Puntos y Comas

“Volveremos a la vieja anormalidad, con los mismos problemas de siempre, con la variable de que habrá una crisis económica profunda”, opina en entrevista el escritor mexicano Guillermo Fadanelli, quien charló para Puntos y Comas acerca de su última novela: El hombre mal vestido.

Se trata de un libro con todos los elementos fadanellinescos: un hombre que ha perdido el rumbo, quien, a través de su postura nihilista, de sus reflexiones filosóficas, revela el lado oscuro, monstruosamente absurdo, de la sociedad contemporánea.

Ciudad de México, 12 de septiembre (SinEmbargo).- Si un día Guillermo Fadanelli se encontrara en una cantina a Orlando Malacara y Ernesto Arévalo, personajes de dos de sus novelas, jura que saldría corriendo.

“¡Imagínate! Sería como encontrarme frente a un espejo, ¿verdad? A pesar de eso, si me apuras a elegir, me gustaría cruzarme con Arévalo, por quien siento más curiosidad. Malacara es un misántropo; Arévalo, en cambio, flota, vaga, pasea entre el género humano”, dice Fadanelli, en entrevista con “Puntos y Comas”.

Esteban Arévalo es el personaje de su más reciente libro El hombre mal vestido (Almadía, 2020), una novela que narra las vicisitudes de un hombre desaliñado, al borde de la indigencia, que naufraga en los rumbos de Tacubaya y de quien se sospecha que ha cometido ocho asesinatos sin motivo aparente.

Estamos ante una novela con todos los elementos fadanellinescos: un hombre que ha perdido el rumbo, quien, a través de su postura nihilista, de sus reflexiones filosóficas, revela el lado oscuro, monstruosamente absurdo, de la sociedad contemporánea.

“Experimento cierto desprecio por mi sociedad, me avergüenza. Me avergüenza que, en pleno siglo XXI, sigamos viviendo en la inmundicia ética, en la corrupción social, en el total exilio de la conversación y en el desprecio por la cultura y las artes”.

Fadanelli matiza: “Siento desprecio por mi sociedad, pero no por las personas. Tengo amigos que quiero mucho. Me ha gustado vivir, pese a todo. O como decía Bertrand Russell: ‘No me suicido porque quiero saber un poco más de matemáticas’”.

Malacara, personaje principal de su novela homónima, publicada en 2007, tiene una breve aparición en El hombre mal vestido: se encuentra con Arévalo en la cantina “La Importadora”, con quien intercambia puntos de vista.

Al respecto, comenta: “Todo está relacionado. Mis novelas son cuartos de hotel y mis personajes entran y salen de las habitaciones sin ningún decoro”.

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Sentado en una mesa del salón Covadonga, vestido con un overol azul marino del que salta a la vista un broche de solapa con la forma de una calavera, sombrero negro adornado también con otro pin con la imagen de una calaca (¿símbolos de nuestros tiempos o meros adornos? No lo sé, aunque en un autor como él nada parece ser casual), Fadanelli eligió este lugar para celebrar el arte de la conversación.

“Le insistí a Almadía que las entrevistas fueran presenciales porque necesito mirarte a los ojos, ver tu expresión, que haya gravedad entre nosotros. La pantalla nunca va a sustituir una charla agradable entre dos personas”.

Y aquí estamos, sentados frente a frente, sin cubrebocas, pero previamente satinizados de cuerpo entero.

Un autor que, con sus columnas semanales de El Universal o con sus libros de ensayo como En busca de un lugar habitable (2006) o Meditaciones desde el subsuelo (2017), nos invita a reflexionar sobre aspectos inadvertidos de la vida cotidiana, ¿qué opina de la sociedad que emergerá después de la pandemia?

“Volveremos a la vieja ‘anormalidad’, con los mismos problemas de siempre, con la variable de que habrá una crisis económica profunda. A pesar de ello, no formo parte de la coreografía del apocalipsis. No tengo miedo a morir. No tuve hijos por esa razón. Quiero ser cada vez más libre, pues cada vez que amas a alguien te vuelves un esclavo”, responde.

