Barbas Poéticas

ENSAYO | Concha Urquiza, la poeta mística enamorada de Dios, y su lucha entre lo terrenal y lo espiritual

11/01/2020 - 12:03 am

Concha nació en Morelia el 24 de diciembre de 1910 y murió ahogada en el mar de Ensenada el 20 de junio de 1945. Su poesía ha tenido varias ediciones, pero de pocos ejemplares y deficiente distribución, por lo que no es muy conocida. Sin embargo, su sensibilidad, visiones y belleza del lenguaje la consagraron como a una gran poeta mística.

A los once años, Urquiza ya escribía poemas de una admirable confección, y a los 14, publicó en la famosa Revista de Revistas. Entre la vida bohemia y la religiosa, rechazó todo alarde del ambiente intelectual y fue tan modesta y rigurosa consigo misma que nunca le dio importancia a sus textos.

Por José Vicente Anaya

Ciudad de México, 11 de enero (BarbasPoéticas).- Concha Urquiza (1910-1945) en su corta estancia aquí en la Tierra dejó una gran estela de amor, que va de su deleitosa poesía místico-erótica a las amistades que cultivó. La capacidad amorosa de Concha se refleja en el gran cariño que, a su vez, le profesaron quienes la trataron de cerca.

Amigos y amigas que han demostrado un especial afecto y admiración por Concha son: los escritores Mauricio Magdaleno y Arqueles Vela, los hermanos eruditos Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte, las poetas Rosario Castellanos y Dolores Castro, los sacerdotes poetas Joaquín Antonio Peñalosa y Xavier Guzmán Rangel, las cultas abogadas Rosario Oyarzun y Guillermina Llach, los poetas Germán List Arzubide y Manuel Calvillo, los académicos Antonio Castro Leal y Porfirio Martínez Peñaloza, en fin, y tanta más gente.

Concha nació en la ciudad de Morelia, Michoacán, el 24 de diciembre de 1910. Siendo muy pequeña muere su padre y la familia se traslada a la ciudad de México. Desde sus primeras letras muestra inclinación por la literatura clásica, a tal grado que a sus once años de edad ya escribe poemas de una admirable confección, como es el caso de los que publicó en La Revista de Yucatán (1923). Ya adolescente, a los 14 años, publicó en la famosa Revista de Revistas (editada hasta hace pocos años), donde aparece una foto suya en la que es notable su precocidad y una especial sensualidad.

De 1928 a 1933 Concha vivió en la ciudad de Nueva York, periodo en el que se gesta su formación cosmopolita, donde se pone al día en lo que respecta a temas y autores de suma importancia en aquella época. Es también el momento en que perfecciona su conocimiento del inglés y lee a los clásicos de este idioma. De aquí viene una frase de chispa que hizo correr entre sus amigos: «Cuando estoy en los Estados Unidos y oigo ladrar el inglés, me pongo a leer a Shakespeare. Cuando estoy en México y oigo aullar el español, me pongo a leer a Cervantes».

En los años que anteceden a su viaje a los Estados Unidos y que se extienden a poco después de su regreso a México, Concha vivió una experiencia politizada con inclinación de izquierda, que parece haber ido de la simpatía o militancia en el comunismo al anarquismo crítico, terminando en una insatisfacción existencial que creyó sólo podría resolver en la vida religiosa, pasando así a una búsqueda mística en el catolicismo que la llevó a ser postulante en un convento de las Hijas del Espíritu Santo (monjas docentes). En esta etapa Concha escribió sus más bellos poemas, caracterizados por una sabrosura de lenguaje e imágenes erótico-amorosas, similares a los que escribieron los poetas clásicos españoles Fray Luis de León, Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

Entre la bohemia y la vida religiosa, Concha rechazó toda impostura o alarde típicos en los ambientes intelectuales y, desde este punto de vista, fue tan modesta y rigurosa consigo misma que nunca le dio a sus escritos la importancia que merecían. Fue así que no se preocupaba por conservar sus poemas, y esto quiere decir que no pensó en que llegaría a publicar un libro con ellos. Son múltiples las anécdotas de sus amigos y amigas en las que cuentan que, estando en alguna cafetería, Concha escribía rápidamente sobre una servilleta y la dejaba en la mesa o se la regalaba a quien le acompañaba.

Ahora resulta que muchas de esas servilletas son los originales de sus poemas.

