Jaime García Chávez
27/04/2020 - 12:03 am
AMLO y su liberalismo retórico
El Presidente abusa de su poder, lo desnaturaliza, colonializa la opinión pública, lo pone al servicio de una visión binaria de la sociedad, practicando algo absolutamente ajeno al sentido profundo del liberalismo, al nuestro, al que echó raíces entre los mexicanos, aunque no con la profundidad que quisiéramos no pocos.
López Obrador no es de izquierda. Tampoco es liberal. La retórica puede ir por el rumbo que su poder escoja y la mañana que él determine; pero la realidad, los hechos y los conceptos establecidos con suficiencia –por la historia y la ciencia política– caminan por otra senda, y mientras el Presidente no lo entienda o no quiera hacerse cargo de ello su representación estará divorciada de la función constitucional que protestó cumplir y hacer cumplir, lo que vale en primer lugar para él mismo.
Afirmar que no es de izquierda me releva de tener que aportar medios de convicción para persuadir: AMLO lo confesó alguna vez y, aunque superado ese mecanismo de acreditar hechos, cabe aplicarle el adagio de los viejos litigantes, los que usaban capa y corbatón: “A confesión de parte, relevo de pruebas”.
¿Y liberal? La respuesta sólo en apariencia tiene dificultad. El Presidente no se cansa de hacer declaraciones de su fe juarista y de enaltecer la república restaurada del siglo XIX, esos 10 años ejemplares que concluyeron en el inicio del largo periodo de Porfirio Díaz al frente del país y cuya prolongada estancia en el poder ameritó una revolución para embarcarlo en el Ipiranga. Palabras, palabras y más palabras.
Nuestro liberalismo –hay varios en el mundo– tuvo de origen un marcado perfil político, además de ser una doctrina económica como de sobra se sabe. Aquí, por la extensión del colonialismo hasta la reforma liberal, el país fue un gran almacén de agravios, abusos de poder, opresión, hasta que llegamos a una etapa en la que las libertades públicas, una incipiente democracia, la reivindicación de la república, el Estado de derecho y su Poder Judicial, iniciaron por tener existencia cívica, tenue pero existente.
Juárez, Lerdo e Iglesias fueron defensores del nuevo rumbo de México y de la Constitución de 1857, un símbolo germinal de nuevos tiempos que luego se nublaron con Díaz, que la tomó por sagrada pero inaplicable para gobernar. Se trata de una historia ya minuciosamente documentada. Las mismas aficiones de López Obrador son pródigas en resúmenes de pensadores que realmente penetraron con hondura esa materia de nuestro devenir como país.
El liberalismo puede ser definido con sobrado acierto por ser un pertinaz y constante (podríamos decir “sistemático”) por restringir el abuso del poder que puede brotar de las instituciones del Estado, y en particular de quienes la detentan u ocupan. Ese abuso puede derivar hacia lo privado, decantándose en corrupción política, o a la facciosidad empoderada para alentar una sola línea de desembocadura en las disputas por el poder que en una democracia liberal real obliga a la administración pública a la mayor neutralidad, desde la más alta a la más diminuta.
El Presidente abusa de su poder, lo desnaturaliza, colonializa la opinión pública, lo pone al servicio de una visión binaria de la sociedad, practicando algo absolutamente ajeno al sentido profundo del liberalismo, al nuestro, al que echó raíces entre los mexicanos, aunque no con la profundidad que quisiéramos no pocos. El Presidente echa a andar sus poderosas ruedas de molino y quiere triturar al periodismo y a sus periodistas, en paquete. Quisiera ver (ese es el talante que se advierte en su contumacia, en sus gestos y en su mensaje corporal) a un país adocenado desde los medios de comunicación y, si me apuran un poco, volver a los tiempos de El Imparcial, periódico predilecto del porfiriato, a la etapa de los De Negri de la era priista y, a ejemplos más lejanos aun, tener entre nosotros publicaciones del corte de Il Popolo de Mussolini; Pravda, de Stalin; Völkischer Beobachter, de Hitler, o el Granma cubano.
Esa línea nada tiene de liberal, es justamente lo contrario. Claro que los medios de comunicación hoy están más en el observatorio público de las audiencias, sobre todo en la era digital, al igual que la trayectoria que han tenido en México las relaciones del poder con la prensa, donde podemos ver que hay actitudes que van desde la apología interesada hasta el disenso crítico y militante. Y esto cobra una dimensión mayor cuando se trata de las concesiones para emplear el espectro electromagnético que pertenece al dominio de la nación. En fin, que en esto hay problemas, disputas con juicios de valor encontrados, y conflictos, ni quién lo dude.
Pero el Presidente que tiene el más alto grado de representación política no es, no tiene en sus facultades, ser el certificador para apoltronar en un sitio a los “buenos” a su entero arbitrio y apartar a los “malos” a su capricho. Por demás está decir que practicar esto no es la mejor de la política que adopta López Obrador. Al hacerlo así, violenta un territorio sagrado del liberalismo en general y, muy en particular, del que echó raíces en este país.
López Obrador se precia de ser historiador y de cara a Juárez dice ser su partidario como el mejor. Por eso y por adelantado hasta ha dicho que lo superará con su Cuatroté. Si fuera liberal entendería y toleraría lo que un día afirmó Walter Lippman: “Decir la verdad y avergonzar al diablo”, como él lo practicó en el ámbito de la política opositora, y por tanto aquilataría el papel del crítico que trabaja posicionado en un medio, sin importar su tamaño. Eso no significa que el crítico traiga la verdad agarrada en un puño, su papel simplemente es abrir las compuertas de la deliberación consustancial a la democracia y, a la postre, posibilitar se cedimenten claramente las razones de unos –el poder– y otros –los periodistas–, vieja verdad que es principio liberal.
Denostar por sistema, como lo hemos visto, es declarar un divorcio con lo mejor del liberalismo que se dice profesar.
Contrastemos el comportamiento de López Obrador con el de Benito Juárez o el de Lerdo de Tejada. Dijo Daniel Cosío Villegas: “A Juárez y a Lerdo debió herirles entrañablemente el disentimiento de hombres de la valía de Ramírez, Altamirano, Riva Palacio o Sierra, sobre todo porque en los cuatro casos era injusto; a buen seguro que hubieran deseado fervientemente contarlos entre sus partidarios, entre sus amigos, y aun entre sus admiradores; pero Juárez y Lerdo, como gobernantes, sentían la libertad igual que sus adversarios; sabían que la libertad de sus enemigos era la condición de su propia libertad, y que la del país dependía de la libertad de todos; en fin, para esos dos presidentes y para sus enemigos políticos, la libertad era un mérito…”.
La circunstancia mexicana obliga a la moderación del discurso presidencial. Debe enmendarse el rumbo que toma esta marcha de la locura que terminará por malograr lo que hay de rescatable desde el mandato de las urnas de 2018, gusto de precisarlo: se mandató regresar a la Constitución, no a realizar una “revolución” desde arriba, y mucho menos imponer un esquema impropio de la democracia y su inseparable liberalismo: pretender imponer la política de adversarios en la que triunfa el que destruye al otro por el solo hecho de tener el poder, más no la autoridad que se gana todos los días. El poder del que no se debe abusar, cuando se es consecuentemente un hombre liberal.
No llegamos a este tiempo para gestionar y producir nuestras opiniones un nihil obstat y obtener de los censores la venia del imprimatur.
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