Blanka Alfaro
19/08/2020 - 12:02 am
¿Necesitamos mano dura para entender?
Queremos regresar a una normalidad en la que nada nos importaba, la misma normalidad que nos puso en aprietos en primer lugar.
Hace un par de días miles de ciudadanos chinos se reunieron en un parque acuático de Wuhan, el epicentro del virus que sigue paralizando al mundo entero. Las notas del suceso están acompañadas con imágenes de bañistas empapados, conviviendo hombro con hombro en una alberca enorme que los cubre hasta la cintura.
Me sacó una sonrisa a medias el tono acusatorio de la redacción: “¡Y lo hicieron sin distanciamiento social ni medidas de protección!”. Desde que comenzaron los conteos de infectados y decesos China arrojó números sorprendentemente bajos, lo que despertó sospechas entre la opinión popular. La OMS reporta 4 mil 634 muertes en China hasta la fecha, mientras que Estados Unidos ya alcanzó 171 mil muertes. México lleva poco más de 57 mil. ¿Cómo es posible?
Para empezar, las medidas en Wuhan fueron mucho más restrictivas. Se cerraron los transportes públicos y lugares de congregación, se establecieron puntos de control y básicamente se impidieron los viajes; no olvidemos que se construyó un hospital específicamente diseñado para atender a los infectados. La ciudad se aisló. Pero igual que muchos gobiernos, comenzaron ignorando las primeras señales.
El Gobierno de China está muy lejos de ser perfecto o de respetar los derechos humanos. Siguen saliendo a la luz imágenes perturbadoras de la persecución religiosa, encarcelamiento, tortura, reconversión y esclavitud en campos de concentración a la que son sometidos los uigures, una etnia cuyos integrantes son mayormente musulmanes. A muchos los convencen de dejar a sus familias, prometiéndoles un trabajo y paga que no existen; a otros, simplemente los capturan. No olvidemos la situación en Hong Kong, cuya población sigue luchando para conservar sus derechos y pluriculturalidad.
¿Es realmente un ejemplo que querríamos seguir?
Nueva Zelanda también acaparó las noticias hace unas semanas. Fueron el primer país en levantar la cuarentena después de portar muy pocos casos. Hasta la fecha han habido 22 muertes por COVID-19. Desde el primer indicio de infección se cerraron las fronteras y los residentes que regresaban de viaje debían aislarse por 14 días. Aprendieron de las medidas de Wuhan y las aplicaron a su país de manera temprana, pero el acercamiento a la población fue diferente y ésta también respondió de manera adecuada. A pesar de los arrestos por desobedecer la cuarentena, las medidas recibieron un 80 por ciento de aprobación.
Muchos han dicho que el éxito de Nueva Zelanda se debe a su tamaño tan pequeño, pero otras regiones más grandes adoptaron las mismas medidas y salieron relativamente ilesas. Mientras que el alto total de actividades supuso un golpe económico sustancial, la duración de la cuarentena también se redujo y eso permitió volver más rápido a las actividades normales. Otros países seguimos arrastrando el encierro, haciéndolo todo a medias, tanto las autoridades como la población.
Aunque parezca chocante, no puedo evitar pensar: Si ver las cosas desde fuera de la caja, escuchar el consenso científico y tener una cooperación general es lo que resuelve dificultades, ¿por qué diablos seguimos involucrados en las mismas actividades que nos pusieron en este lugar tan penoso? Y sí, me refiero a comer y hacinar animales, lo que nos ha hecho repetir esta historia como especie desde hace décadas. Incluso tomando medidas tempranas para la contención de un virus, es imposible no ver que solo son paliativos.
La imagen de las personas en esa apretada alberca me recuerda que eso no es un premio “por haber hecho las cosas bien”, sino un recordatorio de que nuestras prioridades están en el lugar equivocado. Queremos regresar a una normalidad en la que nada nos importaba, la misma normalidad que nos puso en aprietos en primer lugar.
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