Concha Urquiza murió ahogada en el mar de Ensenada, Baja California Norte, el 20 de junio de 1945. Su poesía ha tenido varias ediciones aunque de pocos ejemplares y una distribución deficiente, razón por la cual ella no es muy conocida. Hasta aquí, se trata de una breve presentación de esta poeta quien, junto con sor Juana Inés de la Cruz, es orgullo para la cultura mexicana.

II

UNA orquídea en el desierto. Sólo una imagen así nos aproxima a Concha Urquiza. Poeta inconcebible que, sin embargo, apareció. Insólita, extraña, aislada… Nadie como ella ha podido escribir una poesía delicada, profunda, hermosa, con cánones clásicos y auténtica, en pleno siglo XX. En su poesía no hay meras formalidades, y mucho menos una simple imitación del pasado, puesto que ella vivió su religiosidad (entre 1937 y 1945) con la misma búsqueda y entrega que lo hicieron los poetas místicos españoles en el siglo XVI.

Concha Urquiza amó con intensidad, y con todas las contradicciones que ese amor implica. Su pasión quedó escrita en cartas, en un diario y en sus poemas. Su gran Amado fue Dios. Después de unos cuatro años de militar en el Partido Comunista, descubrió que sólo el amor ardiente por la Divinidad podría llenar su existencia. Sucedió en 1937, «la noche en que Él se apoderó tan completamente de todos mis deseos». Unos meses más tarde escribió: «Nunca amé a nadie con tal pasión del entendimiento y la voluntad, ni creo que después de haber sentido esto pudiese contentarme con el amor de un hombre».

El amor ha sido la vía de acercamiento y culto a Dios para la mayoría de los místicos católicos. Más de 200 años antes de los místicos clásicos españoles, Ramón Llull decía: «Sin el amar, Dios no se comunica con hombre alguno». Y fray Luis de León: «Ninguna cosa es más propia a Dios que el amor; ni al amor hay cosa más natural que volver al que ama en las primeras condiciones y genio del que es amado». Recordemos que san Juan de la Cruz llegó a concebir diez grados de amor místico: «1…hace enfermar al alma provechosamente. / 2. …busca sin cesar a Dios. / 3. …hace al alma obrar y le pone calor para no faltar. / 4. …causa en el alma, por razón del amado, un ordinario sufrir sin fatigarse. / 5. …hace al alma apetecer y codiciar a Dios impacientemente. / 6. …hace correr al alma ligera hacia Dios y dar muchos toques en él, y sin desfallecer corre por la esperanza. / 7. …hace atrever al alma con vehemencia. / 8. …hace al alma asir y apretar sin soltar. / 9. …hace arder al alma con suavidad. / 10. …hace al alma asimilarse totalmente a Dios…». Concha Urquiza, con toda seguridad, conoció todos estos grados de amor.

La poesía mística es forzosamente producto de una revelación, no puede escribirse sin experimentar el trance espiritual. En 1940, Concha escribe:

A veces me ha pasado una cosa natural, pero desconcertante: volver de una oración6 intensa y darme cuenta, de pronto, como que se me entra por los sentidos, del mundo alrededor  de mí. La sensación es estupor y curiosa tentación de angustia, como quien pasa de un medio físico a otro que le es extraño: había estado viviendo en ese mundo tan diferente,  del alma, y me parece que choco con las cosas exteriores, y  que me lastima su realidad.

Pocas veces el fuego vehemente del amor puede ser expresado en una frase corta, como lo hizo Concha Urquiza: «quiero amarte sin mí». Frase que nos recuerda uno de los versos más famosos en san Juan y santa Teresa: «Vivo sin vivir en mí». Pero estas palabras de Concha nos dan otra dimensión.

Siendo  tal  el  amor  de  Concha  Urquiza,  ella,  como poeta enamorada, se describe en un atropello de imágenes para buscar a su Amado:

Yo soy como la cierva que en las corrientes brama.
Sed y polvo de fuego su lengua paraliza,
y en salvaje carrera, con las astas en llama,
sobre la piedra el casco golpea y se desliza.

En un soneto de 1943, el ansia que produce el amor es expresada así:

Este imperioso afán que te reclama
no en el centro del alma fue nutrido:
me ha turbado sin mí, como el sonido,
es ajeno a mi ser, como la llama.

