir con Alex, hijo mayor de Keldy y quien había cruzado la frontera el mismo día por Arizona.
Lo que no sabían era que el Presidente Trump había impuesto medidas extraordinarias para limitar el asilo, acusando de criminalidad a cualquiera que entrara a Estados Unidos ilegalmente desde México y lo cual se traducía en la separación de miles de niños de sus padres.
Menos de dos días después de llegar a Estados Unidos, Keldy fue esposada y separada de sus dos hijos.
“En ese momento me sentí incapaz de poder hacer algo,” dijo Keldy, con lágrimas en los ojos. “Hubo un momento en que me eché la culpa porque los traje a algo inseguro, porque fueron quitados de mis mismas manos y sin poder hacer nada”.
Erick y Mino se sentían desolados.
“Nosotros lloramos con mi hermano porque nos dejaron solos ahí y estaba bien frío. Sólo nos dieron como un nylon o algo así,” dijo Erick, que tenía 13 años en ese momento. Su hermano Mino tenía 15.
Fueron llevados a un centro de menores.
Mino, que usa lentes y sonríe a menudo, dijo que no sabía qué hacer en ese centro. Estaba lleno de otros niños que esperaban reunirse con un padre, madre o pariente en Estados Unidos.
“No experimentaron lo mismo que nosotros porque ellos vinieron solos. No vinieron con la mamá. No sintieron el gran dolor que yo sentí cuando me separaron de ella,” dijo el joven.
El Gobierno les permitió reunirse con parientes en Filadelfia. Su hermano Alex, de ahora 21 años, se convirtió en su guardián legal. Mantiene a la familia, trabajando en la construcción.
Keldy, sin embargo, estuvo en un centro de detención de los Servicios de Inmigración y Control de Aduanas en El Paso, Texas, durante más de un año. Fue deportada a San Pedro Sula, en Honduras, en enero del 2019.
Sin pensarlo, inició de nuevo su camino hacia el norte y vivió en Tapachula, Ascensión y Ciudad Juarez, en México, esperando una oportunidad para ingresar en Estados Unidos.
Sobrevivía con el dinero que le enviaban sus hijos, sus hermanas y su marido. Veía a sus hijos en llamadas por video y recuerda las graduaciones y las cuatro navidades que pasó sin ellos. Este enero, Erick no quería salir de su habitación en su cumpleaños número 17.
“Se sentía solo,” dijo Keldy. “Yo no estaba allí”.
Las clases virtuales durante la pandemia son un problema para ambos adolescentes, que dicen que les cuesta entenderlas. Mino finalmente abandonó la escuela en diciembre. Los hermanos dicen que pueden leer en inglés, pero no hablarlo.
En Ciudad Juárez, Keldy caminaba cada mañana hasta la frontera, donde podía ver los puentes que se dirigían a El Paso, Texas, y rezaba. Conocida por otros como “la pastora”, bendecía y oraba con otros migrantes y en los albergues para migrantes, escuchando a otros que sufrían, al igual que ella.
“Yo les decía que creyeran, que no pusieran duda, que venía una respuesta grande a nuestras vidas,” dijo.
La respuesta que ella esperaba con ansia llegó el mes pasado. Linda Corchado, directora de servicios legales para Las Americas Immigrant Advocacy Center, una organización sin ánimo de lucro en El Paso, la llamó: el gobierno de Biden estaba intentando reunir a familias separadas hace años en la frontera. Keldy necesitaba fotografías tamaño pasaporte.
Corchado había estado intentando obtener un permiso humanitario para Keldy y finalmente lo logró.
“Me alegré tanto porque ya me vino a mi mente y mi corazón una sensación de que esto ya era lo final, ya,» dijo. “Dos semanas después la abogada me dijo ‘Keldy parece que va a entrar el martes 4’”.
Y así fue. Entró a Estados Unidos el 4 de mayo con Corchado, a través del Puente de las Américas.
Tomó un vuelo a Dallas y luego otro a Filadelfia. En esos aviones pensaba en las primeras palabras que les diría a sus hijos.
“Al final sólo quería decirles a mis hijos que los amo. Esa es la palabra que yo quería decirle a mis hijos. Que los amaba,” dijo.
Un video muestra la reunión familiar en casa de una sobrina, con Keldy llorando mientras sus hijos la abrazan. “Hola mi amor, amor mío,» se oye en el video, en el que casi no se ve el rostro de Keldy, hundido entre los brazos de sus hijos.
Están juntos, aunque la vida aún no es fácil.
Desde que llegó, Keldy limpia y cocina. También graba sus oraciones y las cuelga en Facebook para que otros las escuchen. Cuando explica su historia a una periodista, hay alivio en su voz pero también preocupación. Se pregunta si la estructura de la casa es firme y habla de la fragilidad de las escaleras.
No sale mucho: Kensington ha sido a menudo puesto como ejemplo de barrio que sufre los efectos de poca inversión, crimen y la problemática del abuso de drogas.
La hondureña quiere trabajar, pero le preocupa dejar a su madre sola en casa. El otro día a la madre se le olvidó que cocinaba y de repente Keldy vio fuego en la cocina. Se quemó parte de una mano apagándolo y ahora le han quedado las marcas en la piel.
“No sé qué hacer. Me gustaría trabajar, pero quién va a cuidar a mi madre y a Dana?”, pregunta refiriéndose a la sobrina que adoptó legalmente como su hija.
El esposo de Keldy cruzó la frontera hace cinco años. Vive en Texas y de vez en cuando envía dinero a la familia.
Las Américas ha conectado a la familia con especialistas de salud mental que hablarán con Keldy y sus hijos de forma virtual para ayudarles a lidiar con el trauma de la separación.
Corchado, la abogada, dijo que Keldy tiene ahora un permiso humanitario válido por tres años, pero espera que el Gobierno de Biden la ayude a ponerla en camino de lograr la ciudadanía estadounidense. Corchado también se asegura de que Keldy esté bien.
“No queremos simplemente las puertas abiertas para Keldy. Queremos que tenga una vida plena en Estados Unidos,” dijo Corchado. “No debería dormir en un sofá después de las horribles experiencias que ha sufrido.”
Pero para Keldy, de momento, el estar con sus hijos es suficiente. Sabe que es mucho más de lo que tienen otros migrantes.
“Todos los días le ruego a Dios que entren las demás madres y padres (a Estados Unidos) porque es tan duro. Yo tengo comunicación con ellos y lloran por sus hijos,” dice Keldy. “Me dicen ‘¿Qué sabes? ¿No has sabido nada?’ Yo siempre les digo que sólo tengan paciencia, que lo van a lograr”.