Y dice que el temor, el rumor y la incertidumbre, asociados a la pandemia, no deben anular nuestro juicio.

Fadanelli apunta: “Hay preguntas fundamentales que los seres humanos debemos de hacernos antes de caer en el temor desmedido, antes de destrozar la conversación comunal, la convivencia, y de modificar los hábitos de una sociedad: ‘¿Qué valor tiene para mí la salud? ¿Me van a dictar políticas sanitarias desde una entidad abstracta llamada Estado? ¿Se tomó en cuenta mi opinión al respecto?’”.

De ahí que, afirma, la pandemia, lo que estamos atravesando, es una oportunidad para la reflexión.

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Luego de ese paréntesis sanitario, regresamos al libro, al motivo de nuestra charla. A diferencia de otras de sus novelas, como Mis mujeres muertas (2012), o Lodo (2002), en las que prevalece la primera persona, en El hombre mal vestido, Fadanelli eligió un narrador testigo (Blaise Rodríguez) que, no obstante, se desdobla al grado de que las voces narrativas se confunden.

Cuestionado sobre esa estrategia, Fadanelli responde, como suele hacerlo, con una cátedra ensayística: “El ser humano es un cruce de caminos. Y podemos comportarnos, de forma distinta, ante una misma situación. A veces no tenemos la menor idea de por qué actuamos de cierta forma: somos unos desconocidos para nosotros mismos. Y eso se debe a que no somos uno, sino varios”.

Y agrega: “Eso es un poco lo que intenta decir Esteban Arévalo. Nuestro pasado y nuestra memoria forman parte de un mito: no sabemos, siquiera, si tuvieron lugar. Nos contamos la historia de que fuimos alguien y que somos continuación de ese alguien porque nos atemoriza que las personas que nos habitan eclosionen y nos lleven al desastre. Por eso Blaise Rodríguez, Esteban Arévalo y yo, el autor de la novela, nos confundimos en un concierto de voces, de lamentos que se encuentran”.

Fadanelli, sostiene, no quiso clarificar eso en la novela, de ahí que la confusión –misma que no atenta contra la lectura– sea intencional.

“Quise que se confundieran entre sí, como se confunden nuestras ideas y la idea que tenemos de nosotros mismos. No es una idea nueva. Es la dispersión del yo, tema que exploraron Freud, Ernst Mach u Otto Weininger”.

El hombre mal vestido, entonces, es un cuarto de espejos al que ingresa Fadanelli y aparecen, en los reflejos, sus personajes: Arévalo, Malacara, Blaise.

Y en sus páginas, después de una discusión que Arévalo tiene con el dependiente de una vinatería, Blaise, o Arévalo, o Fadanelli escribe: «Imagínese que el criminal que estaba por matarlo dudó, por unos breves momentos, de ser la misma persona que aquella que tomó la decisión de asesinarlo a usted. Dudó de sí mismo. Entonces su conciencia flaqueó y se dijo: “¿Qué me une a las otras personas que creen y dicen ser yo? ¿Por qué debo seguir sus instrucciones para aniquilar a este sujeto, aunque esos yoes poseamos una cara parecida y un mismo nombre? ¿Por qué una de las personas que habitan en mí quiso matar a este hombre, y otras no? ¿Quién tiene razón? Si una decidió matarlo, otra ha dado marcha atrás”».

Fadanelli habla de forma pausada, como si cada frase que sale de sus labios estuviese meditada, construida en su mente con una precisión de relojero. Antes de alguna respuesta, incluso, se toma su tiempo: baja la mirada, apoya la barbilla en el pecho, se abisma, y luego sale a flote. Entonces dice:

“Si soy un desconocido para mí, ¿qué seré para los otros? Esa es una idea de Schopenhauer. Él dice que ningún sujeto puede ser conocido en su totalidad. Cuando alguien dice: ‘Conozco a esa persona’, lo que quiere decir es que conoce algunos de sus rasgos, de sus actitudes, tiene un bosquejo, pero nunca sabe nada del otro: el otro siempre es un misterio”.

