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“Nos resulta más fácil imaginar el final del mundo que el fin del capitalismo”: Martín Caparrós

10/03/2020 - 1:00 pm

El periodista y escritor argentino publica Sinfín, una novela sobre un hipotético futuro en el que los humanos han conseguido vencer a la muerte.

«Hay religiones en las que ya no cree nadie porque empezamos a pensar que deberle obediencia a un señor que dice haber sido elegido por Dios es una estupidez, salvo que estés en España», expresó el autor.

Por Matías de Diego

Ciudad de México, 10 de marzo (ElDiario).- Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) dice que su última novela es, como todas, una historia de dudosa veracidad, pero hecha de la forma en la que se hacen las crónicas periodísticas. «Tenía ganas de reírme un poco de todo esto», confiesa sin desvelar si al final no se lo ha acabado tomando demasiado en serio.

Sinfín (Literatura Random House) habla de un mundo en el que la muerte se ha extinguido y en el que las religiones han perdido el monopolio que durante años ejercieron sobre la vida eterna. Los Estados modernos han colapsado, el trabajo ha desaparecido, Europa vive una Nueva Edad Media y las grandes corporaciones tecnológicas han logrado dominar el mundo.

–que se pronuncia tsian y significa paraíso– nos ha hecho inmortales, pero hemos tenido que pagar un precio muy alto para vivir como dioses. Caparrós nos cuenta el mundo de 天 y de 2070 a través de los ojos de una de las últimas periodistas. Un personaje del que apenas sabremos nada y que trata de desvelar lo que nunca nos contaron sobre LaMásBellaHistoria, la mitología oficial que silencia los sacrificios humanos que sirvieron para inventar la tecnología que acabó con la muerte.

—¿Qué es una ficción sin novela, como ha descrito Sinfín?

—Supongo que es lo contrario de una novela sin ficción, que es este género que aparentemente se trabaja mucho en estos tiempos. Es un género que también se ha venido llamando crónica o no ficción, esto de armar tus recuerdos, con tu vida, con tus tatarabuelos, con algo más o menos real o qué se yo, y en el cual me atribuyen cierta presencia.

Tenía ganas de reírme un poco de todo eso y de hacer lo contrario: armar algo que tuviera la estructura de una no ficción, la forma de una crónica, pero que al narrar hechos que suceden en 2070 fuera de dudosa veracidad. La idea inicial era desmitificar un poco la crónica, un género demasiado reverenciado últimamente, usando sus formas para contar algo obviamente falso.

—¿Cuándo pasó de ser una forma de desmitificar su oficio a ser algo más?

—Cuando empecé a escribir, qué se yo. Me entusiasmó la idea de montar un ‘mundito’ y darle ciertas características, pensarlo e imaginar cómo contarlo. Digamos que mantuve la forma inicial de no ficción pero estando cada vez más centrado en construir ese futuro y lo que pasa en él. Tiene ciertos problemas técnicos esto de escribir crónicas desde el futuro.

—¿Sí?

—Sí, por ejemplo, había muchas cosas que nosotros no podemos conocer porque todavía no se han inventado y que no podía explicar en el texto. Describir lo que es un TruVí en el momento en el que todo el mundo lo está usando es como explicar lo que es un coche en un texto contemporáneo. Todos esos problemas técnicos que había que ir resolviendo me parecían muy atractivos.

—Todo parte de un gran dilema y es esa pregunta que se hace la periodista al principio de la novela: «¿Nos importaría que nuestra salvación se construyera sobre la condena de unos ‘pobres diablos’?».

—En realidad, el principio es todavía parte de mi desmitificación: un narrador visitando un lugar muy pobre, donde todos sufren y están excluidos del resto; podría estar en cualquiera de mis crónicas. Quería tomarme un poco el pelo. Después lo fui integrando en la estructura de la narración y dándole un sentido.

