Reina, la primera novela de Elizabeth Duval, publicada por Caballo de Troya, es una autoficción escrita por una estudiante de doble grado en Filosofía y Letras Modernas en la Universidad de la Sorbona en París.
Respecto a su vida como mujer trans, la autora opina: «Sabía que parte del marketing y del proceso mediático iba a llevar a eso, con lo que yo quería subvertirlo. Y eso se ve muy claro en las últimas páginas del libro en la que se listan las expectativas posibles que el lector se habrá formado del libro».
Por Francesc Miró
Ciudad de México, 17 de marzo (ElDiario).- «Tú, lectora, abres Reina. Eres el tipo de persona que, por principios, ya no espera nada de nada, pero crees que encontrarás aquí un texto autobiográfico firmado por una voz emergente que identificas con la generación Z», escribe Elizabeth Duval en su primera novela.
Apela así al potencial lector o lectora para replantear las expectativas que este haya construido sobre el libro que ella ha escrito. Y aprovecha, acto seguido, para iniciar un monólogo irónico sobre lo generacional, tuteando a quien la lee: «No tienes muy claro dónde está la frontera entre lo millennial y la generación Z, ni si dicha frontera existe, y esta es una de las cuestiones que esperas que el texto te aclare según te vayas sintiendo más o menos identificada».
La primera novela de Elizabeth Duval, publicada por Caballo de Troya, es una autoficción escrita por una estudiante de doble grado en Filosofía y Letras Modernas en la Universidad de la Sorbona en París. Pero también es un artefacto que especula sobre qué es la autoficción, cuáles son sus limites, y qué papel juega el lector en todo el asunto.
—En Reina planteas un juego con los límites de la autoficción y el rol del lector. A este, le dices, por ejemplo, que si buscaba en este libro experiencias trans en primera persona, no las va a encontrar. ¿Querías romper con las expectativas que genera un libro como este?
—Sí, es algo deliberado, porque me parecía que el interés estaba en subvertir precisamente eso. No podría haber escrito otro texto distinto, no podría haber escrito un texto de memorias sobre cómo me afecta en el día a día el hecho de ser trans. Porque no tendría material, tampoco, para escribirlo.
Ser trans es para mí una ligera desviación rutinaria, pero que no supone más y no podría elaborar un texto sobre algo que no supone algo tan importante para mí en el momento presente. Aunque sabía que la gente iba a buscar eso. También sabía que parte del marketing y del proceso mediático iba a llevar a eso, con lo que yo quería subvertirlo. Y eso se ve muy claro en las últimas páginas del libro en la que se listan las expectativas posibles que el lector se habrá formado del libro.
—Reina, sin embargo, también es una crónica del tiempo en el que vives. Hablas del incendio de Notre-Dame, del 8-M o de las manifestaciones de los chalecos amarillos. ¿Cómo equilibrar la parte de ‘diario de Elizabeth Duval’ con esa parte también más política?
—Fue escribiendo la segunda mitad del libro, y fue algo muy deliberado. Tuve que controlar mucho lo que decía, cuándo lo decía y en qué orden lo hacía, queriendo provocar respuestas muy específicas.
En el momento en el que te planteas escribir en presente, conforme vas viviendo distintas experiencias, también se transforma una parte de tu concepción de las cosas que estás viviendo. Organizar un dispositivo literario para convertir tu vida en una autoficción, evidentemente hace que vivas tu vida de una manera distinta. De forma más novelesca.
—Decías que sabías que el hecho de ser trans iba a condicionar la recepción que tuviese tu libro. Otra de los factores que van a condicionar cómo se reciba es tu edad. Naciste en el 2000, y eso se utiliza tanto para hablar de ti como ‘voz de una generación’, como para criticarte porque ‘solo tienes veinte años’. ¿Cómo llevas esa ambivalencia?
—Bueno, es que está este concepto de lo ‘generacional’ que la verdad no me interesa mucho. Se habla de ‘generación z’, pero a mí me parece que estos conceptos a veces invisibilizan otras estructuras sociales que para mí son más importantes. Para mí tiene mucha más repercusión en nuestras vidas las cuestiones de género o de clase, que la cuestión generacional.