Esas voces que hablan (o escriben) en coro, esos lamentos que se entrecruzan, como él los describe, se enmarcan en una novela que coquetea con el género negro. En El hombre mal vestido están los ingredientes: una serie de crímenes, un sospechoso y una búsqueda. Fadanelli juega con esos elementos, retuerce las convenciones y hace apuntes metaliterarios, aunque su exploración estilística, formal, tiene otro fin: motivar la reflexión, lanzar preguntas, a veces imposibles de responder.

Así lo explica: “No soy un amante del género negro –aclara Fadanelli–, pese a la gran cantidad de escritores policiacos que he leído en mi vida. Hace 20 años –parafraseando a Norman Mailer– decía que, cuando un escritor no tiene nada que decir, siempre recurre a un muerto y mata a alguien en su novela. En este caso los muertos son un pretexto para mostrar la obsesión del personaje: el rencor anidado en su mente. La idea de que lo que piensas también es real, que las teorías tienen sentido, se viven, y no sólo se piensan hace que estos asesinatos se transformen también en una especie de sueño, en un fenómeno onírico. El amante del género negro siempre buscará pistas y tienes razón: ahí están. Pero no, mi intención no era escribir una novela negra”.

Al final del periférico (Literatura Random House, 2016) y Fandelli (Cal y Arena, 2019) han sido dos libros en los que has explorado la autobiografía, aunque sin un afán de continuidad entre uno y otro, sino un intento por explicarte, a ti mismo, ciertos momentos, ciertas etapas de tu vida…

–La curiosidad es el mayor vehículo del conocimiento. Y la curiosidad por uno mismo es fundamental si uno quiere caminar con cierta dignidad por esta tierra. Detesto la fantasía. Cada vez que empiezo una novela no sé cómo la voy a terminar. Simplemente me echo a andar: inauguro un camino. Para mí la novela es la consecuencia de una vagancia. Siempre he sido desordenado. Todo orden me parece ficticio, fuera de algunos hechos de la ciencia física, del objetivismo científico. El orden siempre es una especie de estructura efímera en el caos que nos envuelve. Somos sobrevivientes del caos. Y mis novelas son eso: la curiosidad de quien fui. Yo soy mi propio tema, pero para ser mi propio tema, tengo que dejar la egolatría a un lado, de lo contrario mis libros se convertirían en un diario íntimo, un monumento a la vanidad.

–Dices que siempre has sido desordenado, no obstante, El hombre mal vestido tiene una estructura que parece bastante pensada…

–Soy como un boxeador con muchos rounds atrás: sé cómo proteger la región hepática. Sé, también, en qué momento tirar un golpe. Es la experiencia y el oficio. No obstante, cuando termino de escribir una novela, el primer sorprendido soy yo. Y la leo una vez, solamente. Jamás vuelvo a ellas. Leo el manuscrito y me extraña: es como si la hubiera escrito otro. Eso prueba de alguna manera que no tenía idea de lo que quería hacer. La novela es un hecho que se da. Es algo que aparece y se te impone. Una novela que no se te impone, que escribes para ofrecerla a los demás, me parece un acto de una vanidad inconmensurable. Una novela tiene que ser necesaria. Y no para adjudicarte un lugar en el mundo ni para dejar tu huella. Quizá admitiría la idea de escribir novelas para ganar algo de dinero, pero yo no soy un bestseller.

–Aunque tienes muchos lectores, sobre todo jóvenes…

–Tengo buenos lectores. Eso es un privilegio. Pocos, pero creo que siempre perspicaces.

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Un ruido interrumpe nuestra conversación. Se escucha, en segundo plano, la sirena de una ambulancia, como si el absurdo de una época sombría, extraña y trágica, nos abofeteara. En las pantallas de televisión se transmite la repetición de un partido de futbol que a nadie importa, que se volvió noticia añeja, polvo entre los dedos. Afuera, poco a poco, los nubarrones grises se instalan encima de nosotros. Lloverá pronto.

