El psicólogo español Miguel Nogueras explica por qué los seres humanos tendemos a albergar creencias infundadas y por qué nadie está a salvo de «tragarse» un rumor si se dan las condiciones adecuadas.
Por David Romero
Ciudad de México, 19 de enero (RT).- Si algo ha marcado el devenir histórico del mundo a lo largo del último año es la incertidumbre. Cuando la comunidad internacional empezaba a afrontar la grave crisis ecológica que aún amenaza nuestro planeta, estalla una pandemia global sin precedentes que tiñe la realidad humana de un inquietante tono distópico y sume al mundo en un caos de enfermedad, muertes y desconcierto político a escala global.
En esas condiciones terminaba el año 2020, y apenas una semana más tarde, el Capitolio de Washington, uno de los centros neurálgicos del poder mundial, aparece invadido por una turba violenta liderada por hombres vestidos con pieles y cuernos de bisonte. La palabra incertidumbre empezaba a quedarse corta.
Y es que la incertidumbre es una gran enemiga del pensamiento lógico, y a veces logra doblegarlo, volviéndolo disfuncional: ese es el origen psicológico de las falsedades, del pensamiento conspiranoico y de las creencias falsas, otro de los fenómenos masivos que hemos visto aflorar profusamente a lo largo de los últimos meses.
ASALTO AL CAPITOLIO, JUECES CONSPIRANOICOS Y NIEVE DE PLÁSTICO
No hace falta profundizar demasiado en las hemerotecas. Tres sucesos de este mismo mes de enero bastan para calibrar el tamaño de este fenómeno, los extremos que puede alcanzar y su capacidad para penetrar en las instituciones e influir en la vida pública.
Uno de ellos es el mencionado asalto al capitolio perpetrado por hordas de seguidores de Trump. Según ha trascendido, muchos de ellos son adeptos de una delirante teoría llamada «QAnon», según la cual hay una trama secreta contra Trump y sus seguidores, orquestada por políticos y altos funcionarios del partido demócrata y celebridades de Hollywood, todos ellos aficionados a la pedofilia y al satanismo. Esta trama pretendería derrocar a Trump para imponer un nuevo orden mundial dirigido por figuras como Bill Gates, Georges Soros, Barack Obama y Hillary Clinton, probablemente con la connivencia del Papa Francisco.
Pocos días después tenía lugar otro hecho preocupante, más limitado en su alcance pero igualmente sintomático de la permeabilidad de las instituciones a este tipo de pensamiento conspirativo: los jueces titulares de un tribunal de Perú afirmaban sin sonrojo, en una sentencia, que la pandemia de coronavirus había sido «creada» por «las elites criminales que gobiernan el mundo», a través –una vez más– de Bill Gates, George Soros y la familia Rockefeller, que siguen «manejándola con un secretismo a ultranza».
Y como ejemplo del grado de distorsión de la realidad que puede alcanzar el pensamiento conspirativo vale el caso de una mujer española que afirmó en las redes sociales que la nieve caída en España durante los días 8 y 9 de enero era en realidad «plástico». «Nos siguen engañando», afirmaba la mujer en un video que se volvió viral, en el que trataba de demostrar su delirante teoría quemando una bola de nieve con un mechero. «No es nieve de verdad», insistía.
UN «EFECTO COLATERAL» DE CÓMO PROCESAMOS LA INFORMACIÓN
Para profundizar en el fenómeno de la masiva proliferación de mentiras y de la llamativa cantidad de personas dispuestas a creer en ellos, el psicólogo, divulgador científico y profesor Ramón Nogueras escribió el libro Por qué creemos en mierdas (Kailas, 2020), en el que desentraña el mecanismo psicológico que nos hace proclives a aceptar teorías no contrastadas y en ocasiones claramente incompatibles con la realidad.
«Las personas creemos en rumores porque es un efecto colateral de cómo procesamos la información», establece inicialmente Nogueras, señalando que «somos animales muy buenos buscando patrones y encontrando relaciones entre cosas, y la mayoría de las veces acertamos, pero no siempre».