—El filósofo Ernesto Castro llamaba la atención sobre la lectura que hacías de los ensayos de Paul B. Preciado. Afirmas en Reina que «sus artículos son el equivalente alternativo-posmo-radical al discurso del rey en Nochebuena». ¿En qué sentido?
—Creo que hay una diferencia entre la posición de enunciación de los primeros ensayos de Preciado, respecto a la que pueda tener ahora. Mi crítica en muchos momentos es una crítica no tanto a cómo él se posiciona o cómo él hable, sino también a cómo es percibido. A la posición de privilegio que a él se le otorga y desde la cual habla. De ahí lo de que tiene la grandilocuencia de un hombre.
Inherentemente, esto cambia sus textos también, porque el texto no es solamente lo escrito sino también su contexto. La cuestión pragmática que hay detrás. Parece como que Paul B. Preciado fuera una figura intocable en torno a estos temas, pero que para mí tenía muchos aspectos que era necesario tratar, necesario hacer una labor distinta.
—En febrero participabas en una charla con Marina Garcés. La filósofa catalana afirmaba en una entrevista, en este periódico, que hoy «en lugar de ciudadanos, somos clientes de nuestras sociedades», y que «tenemos que volver a pensar que lo público somos nosotros». Hoy este debate se ha vuelto a abrir en la sanidad por la crisis del coronavirus. ¿Estás de acuerdo con la aseveración de Garcés?
—Sí, estoy de acuerdo. Y puede que no se deba tanto a concepciones individuales que tengamos cada uno, sino a cambios sistémicos. Por ejemplo: los recortes en la sanidad pública en Madrid, y cómo eso ha cambiado el mapa de la sanidad en una Comunidad Autónoma, que hoy vive una crisis debida al coronavirus. Esto influye en esta visión de clientelismo de bienes básicos. Influye en que el ciudadano se considere antes consumidor que ciudadano, antes consumidor que miembro de una sociedad. Y contribuye, de alguna forma, al aislamiento y al individualismo más bruto, a la desconexión en los afectos y la pérdida de valor de lo grupal. Para mí, los afectos son lo único que nos salva de la vorágine del consumo.
—Al hilo del tema sanitario: el otro día comentabas que «la preocupación por el coronavirus era una preocupación pequeñoburguesa». ¿A qué te referías exactamente?
—Hay dos cuestiones en esto: por una parte están las inquinas y rencillas personales que hacen que se pelee en diagonal en redes. Y por otra: probablemente me pude expresar mal en lo que dije. Pero no me refería a que fuera una preocupación típica de pequeños burgueses, sino a que es una preocupación a escala global y ligada a un instinto de conservación que tiene un componente hipócrita.
Me explico: hace apenas unos días, cuando la situación en Italia era gravísima, estábamos todos aquí, haciendo mofas sobre todos estos temas en Twitter. Pero, de repente, cuando nos sucede a nosotros y no a un país vecino, es algo sobre lo que no se puede bromear ni hacer ironías. Se ha convertido en el tema más serio a tratar, y con razón. Pero la preocupación es siempre por lo más cercano, lo nuestro y de los nuestros. No hay una conciencia cívica que vaya más allá de nuestras fronteras, hay una conciencia de conservación del pequeño grupo. Y que yo dijese aquello no implica que condene esa conciencia de conservación. Mucha gente interpretó aquello como que yo estaba diciendo a la gente: «Salid a las calles, celebrad y bebed». Que no era en absoluto mi mensaje e intenté aclararlo, aunque me llamaban psicópata, irresponsable y recibiendo un aluvión de violencia. Porque no sé, creo que hay un momento en el que como figura pública, cualquier cosa que digas será usada en tu contra.