Toda  la  belleza  del  Amado  puede  ser  captada  sin necesidad  de  describirlo  detalladamente,  basta  con algunos destellos que dan una presencia más que total, como en este fragmento del poema «Job»:

hirió la tierra, la ciñó de abrojos,
y no dejó encendida bajo el cielo
más que la obscura lumbre de sus ojos.

En la poesía amorosa mística no faltan las imágenes eróticas, sabrosas, que mueven los sentidos. De «La oración en tercetos» transcribimos estos fragmentos de Urquiza:

Como amante en el seno del amigo,
que largamente bebe su deseo,
gozarme quiero en soledad contigo.
[…]
Cuando te rindas a mi tibio abrazo,
háblame, dulce Amor, de aquella cita
que has de ceñirme con eterno lazo.
[…]
Allí te encontraré la vez postrera,
y en tu pecho de amores florecido
conoceré la eterna primavera.
[…]
El ciego centro de mi vida toca,

y éntrate al corazón como la llama

que en flaco leño con fiereza emboca.
[…]
Y así anegado el corporal sentido,
aquiétate en mi seno mansamente
y tengamos las cosas en olvido.

La  descripción  de  un  paisaje  también  expresa  la delicadeza del sentimiento amoroso, las imágenes suaves nos dejan la sensación de un momento en que la enamorada de tanto tener el amor casi lo pierde:

Ya la niebla sutil se despereza,
y canturreando amores en el viento
un pájaro los valles atraviesa.

Los ojos se fascinan de ver, y ya no son los sentidos ordinarios, ven más y diferente, como en estos versos del poema «El encuentro»:

La playa vasta en los dorados ojos,
de clara luz bañada;
las aves marineras atraviesan,
colúmpianse las brisas derramadas;
cálido olor de brotes y de nidos
trasciende la montaña.
Ávida y lentamente va la tierra
por las pupilas áureas.

El pasmo ante el inmenso y complejo funcionar del Universo culmina en la percepción de la música estelar:

Bajo los quietos ojos
treme y se agita la materia informe;
giran las nebulosas encendidas,
halla su centro el incipiente orbe,
la múltiple expresión busca el principio,
agrúpanse los átomos veloces,
se organizan las fuerzas derramadas,
se complican las notas en acordes.

Vida, materia, toda posesión (hasta el amor asido), están bajo el signo de lo efímero –desgaste, trocitos que van desapareciendo:

¿Qué es bajo polvo lo que vil adoro,
y que siendo este bien perecedero,
a tiempo que lo gozo, lo devoro?

La ciudad alucinada, con su presencia aplastante de materialidad, puede explicar la tristeza y la necesidad de un contacto en el orden de lo sensible:

Va la ciudad flotando a la deriva
con perezosas brumas y deshielo;
la luz, sobre la cúpula del cielo,
más parece pintada que no viva.

Para la mística católica sólo el amor a Dios induce a pasión extrema. Ya nos había dicho Concha Urquiza: «ni creo que después de haber sentido esto pudiese contentarme con el amor a un hombre». San Juan de la Cruz dice: «es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor». La sabrosura de este amor pleno, erotizado, mueve al olvido de lo terrenal:

Mi corazón olvida
y asido de tus pechos se adormece:
eso que fue la vida
se anubla y obscurece
y en un vago horizonte desparece.
¡Esfuerza, corre, búscale, así aprendas
la ciencia del amor pura y sabrosa,
así del muro de su pecho prendas
y entres a la bodega silenciosa
y sepas el secreto de su vino
con que el alma se embriaga y se reposa!

¿Y qué es el amor? El amor es una de esas pocas cosas que no pueden ser explicadas sin experimento de por medio, y que tal vez sólo la precisa imprecisión de la poesía se aproxima a decirlo:

Amor, corriente escondida
que pechos adentro va,
como un manantial que está
alimentando mi vida.

En los momentos esquivos del Amado, hay dolor, y  la poeta reclama:

¿Por qué, si enamorado,
la ley esquivas del abrazo ardiente?
¿Por qué la dulce fuente
hurtas del bien deseado,
dejando labio y corazón burlado?

También, por ser inmenso el amor, la poeta queda apabullada y confundida, hasta encontrarse en el tenso centro de las contradicciones:

Entre el cobarde impulso de olvidarte
y el doloroso afán de poseerte,
el corazón vacila de tal suerte
que ya no sabe huirte ni buscarte.

