Jorge Javier Romero Vadillo
07/01/2021 - 12:04 am
Caradura
La incongruencia de merolico ha caracterizado a López-Gatell en sus cotidianas sesiones de justificación de los despropósitos de este Gobierno respecto a la emergencia sanitaria.
Resulta difícil hacer una crítica sustantiva, sin epítetos, de una conducta tan zafia como la del subsecretario Hugo López-Gatell exhibiéndose en sus vacaciones en la playa y echando voces por teléfono en el avión sin tapabocas. La ofensiva conducta del funcionario sí tiene parangón, pues otros altos funcionarios encargados del combate a la pandemia de distintos países se comportaron con igual irresponsabilidad y falta de respeto: ocurrió en Nueva Zelanda y en Canadá, pero en ambos casos hubo rendición de cuentas y los implicados presentaron sus renuncias. El Ministro neozelandés aceptó su idiotez sin ambages. En cambio, aquí, donde nadie nunca renuncia cuando mete la pata, el Presidente de la República se mostró condescendiente y el funcionario enfrentó con chulería y cinismo las críticas.
La incongruencia de merolico ha caracterizado a López-Gatell en sus cotidianas sesiones de justificación de los despropósitos de este Gobierno respecto a la emergencia sanitaria. Desde el primer día se ha dedicado a minimizar la gravedad de la situación, ha hecho malabares retóricos para justificar la decisión del Gobierno de enfrentar la pandemia sin destinar un solo peso extraordinario ni en el sistema de salud ni en medidas económicas para aliviar el impacto sobre el empleo y la actividad productiva. La tacañería y la insensibilidad presidencial, que llevó a no modificar un ápice las prioridades del Gobierno, aferrado a sus delirantes obras de infraestructura y a una estrategia de transferencias de efectivo con meros objetivos clientelistas, sin criterios claros de evaluación, mientras desmantela las capacidades operativas de la administración pública con el pretexto de combatir el dispendio neoliberal, ha conducido a que el destartalado sistema de salud enfrente con recursos precarios y al límite una crisis sin precedentes.
Fue por tacañería que se decidió no hacer pruebas para detectar el avance de la epidemia y, sobre esa base, diseñar su contención. Ha sido por rácano que López Obrador tomó la decisión de no invertir recursos extraordinarios en una estrategia de mitigación de los efectos sociales y económicos derivados de la pandemia. La insensibilidad social y la falta de empatía del Presidente –desconoce la palabra y la considera un neologismo neoliberal precisamente porque le es ajeno el sentimiento– han llevado a la inexistencia de políticas que permitieran a los más necesitados mantener confinamientos. La negativa a echar a andar una estrategia de ingreso mínimo vital de emergencia ha contribuido a la propagación del virus entre las poblaciones más vulnerables, entre los trabajadores que viven al día y no tiene otro remedio que salir a jugarse la vida y a poner en riesgo la salud de sus familias porque de otra manera no tiene recursos para comer.
El Presidente que se llena la boca con sus clamores por los pobres dejó desamparados ante la enfermedad a los más débiles y su vocero, fiel discípulo de su demagogia, se ha dedicado a manipular las cifras para enmascarar el desastre que ha significado su manejo epidemiológico. Pero la verdad no se podrá ocultar por mucho tiempo. Más temprano que tarde conoceremos las cifras del exceso de mortalidad del año de la peste y quedará clara la magnitud del encubrimiento. Será entonces cuando se comparen fehacientemente los datos con los de otros países y entonces se podrá hacer una evaluación objetiva de la irresponsabilidad con la que el Gobierno autoproclamado transformador ha gestionado la tragedia.
López-Gatell tendrá que rendir cuentas. Su cinismo no puede quedar impune. Ha utilizado sus pretendidas credenciales técnicas para servir de vocero del encubrimiento. Ha usado su cantinflesca retórica para justificar sus contradictorias recomendaciones y para hacerle el juego al negacionismo de su jefe. Como médico tiene una responsabilidad ética enorme y su desplante de esta semana, justificando su conducta insolidaria, como la de muchos ricos y clasemedieros que hicieron ostentación de sus vacaciones contra todo llamado a la prudencia y a mantenerse en casa para evitar que el virus siga propagándose sin control, es muy grave, pues se esperaría de quienes tienen responsabilidad pública que influyan en la conducta social con el ejemplo. Claro que si el Presidente de la República sigue paseando de un lado a otro sin tapabocas, con una arrogancia de machín tabasqueño, el subordinado puede comportarse de manera igualmente insensata.
La forma tentaleante con la que han emprendido el proceso de vacunación, con un calendario que no podrán cumplir es una muestra más de la frivolidad con la que este Gobierno está gestionando –es un decir– el desastre sanitario. Un país que tradicionalmente ha tenido campañas exitosas de vacunación se enfrenta ahora a un probable fracaso por las decisiones centralizadoras del Gobierno que ha puesto la aplicación de las vacunas –también eso– en manos del Ejército y de sus redes de reciprocidad política.
Es tiempo de exigir la instalación de una comisión de expertos independientes que evalúe la gestión gubernamental de la pandemia, pues existen ya evidencias de que al menos ha habido omisiones graves que pueden ser criminales. Si en este país no existieran los niveles de impunidad a los que el poder nos tiene ancestralmente acostumbrados, López-Gatell debería presentar ya su renuncia. Lo debería hacer si tuviera un ápice de honradez, pero ya nos ha quedado claro que en la falta de decencia este Gobierno es igual que todos los que lo han precedido desde los orígenes del contrahecho Estado mexicano. El subsecretario es un caradura y si auténticamente aspiráramos a la regeneración de la vida pública mexicana sus acciones no deberían quedar impunes.
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