Al final de la conversación, Fadanelli posará para el lente de mi cámara, de espaldas a un espejo. Y del otro lado, en esa realidad deformada, en ese reflejo que ensancha las paredes, el salón Covadonga –en esta “nueva normalidad”, regida por un “semáforo de riesgo epidemiológico”, términos que parecen extraídos de una burda novela postapocalíptica–lucirá más desierto aún. Pero eso será más tarde. Ahora todavía tenemos tiempo para algunas preguntas sobre la literatura actual, el pesimismo asociado a su obra y el sentido de la literatura en el mundo actual.

—En 2011, en entrevista con Vicente Gutiérrez, para El economista, afirmaste: “Ningún autor joven vale la pena”. ¿Nueve años después mantienes ese juicio?

—Sí. Ahora me dedico a releer. Desconfío de la juventud. Me atraen los jóvenes que nacieron viejos. El joven pesimista siempre es de un valor incalculable porque no causará destrozos queriendo transformar el mundo. Prefiero mirar el mundo en vez de transformarlo. Esto es casi una tesis contra Marx, pero no es una renuncia. Como escribió Albert Camus: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar”. Y tener una mirada escéptica, rebelde o marginal, es también construir realidad porque no somos fantasmas, sino seres que ocupamos un espacio, que cada vez que damos un paso alteramos nuestro entorno.

—En un mundo digital, más forzadamente cosmético y banal cada día, ¿tiene sentido la literatura?

—Tiene más sentido que nunca porque, en esta época de desprecio masivo hacia la literatura, es cuando el escritor verdadero insiste. Los códigos civiles, las disputas políticas, las conversaciones entre enemigos, las quejas contra las instituciones se hacen vía el lenguaje, y no la danza. Pareciera que leer un libro es un simple pasatiempo en esta época de entretenimiento obsceno, pero no lo es. La literatura y el lenguaje estimulan la capacidad imaginativa del lector y, además, lo ayudan a ser más rebelde. Por otro lado, la tecnología ha caminado a un ritmo más rápido que la ética: somos simios con teléfonos “inteligentes”. En cambio, nuestros preceptos morales, nuestro conocimiento del mundo, es nimio. Entonces ese desbalance me parece que es la mayor enfermedad de nuestro tiempo, no la pandemia. Las sociedades, a pesar del avance tecnológico, son cada vez más inequitativas e injustas. Entonces la literatura y los libros que cito en mi novela son, precisamente, una insistencia en entrar al lenguaje para construir mejores horizontes de vida. Quisiera que el lector no se fuera de esta vida sin haber conocido algunos bienes del arte y la literatura. Es casi un deseo franciscano filantrópico, aunado a mi natural pesimismo.

—En tu obra, precisamente, hay una reivindicación del pesimismo. ¿Estarías de acuerdo con esa afirmación?

—El optimismo es una enfermedad y un engaño. Y también la cancelación de la reflexión. Concibo la rebeldía como motor y como vehículo de mi obra. Necesito poner en entredicho todo lo que sucede a mi alrededor. Odio la manía consumidora. Y también la idea del éxito que se nos impone a través de los medios. Y también la manipulación excesiva que se lleva a cabo con personas que no han leído o que han carecido de educación. Es inocuo y fútil vivir solo para reproducirse y para producir objetos. Soy un falso pesimista porque escribo y escribir libros es un acto positivo, pero también es mi único oficio.

—En Fandelli (Cal y Arena, 2019) escribes una frase que podría funcionar como tu epitafio: “Te echaron del vientre de tu madre, pero de las palabras no te expulsarán nunca”.

—Desde 1995, cuando escribí un libro que se titula Dios siempre se equivoca, dejé asentado mi epitafio: “Se equivocó en todo». Luego pensé en otro: “Nunca vuelvas, bajo ninguna circunstancia”. En los últimos años, se me ocurrió uno más: “Orina en la tumba de al lado”. Pero creo, sin duda, que prevalecerá el primero: “Se equivocó en todo”.