Me gustó esta idea de que todos los avances técnicos de los que la novela habla funcionan para los que puedan pagarlos. Grandes avances como el hecho de poder comer todos los días, por ejemplo, sirven a quien puede pagarlo, y muchos no lo consiguen porque están excluidos de nuestros mecanismos. No sé si una cosa es la condición para que exista la otra, pero así es como funciona.

—¿Por qué decide colocar a una periodista en el centro de la acción?

—Porque para hacer una crónica hace falta alguien que la escriba. También porque quería evitar que el yo del narrador estuviera muy presente. Apenas sabemos nada sobre ella; aparece poco y cuando lo hace es a través de lo que cuenta, que es la forma en la que a mí me parece que debe aparecer un cronista. Siempre digo que no hay que confundir esto de escribir en primera persona con escribir sobre la primera persona.

—Es casi una de sus obsesiones.

—Claro. Se trata de encontrar una manera en que la primera persona esté, sobre todo porque legitima el hecho de que toda visión es subjetiva y de que no hay objetividad posible, pero que, al mismo tiempo, no se entretenga narrando de qué color son sus pantalones. A mí qué me importa eso.

—¿Son los mitos, como el de LaMásBellaHistoria, los que sostienen nuestras sociedades?

—Sí, de cualquier religión o de cualquier patria que se jacte o se precie de serlo. Todas ellas son construcciones ideológicas basadas en algún relato que tiene la suficiente fuerza como para que millones de personas lo crean y actúen en función de ese relato.

Un mito es el relato inverosímil de que todos los que viven dentro de los límites que se fijaron hace 200 años, 500 años, 80 años, qué se yo, son compatriotas y comparten una identidad que aquel que vive veinte kilómetros más allá ya no tiene. Yo quería armar esto, un relato, un mecanismo ideológico, que creara este tipo de adhesión identitaria.

—Los personajes de Sinfín se acogen a ese mito porque su mundo se desmorona: Europa se hunde por los nacionalismos y la llegada masiva de refugiados; las religiones se radicalizan e inician nuevas Cruzadas; las máquinas desplazan a los humanos como fuerza de trabajo; y las corporaciones toman el poder. Tiene mucho que ver con algunas cosas que están pasando en el año 2020.

—Un poco. Obviamente, la situación es mucho menos dramática de lo que cuento en la novela, pero es un poco una prolongación de las líneas que se ven en este momento. Sobre todo el hecho de la hegemonía china, que va creciendo todo el tiempo y que no es más que la corrección de un error breve de la historia. China siempre fue el país más poderoso, salvo por un momento de confusión que duró dos o tres siglos. Ahora eso se está corrigiendo y vuelve a ser el país más poderoso, pero para serlo, en este momento, necesita tener cierta hegemonía sobre el resto del mundo. Nunca les interesó a los chinos, pero no tienen más remedio que hacerlo.

—Además de China, Brasil y la India son los otros dos Estados que «se salvan» en la novela y logran permanecer por encima del resto. ¿Por qué elige estos dos países?

—Fue una decisión arbitraria, qué se yo. Aunque arbitraria dentro de cierta lógica. La India tiene 1.200 millones de habitantes y un poder muy fuerte; es probable que sobreviva como Estado, aun cuando otros vayan cayendo. Brasil, dentro de todo, es el único que en América Latina tiene una entidad totalmente distinta a todas las demás. Pero qué se yo, quería elegir dos o tres que permanecieran y esos me parecieron los más verosímiles.

—¿Cree que los nacionalismos pueden precipitar la ruptura de Europa? Porque esa es precisamente una de las razones de su hundimiento en la novela: el nacionalismo y el cierre de fronteras como respuesta a la llegada masiva de migrantes.

—Los nacionalismos son el engaño más bobo que se ha inventado en los últimos 600 años, y lo curioso es que funciona. Eso quiere decir que somos muy bobos. Los nacionalismos siempre producen problemas, conflictos innecesarios, malestar y muertes; florecen bajo supuestas amenazas, ya sean ciertas o agrandadas por aquellos a los que les conviene que haya una sensación de amenaza, que es lo que suelen hacer los líderes nacionalistas. Es lo que estuvieron haciendo aquí durante varios años el señor [Mariano] Rajoy y el señor que estuviera en Barcelona, ¿no?