En esa misma línea, el psicólogo destaca que «los humanos somos máquinas de buscar explicaciones, y nos cuesta mucho conformarnos con que algo es así por casualidad, o incluso con decir ‘no lo sé'».
«Un ser humano puesto frente a un fenómeno que no entiende –añade Nogueras– automáticamente intentará generar una explicación, porque eso es lo que nos ha permitido progresar como especie».
«El problema –continúa– es que no siempre esas explicaciones son buenas y además, cuando les tomamos cariño, porque hemos invertido energía en ellas y nos hemos pronunciado a su favor y las hemos defendido públicamente, pues generamos resistencia a cambiarlas aunque sean demostradamente erróneas».
EL «SESGO DE CONFIMACIÓN» O POR QUÉ LOS RUMORES SE HACEN FUERTES EN LA MENTE
Nogueras explica que «cuando generamos una creencia, nuestro primer impulso es siempre aferrarnos a ella y defenderla contra la evidencia contraria, porque tener una creencia pasa a ser como una parte de la propia identidad». Y eso es precisamente lo que hace tan resistentes a las creencias aunque sean erróneas, porque cambiarlas o admitir que no están en lo cierto «se experimenta como algo muy aversivo, muy negativo».
Esa identificación con la propia opinión y la aversión a cambiarla es el origen del llamado «sesgo de confirmación», que el autor de Por qué creemos en mierdas define como «la tendencia a prestar mucha más atención y a valorar mucho más la información que confirma lo que uno cree y a rechazar y a descartar, sin valorarla, la información que contradice esas creencias preestablecidas».
En cualquier caso, el psicólogo enfatiza que «no hay nada patológico en la propensión a creer en rumores», y recalca que «es un proceso psicológico normal en el que muchos de nosotros caemos en un momento o en otro, y contra el que es muy difícil luchar».
¿CÓMO SON PSICOLÓGCIAMENTE LAS PERSONAS «CONSPIRANOICAS»?
Nogueras advierte de que no existe un perfil de persona especialmente proclive a creer en conspiraciones, en teorías infundadas o en noticias falsas. «Todos podemos creer en ellos si se dan las condiciones precisas y si nos encontramos en el entorno adecuado», asegura.
No obstante, indica que «hay algunas investigaciones que señalan que las personas más propensas a creer en este tipo de cosas son las que tienen más facilidad para ver patrones y relaciones entre sucesos y objetos, o que tienden a tener una percepción más negativa acerca del papel de la casualidad».
En cualquier caso, aclara que «no hay un perfil ni educativo ni de inteligencia ni de personalidad más proclive a esto».
«Ni siquiera tener una cultura o una inteligencia elevadas constituye un factor de protección contra esto», insiste el profesor, explicando, como dato curioso, que ciertos estudios han establecido que «las personas con inteligencia elevada son quizá un poco menos propensas a creer en bulos», pero en contrapartida, «cuando albergan una de estas creencias, son muchísimo más resistentes al cambio, porque pueden defenderlas y justificarlas mejor, y argumentarlas con más eficacia».
LOS «BENEFICIOS» DEL PENSAMIENTO CONSPIRANOICO
Tal como explica Nogueras, el pensamiento conspirativo tiene dos beneficios fundamentales, dos gratificaciones psicológicas básicas que lo refuerzan y lo fomentan.
Uno de ellos es «sentir que se pertenece a una especie de élite que está en posesión de un conocimiento que los demás no tienen». A este respecto, resultan significativos a juicio de este psicólogo «los adjetivos que se utilizan para referirse a quienes no compartimos sus conspiranoias: ‘durmientes’, ‘ovejas’, ‘atontados’, ‘aborregados’…».
El otro beneficio de esta manera de pensar es que proporciona explicaciones simples a fenómenos aparentemente complejos. «Los humanos tenemos tendencia a pensar que un fenómeno muy grande tiene que tener explicaciones muy grandes», detalla el psicólogo. «Por ejemplo, cuando matan a Kennedy, es muy difícil de aceptar simplemente que un loco tomó un fusil, se subió a un montículo y le pegó un tiro: para un conspiranoico automáticamente está claro que tiene que haber una gran conspiración detrás».