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Hubo gente que incluso decía que yo estaba proponiendo una cosa malthusiana. He leído un tuit esta mañana que dice que lo mío es «posmo nazismo en estado puro». ¡Hostias! ¡Cuánto odio! Y qué incapacidad para reconocer la ironía en unas declaraciones en las que digo «preocupación pequeñoburguesa» y acto seguido «qué ganas de empezar la cuarentena voluntaria y leerme todos los seminarios de Lacan». Evidentemente hay un componente irónico ahí, porque no todo el mundo puede hacer cuarentena voluntaria. Muchísimos trabajadores no tienen capacidad para hacerlo, y sobre eso sí me disculpé, por si mi tuit podría haber ofendido a esa gente trabajadora que no tenía otra. Pero mi intención no era esa, era sarcástica.
—Hay un pasaje en el libro, relacionado esto, en el que describes cómo asististe al incendio en Notre-Dame. Afirmas con respecto a esto: «he pasado muy rápido, como por Burke viene estipulado, del horror infinito a la absoluta indiferencia. No hay apreciación estética más profunda.»¿Cree que las redes sociales han cambiado nuestra percepción de las crisis? ¿La forma de vivir el miedo?
—Sí, totalmente. Lo que incrementa, sobre todo, es la rapidez. La necesidad de estímulos constantes, cambios y velocidades que provoca esos cambios. En las redes sociales puedes pasar de la despreocupación y el goce a, de repente, el miedo y la histeria más brutal. A de ahí a la judicialización del otro y la dinámica de chivo expiatorio y el linchamiento.
Y es en parte inevitable, pero también muy triste. Esto ha ocurrido también, por ejemplo, en todos los debates actuales sobre el sujeto del feminismo, el género y la gente trans, donde no hay realmente oportunidad para un debate genuino sobre cuestiones de género, sino simplemente un lanzamiento colectivo de dardos envenenados y piedras.
—Reina parece preocuparse tanto por representar una realidad como por cómo es representada. Jugando al juego de Magritte y aquello de ‘esto no es una pipa’. ¿Crees que la posmodernidad, en el sentido de preocuparse más por la forma que por el fondo, ha dejado tocada la literatura contemporánea?
—No, no lo creo. No creo que el posestructuralismo haya hecho ‘daño’ a la literatura contemporánea, me parece que ha abierto vías de interpretación. No me parece tampoco una forma de deslindarse de la realidad. En Reina, en muchos momentos, se habla de cuestiones como los chalecos amarillos, o se ven participaciones en manifestaciones. Pero para mí sí que existen esferas autónomas en una sociedad.
Me parece que la esfera cultural no es lo mismo que la esfera de lo político, aunque lo cultural sea político. Esto lo criticaba en Excepción [poemario de la autora publicado por el sello Letraversal]: el mundo no se cambia a través de los libros, de los textos o de la literatura. La política no se ejerce por el texto y no tiene por qué ser necesariamente comprometida. Igual que no me gustaría que la poética se viera comida por la política.
Recuerdo muy recientemente cuando Ada Colau decía, en la entrega de unos premios de novela negra, que estaría bien que los escritores denunciasen de la situación de los precios del alquiler en Barcelona en sus textos. Me parece que puede hacerse, pero la situación no va a cambiar porque los escritores escriban sobre eso. Si se hacen novelas en torno a ese asunto será porque existe una preocupación genuina social, y saldrá como tema o cuestión que preocupa. Pero no se puede hacer un vínculo estricto de causalidad.
—Casi al final de Reina, escribes: «No puedo envolver absolutamente todo con la palabra, reducir todos y cada uno de los componentes de la existencia a su posición en esta dialéctica vital entre sujeto y predicado: la vida es irreductible.» ¿Tiene sentido, entonces, la autoficción? ¿Tiene sentido Reina?
—Es que Reina, yo lo digo siempre, es una autoficción contra la autoficción. Hay una página que parodia abiertamente a Vila-Matas en París no se acaba nunca. Hay un cuestionamiento real de la ‘literatura del yo’ y la autoficción, tomado desde la ironía y la crítica. Creo que la sinceridad en la ‘literatura del yo’ es muy complicada. Y que, aunque haya momentos de sinceridad, un texto nunca es del todo sincero porque siempre construye ficción en alguna medida.