Las imágenes amorosas que hemos visto en la poesía de Concha Urquiza, son sumamente explícitas de un amor de enorme fuerza. Su gran amor, Dios, ha sido vivido y cantado con un fuego que arde desde las entrañas del cuerpo y del alma. El místico español Francisco de Osuna, en las primeras décadas de 1500, escribió:

Esta amistad o comunicación de Dios al hombre, no por llamarse espiritual deja de tener mucho tomo e certidumbre…; hablo de la comunicación que buscan e hallan las personas que trabajan de llegar a la oración y devoción, la cual es tan cierta que no hay cosa más cierta en el mundo, ni más gozosa, ni de mayor valor ni precio.

Todo  amor  vigoroso  lleva  de  diferentes  maneras, entre la dialéctica de la unión y la separación, a sentir muchas formas de dolor y muerte. Pero si el Amado es Dios, el asunto es aún más complejo. San Agustín describió su estado de amor así:

Y no podía vivir sin Él… ¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí… Y cuanto había comunicado con Él se me volvía, sin Él, un suplicio suavemente cruel. Y llegué a odiar todas las cosas porque no Le tenían.

El  asunto  es  más  complejo  porque,  en  el  amor místico católico, la muerte es el único medio en que se puede vivir (estar) definitivamente con el Amado. Y de hecho el morir (pasar a la otra vida) es un anhelo ferviente  en  estos  místicos.  Recordemos  estos  versos  de fray Luis de León:  «¿Cuándo será que pueda / libre de esta prisión volar al cielo, / Felipe, y en la rueda / que huye más del suelo, / contemplar la verdad pura sin velo?» O estos otros de santa Teresa: « ¡Ay, qué larga es esta vida! / ¡Qué duros estos destierros! / Esta cárcel, estos hierros / en que el alma está metida. / Sólo esperar la salida / me causa dolor tan fiero, / que muero porque no muero».

Sin  menos  intensidad,  sin  menos  belleza,  Concha  Urquiza escribió estos versos en que desea morir para estar con el Amado:

El corazón do entero te vertiste
tu camino forzado entre despojos,
y el duro sello de tu amor pusiste,
¿qué puede ya buscar sino tus ojos?
¿Qué desear, sino morir contigo?

La muerte es también la liberación (cfr. supra, santa Teresa) de todo sufrimiento terrenal. Lo terrenal, lo pedestre ata a la inmediatez, y hasta puede alejar de la Divinidad.  El  sufrimiento,  entonces,  se  sigue  desdoblando. El deseo de muerte aparece por no tener a Dios en vida o porque es tenido muy poco y deseado más, o para tenerlo definitivamente en la otra vida. Así, Concha Urquiza llegó a escribir:

llegará una hora –quién sabe cuándo… tal vez allá detrás de la muerte–, en que vuelva a abrirse para mí Su corazón  divino y me deje refugiarme en Él, y dormir…»/ «Dichosos aquellos que mueren en el Señor […], me pregunto si de veras es cosa de entristecerse por la muerte de un ser amado. Dichosos… ¡qué más quisiéramos nosotros que estar con Él ya para siempre!»/ «Todavía a ratos cometo la locura de volver a soñar con aquella muerte gloriosa que Tú sabes: morir por amarte»./ «En estos días mi oración viene a condensarse en un solo ruego: que si no es posible que sea Suya, no quiera alargar mi vida.

Lo más deseado, Dios, está en el orden de lo espiritual; entonces, en su búsqueda choca con todo lo material. Contradicción entre el Cielo y la Tierra. «Yo conozco ahora demasiado bien que me muevo entre sombras y entre muertos, y que –si quiero vivir– Él es la Vida». Y ya había escrito santa Teresa: «Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar dos contrarios, tan enemigo el uno del otro, como es vida espiritual, y contentos, y gustos y pasatiempos sensuales».

Las contradicciones entre lo terrenal y lo celestial llevan a Concha Urquiza hasta la zozobra, a un sufrimiento constante de caídas y levantadas, incluso, a las crisis nerviosas. El mismo amor, de por sí, en tanto sentimiento humano, conlleva contradicciones de las que no escaparon ni los místicos clásicos españoles. No olvidemos que el amor es una pasión. Es por eso que los místicos orientales buscan deshacerse de las pasiones. Entre los cristianos (europeos)  místicos,  parece  que  sólo  Meister  Eckhart coincide con los orientales, sobre todo con su concepto del desprendimiento o desasimiento.