En cualquier caso, no quiero hacerme cargo de lo que cuenta la novela como si fuera una verdad histórica. Inventé una versión posible del futuro y, si acaso, lo interesante de leerla puede ser discutir con mi versión del 2070 e ir pensando versiones propias. Tú lees esto o lees otra cosa y discutes, cambias las cosas, te extrañas de que yo crea que algo pueda pasar. Lo interesante de la novela es que el lector vaya discutiendo con ese futuro que invento y ofrezco, qué se yo, para pasar un rato pensando cómo podría ser en realidad. Creo que es una cosa, el futuro, en la que no pensamos suficiente.

—¿No?

—No, le tenemos miedo. Vivimos una de esas épocas que hay de vez en cuando en la historia en las que no hay un proyecto de futuro que nos guste, digamos, y en las que no tenemos una idea clara de la sociedad que queremos construir. El futuro es miedo, es la amenaza ecológica, la amenaza poblacional, la amenaza política. Y esto ocurre, básicamente, porque no hay una idea de futuro que nos interese o que queramos producir o poner en marcha. No hay promesa.

Sí hay una idea de cambio. Aunque ya no sea un cambio político, como lo fue en los últimos siglos, sino uno técnico. La técnica ha ocupado el lugar de la política como promesa de cambio. Cuando piensas en el futuro, piensas en la inteligencia artificial, en las máquinas, en las nanotecnologías y en todo esto.

Pensamos en cómo serán nuestras vidas con la inteligencia artificial, cómo será con los robots –¿nos dominarán, nos harán esto, nos harán lo otro?–, pero no reflexionamos sobre cómo serán nuestros sistemas políticos o nuestras sociedades o nuestras relaciones. Nos resulta más fácil imaginarnos el fin del mundo que el final del capitalismo. Como no hay nada que lo reemplace, nos hemos resignado a creer que este sistema durará para siempre. Y nunca hubo nada que durara para siempre: las cosas cambian y se terminan.

—天 empieza siendo una forma de huir de la muerte, pero se acaba convirtiendo en una forma de escapar de las miserias de la propia vida.

—Eso trata de ser una continuidad muy exacerbada, digamos, de ciertas líneas que ya están planteadas. Nosotros vivimos en un mundo cada vez más virtual. No sé si nos damos cuenta, qué se yo, parecerá una tontería, pero cuando viajo en el tren –algo que hago con cierta frecuencia– no hay nadie que no esté abstraído en su teléfono. Viven en su mundo virtual individual, que es lo mismo que 天, solo que a lo bestia y con placer. Con sus mejoras técnicas, 天 es una exacerbación de eso.

—¿Estamos preparados para derribar nuestros mitos? Se lo pregunto porque la periodista de la novela duda sobre si debería o no desvelar lo que descubre sobre LaMásBellaHistoria.

—Decide contarlo, pero lo hace solo por escrito para que nadie se entere. Escribir algo es la mejor forma de guardar un secreto… Sí, estamos preparados para derribar mitos y llevamos mucho tiempo haciéndolo. Hay religiones en las que ya no cree nadie y, por ejemplo, ese que decía que el rey es un señor al que designaba Dios para que nos gobernara tampoco tiene sentido. Nadie nos dijo que dejáramos de creerlo sino que empezamos a pensar que deberle absoluta obediencia a un señor que dice haber sido elegido por Dios es una estupidez, salvo que estés en España.

Aquí parece que hay mucho que todavía no piensan que sea tan estúpido. Aunque hoy, según me dijeron, ya están empezando a cambiar de opinión por esos 100 millones [Caparrós se refiere a los 100 millones de euros que Juan Carlos I habría recibido de Arabia Saudí; una supuesta donación que está investigando la Fiscalía Anticorrupción]. Como si todos esos millones valieran más que dejarse gobernar por un señor que nació de tal mujer o de tal hombre.

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Redacción/SinEmbargo
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