«Con la pandemia pasa un poco igual –continúa–: un conspiranoico no puede aceptar sencillamente que una mutación aleatoria de un virus en un murciélago pueda haber provocado una pandemia de estas dimensiones».
Para Nogueras, toda teoría conspirativa sobre el supuesto origen intencionado de la COVID-19 se cae por su propio peso, ya que «si se piensa bien, no tiene ningún sentido diseñar un arma que tiene tantas posibilidades de volverse en contra».
La clave de estas teorías está en cualquier caso en el «confort» psicológico que produce reducir la incertidumbre y la ansiedad asociada a ella. «El mundo es un lugar muy incierto, y nosotros siempre buscamos reducir esa incertidumbre», remacha el escritor.
«DIFUNDIR RUMORES ES UNA ACTIVIDAD ANCESTRAL»
Nogueras admite que «los rumores tienen ahora un medio para correr más deprisa y llegar más lejos que nunca», pero señala que «en realidad este tipo de cosas son tan viejas como la propia civilización». «Difundirlos es una actividad ancestral», asegura.
La diferencia fundamental la sitúa este divulgador científico en que la velocidad que las nuevas tecnologías imprimen al flujo de la información plantea «una dificultad adicional» a la hora de contrastar la veracidad de esa información.
«Los rumores hoy en día corren más deprisa que nunca; antes corrían tan deprisa como el mensajero que los llevaba, pero no más», explica.
Incluso la penetración de informaciones falsas o distorsionadas en la esfera de las instituciones del poder son algo largamente conocido en la historia: «Hay muchísimos ejemplos de cómo los gobiernos de un signo y de otro han utilizado rumores para señalar a determinadas minorías, a sus enemigos o a quien sea», asegura.
«Esto no es nuevo; lo único nuevo es el aparato tecnológico que incrementa la velocidad y el alcance de la difusión», agrega Nogueras, destacando además que «ni siquiera somos más crédulos ni menos crédulos que antes, ni somos más listos ni más tontos».
¿HACIA UNA «HIGIENE COMUNICATIVA»?
El psicólogo ve otra complicación añadida en la manera en que los medios de comunicación presentamos la información. «Muchas veces las noticias están redactadas, sobre todo en sus titulares, de manera emocional», indica, criticando que muchos de los contenidos noticiosos «se diseñan para generar una reacción emocional que dificulta el procesamiento reflexivo de la información».
Ante esto, hace una recomendación inteligente: «Si una noticia o una información me gusta mucho y me genera un gran deseo que sea cierta, probablemente vale la pena mirarla un poquito más a fondo, y sobre todo ser más cauto a la hora de difundirla».
A Nogueras le gustaría pensar que ahora somos más conscientes de este fenómeno informativo y psicológico que favorece la aparición y la difusión de rumores, y que esa consciencia podría constituir una ventaja a la hora de limitar su efecto pernicioso a nivel social, pero admite que tiene muchas dudas al respecto.
«Lo que sí puede ocurrir, que ya en sí sería positivo –explica–, es que se empiece a presionar más a las plataformas de contenidos y a las redes sociales para que asuman su parte de responsabilidad en la difusión de este tipo de cosas».
«No hablo de una censura gubernamental –aclara–, sino del hecho de que si una persona utiliza constantemente un servicio como Facebook o Twitter para difundir información falsa, que además puede tener consecuencias como lo que ha pasado en el Capitolio, la empresa mientras tanto se está beneficiando en términos de tráfico, de clics y de anunciantes».
«Y lo que no puede hacer esa empresa –prosigue– es desentenderse y decir ‘bueno, lo que la gente ponga aquí es asunto suyo’, porque esa irresponsabilidad es inadmisible».
«Que cada vez haya más gente interesada en este fenómeno psicológico y en entenderlo puede ayudar, sobre todo a descartar el mito de que los seres humanos somos seres racionales, pero poco más», admite Nogueras. Y concluye con una reflexión ligeramente determinista: «Saber sobre estas cosas te puede hacer un poquito más cauto, pero siempre sentirás ese primer tirón que te dice ‘esto tiene que ser verdad porque me gusta’. Eso es muy humano y no va a desaparecer nunca».