Ana Cristina Ruelas
09/06/2020 - 12:05 am
Las reglas del juego
Los policías encargados de “salvaguardar el orden” en el marco de las manifestaciones de la Ciudad de México y Jalisco por el asesinato de Giovanni López viven las mismas carencias y necesidades de aquellos a los que reprimen.
El mundo se sorprende y cuestiona las protestas de las últimas semanas iniciadas en Estados Unidos y replicadas en diversos países pero no va más allá y se pregunta por qué. ¿Por qué tantas personas están dispuestas a quemar sus casas, a reventar vidrios y a rayar el transporte en el que viajan todos los días? ¿Por qué para los gobiernos es más fácil desplegar grandes operativos de seguridad dentro de las manifestaciones, que le cuestan tanto al erario público, antes que atender las demandas de aquellos que toman las calles?
En el caso de México la brutalidad policíaca no es cosa nueva. Históricamente se ha documentado que las corporaciones policíacas (de los tres niveles de gobierno) recurren a la tortura en forma generalizada durante las detenciones. También sabemos que policías municipales y estatales juegan un papel relevante en las agresiones contra periodistas y que algunos jugaron un papel de halcones en la masacre de migrantes de San Fernando Tamaulipas o en la desaparición de los normalistas de Ayotizinapa. De esta manera, la policía ha fungido más como un cuerpo represor que como una institución que garantice derechos de las personas. Así ha sido funcional al sistema político mexicano hasta el día de hoy. Ello no nos impide reconocer que las personas que integran los cuerpos policíacos, también son víctimas de un sistema desigual, corrupto, violento e injusto.
Como se mencionó en el informe Disonancia: voces en disputa, de Artículo 19, la desigualdad es una característica clave que distingue a México. Incluso, podría tener raíces mucho más profundas que la corrupción y la impunidad, que hasta hoy parecen ser la madre de todos los males en el país. Aquí hay gente muy rica, de las más acaudaladas del mundo, pero también hay gente que no tiene para comer, principalmente en los pueblos indígenas. Las políticas públicas, las instituciones y todo el sistema han dejado, decididamente, de mirar a aquellos que se quedaron atrás. La desigualdad en México le ha dado forma a las oportunidades, pues a ella obedece que solo algunos grupos gocen, independientemente del talento o los “méritos”, de mejores condiciones de vida.
Los policías encargados de “salvaguardar el orden” en el marco de las manifestaciones de la Ciudad de México y Jalisco por el asesinato de Giovanni López viven las mismas carencias y necesidades de aquellos a los que reprimen. Sin embargo, son los alfiles en el ajedrez de los poderosos, esos que no se van a ensuciar las manos para acabar con la exigencia de justicia e igualdad que, en otras circunstancias, las policías podrían hacer suya dentro de una manifestación. No obstante, existen numerosos casos en los que los cuerpos policíacos deciden unirse a la protesta. Este fin de semana sucedió también en diversos condados de Estados Unidos desde Minneapolis, New Jersey y New York, pero había ocurrido en 2017 tras las elecciones en Honduras y en muchos otros casos donde, supongo, advierten que su verdadero trabajo no es reprimir a la ciudadanía que ejerce legítimamente su derecho a disentir sino velar por su bienestar.
En México, Enrique Alfaro, Claudia Sheinbaum y López Obrador participan en el juego pero de una manera tangencialmente peligrosa, en el que deciden omitir la causa de la protesta y convierten las legítimas demandas callejeras en un espacio más de su disputa por el poder. Cada uno desde su trinchera, va tratando de hacerse de una narrativa que le permita lucir como un verdadero estadista frente al pueblo, apelando a sus respectivos sectores afines o clientelas políticas, ya sea desde la mano dura o desde la aparente perspectiva de derechos. Pero ninguno aborda la estructural discriminación, desigualdad, corrupción e impunidad que dio lugar, en principio, a tan brutal asesinato. Mucho menos se comprometen a atajar la descomposición histórica y estructural de los cuerpos policiales atravesados por terribles prácticas violatorias de derechos humanos, tanto en sus relaciones internas como en su relación con la sociedad a la cual juran proteger.
Volviendo al informe publicado el pasado 26 de mayo por Artículo 19 se advierte que atacar las causas de la discriminación es atentar contra los privilegios de quienes finalmente ostentan el poder y esto es algo que quienes salen a protestar tiene muy claro. Por esto, lo único que queda son las calles que, a pesar de todo, de las detenciones, del amedrentamiento y el uso de la fuerza, todavía se pueden hacer propias. Así lo ha demostrado -más allá de pretendidas transformaciones desde el poder del Estado- las protestas feministas que rompieron con la agenda de la política “allá arriba” y evidenciaron que el “cambio” , por lo menos en términos de erradicar la violencia contra las mujeres, no era tal.
Las marchas por los asesinatos de Giovanni y George Floyd en Estados Unidos son un grito desesperado para cambiar las reglas del juego y para que la retórica de igualdad del Presidente, por lo menos en México, se vuelva una realidad. También son un llamado serio para que los cuerpos policíacos dejen de reducirse a su expresión de cuerpos represivos, y se conviertan en instituciones protectoras de derechos.
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