Aunque las mutaciones son fruto del azar y es imposible predecir la evolución del virus, los dados están a nuestro favor: este coronavirus sufre entre una y dos mutaciones al mes, frente a las cuatro u ocho de virus como el de la gripe.
Por Esther Samper
Madrid, España, 30 de abril (ElDiario.es).– Es inevitable comparar la pandemia que estamos sufriendo con las pandemias del pasado. La historia nos ayuda a contemplar la epidemia de COVID-19 en perspectiva y nos brinda lecciones útiles para el presente. En los últimos meses, la llamada “gripe española” ha salido a la palestra en numerosas ocasiones como referencia entre las grandes epidemias que ha sufrido la humanidad. Esta pandemia, que tuvo lugar entre los años 1918 y 1920, provocó la muerte de entre 17 y 100 millones de personas en todo el mundo. Sin embargo, no lo hizo en una única oleada, sino en tres o cuatro en total (aún existe discusión científica en este asunto).
La primera oleada tuvo lugar durante la primavera de 1918 y fue solo un atisbo de lo que estaba por llegar. La segunda, que ocurrió en otoño de 1918, provocó un número mucho mayor de muertes en diferentes regiones de la Tierra. ¿A qué se debía este comportamiento del virus? Dos fenómenos entrelazados llevaron a uno de los peores escenarios posibles: el virus de la gripe mutó y una cepa más letal dominó un segundo brote que pudo, a su vez, expandirse mucho más por el mundo gracias al movimiento de las tropas durante la Primera Guerra Mundial.
Numerosos expertos han avisado de la posibilidad de que el coronavirus pueda resurgir también en otoño en una segunda oleada. Anthony Fauci, el experto mundial en enfermedades infecciosas que asesora a la Casa Blanca frente a la epidemia de COVID-19 es tajante al respecto: «Tendremos coronavirus en otoño. Estoy convencido de ello». Christian Drosten, principal asesor de Alemania, también lo planteaba hace unos días: «Me temo que seremos testigos de una segunda ola de contagios». Se trata de una premisa que todos los gobiernos deberían tener presente para tomar medidas y evitar que ocurra o, si finalmente ocurre, limitar al máximo una segunda epidemia y minimizar sus estragos. Ante este escenario poco halagüeño, no son pocas las personas de la población general que se preguntan con angustia: «¿Podría el coronavirus mutar y ser más letal en una supuesta segunda oleada?».
UNA DECENA DE CEPAS DIFERENTES
Afortunadamente, la biología de los coronavirus es muy diferente a la de los virus de la gripe (influenza). Una de las diferencias clave se encuentra en su capacidad de mutación. Aunque los virus con genoma de ARN se caracterizan por sufrir mutaciones con mucha rapidez (debido, entre otras razones, a que carecen de varios mecanismos para reparar errores tras la replicación de su ARN), los virus influenza mutan a una velocidad mucho mayor que el virus SARS-CoV-2. De hecho, la razón por la que se tienen que desarrollar nuevas vacunas contra la gripe cada año se debe precisamente a ese acelerado ritmo con el que los virus de la gripe mutan.
¿Cuál es la velocidad a la que muta el nuevo coronavirus? Las cifras aún distan de ser exactas (varían según el estudio publicado), pero se estima que el virus SARS-CoV-2 sufre entre 1 y 2 mutaciones al mes. Los virus de la gripe, en comparación, sufren entre 4 y 8 mutaciones al mes. Son buenas noticias por partida doble. Por un lado, es muy poco probable que el virus tenga suficiente tiempo para mutar a una cepa más letal para el próximo otoño. Por otro, es más probable que una potencial vacuna contra el coronavirus sea efectiva de forma indefinida.
Sabemos, por los estudios de secuenciación realizados por científicos en múltiples lugares del mundo, que ya existen, como mínimo, más de una decena de cepas diferentes de coronavirus identificadas. Por el momento, no se ha detectado que ninguna de ellas sea más agresiva, lo cual es lo esperable si se tienen en cuenta dos detalles importantes. La absoluta mayoría de mutaciones que ocurren en un virus no suelen tener efectos apreciables en su capacidad para provocar enfermedades o la muerte; más bien al contrario, suelen ser perjudiciales para el propio virus porque altera su ya delicada «maquinaria». Las mutaciones casi siempre se dan en regiones del ARN en los que un diminuto cambio en una «letra» de su ARN puede ser perjudicial para estos agentes patógenos o no suponer ninguna diferencia.
Además, a los virus muy raramente les «interesa» mutar a cepas más letales, todo lo contrario. A los parásitos, ya sean virus, bacterias u hongos, no les suele convenir matar a sus hospedadores. Cuanto más letal sea la cepa de un virus, menos probabilidades tiene de transmitirse entre las personas. Si las personas afectadas por un virus enferman rápidamente y mueren, el agente infeccioso tiene muchas menos probabilidades de extenderse en una población. Otras cepas del mismo virus, menos agresivas con las personas, tienen una ventaja evolutiva frente a sus compañeras más letales, al tener más oportunidades para expandirse por el mundo.
Precisamente, una de las razones principales por las que el coronavirus ha conseguido llegar a casi todos los rincones del planeta es por su capacidad para transmitirse a partir de personas sin síntomas o con síntomas muy leves que pueden hacer vida normal para contagiar a otras.
En estos momentos ya hay al menos una decena de cepas diferentes del virus SARS-CoV-2 identificadas, con mutaciones características, y no se ha observado que alguna de ellas sea más virulenta que las demás. En el caso de que apareciera una cepa con efectos diferentes sobre el ser humano, lo más probable es que tardase un tiempo en surgir y, a su vez, lo más probable es que fuera más leve para nosotros. Sucesos como la segunda oleada de gripe española, con una cepa más letal que se extendió por el mundo, son muy poco probables en general y aún menos para el coronavirus en particular. Aunque las mutaciones son fruto del azar y es imposible predecir con precisión la evolución del virus SARS-CoV-2, los dados están a nuestro favor.