Es importante también notar que para los místicos orientales vivir o morir es lo mismo, en tanto simples cambios de «esferas» o reencarnaciones; por lo tanto, les da igual estar vivos que muertos, esto les hace esperar la muerte en cualquier momento sin el deseo de algo mejor en la otra vida. El equivalente al Cielo o Paraíso, para los budistas, es el Nirvana lo cual puede alcanzarse en vida a través del estado búdico (o de Buda); sin embargo, se puede decidir alcanzar sólo el grado de Bodhisattva para reencarnar en la  Tierra y seguir haciendo el bien. En el misticismo oriental también hay erotismo (sexualidad), como lo es la práctica del tantra, pero en este caso la erotización no es con la Divinidad, sino llanamente carnal, y se toma más como una técnica de entrar en trance o iluminación a través del éxtasis orgásmico.

Estas diferencias, entre la mística de oriente y la de occidente, vienen al caso sólo para señalar cómo una visión determinada del mundo (cosmogonía) puede crear consecuencias específicas. Sin la vivencia apasionada del amor por Dios, los místicos católicos no habrían producido poesía amorosa tan bella.

III

Concha Urquiza, sobre todo, fue una gran enamorada de Dios, y es por este enamoramiento que nos dejó tan hermosa poesía. A las contradicciones de su amor por la Divinidad (todo enamoramiento profundo crea desazón) hay que agregar su lucha entre lo espiritual y lo material, sus amores a humanos y, englobándolo todo, su lucha existencial.

El  amor  siempre  marcó  a  Concha: «recuerdo  que durante muchos años una de las mayores torturas era la carencia de amor, aun el más bajo de los amores humanos…». Consideró que se excluían mutuamente el amor a Dios y el amor a un humano, y esto le creó un sinnúmero de mortificaciones y dudas: «Dios sabe qué criatura va a pasar mañana delante de mí por la calle, que despierte los antiguos impulsos; qué hora de desesperanza va  a  impulsarme  a  buscar  el  descanso  de  unas  horas lejos de Él… De esto tengo miedo». Pasaba de la certeza  de que su amor a Dios había terminado con todo cariño terrenal (« ¡qué fácilmente se olvidan los amores humanos!»), al descubrimiento de amar terrenalmente («mi corazón está preso, mi entendimiento fijo en una criatura; en mis momentos de adoración pienso en él aunque no quiera; y pensando en él, quiera o no, el corazón se llena de nostalgia, de alegría y de ternura».

Este tipo de contradicciones, por supuesto, no sucedían en un día sino a lo largo de meses, lo cual da una idea de periodos en que su búsqueda daba giros entre aceptaciones y rechazos de entrega total que terminaban deshaciéndola hasta el desasosiego. Concha no hacía caso omiso de sus «marejadas de sombra» (como llamó a sus crisis):

Sufro porque vivo en una contradicción perpetua. / La vida entera es guerra del cuerpo contra el cuerpo, del alma contra el alma […] no sé qué tengo ni qué quiero […] y con no desear nada, lo que me tortura no es sino un deseo más grande que todos los otros y que los absorbe todos… pero éste es un huésped desconocido…/ mi corazón está frío, mis nervios exasperados y paralizadas todas mis energías… tengo que debatirme en una angustia incesante; de aquí la terrible exasperación de los nervios, el terror del futuro, y tantas cosas que están haciendo mi vida intolerable.

Las búsquedas de Concha Urquiza fueron sinceras. La vitalidad de sus deseos la hizo vivir en un vaivén de extremo a extremo. De la tranquilidad a la inquietud, del gozo al sufrimiento, del cuerpo al espíritu… Cada lucha la aniquilaba:

Si se puede imaginar la desolación y la desesperanza de un hombre que camina a través de un desierto sin límite, o del náufrago que se sienta en la playa a ver el mar inmenso y el horizonte desnudo, día tras día, tal vez se pudiera dar la idea de mi cansancio.

En sus «marejadas de sombra», Concha deseó la muerte para dejar de sufrir o para escapar de sus contradicciones: «Yo  sólo  he  querido  morir  para  descansar  un poquito…» (8 de diciembre de 1938) / «Si Dios tuviera piedad de mí, me enviaría la muerte, antes de que me envilezca más… (5 de enero de 1939). Esto ha creado la sospecha de que ella decidió matarse abrazada por la vastedad del Océano Pacífico (también dicen que estaba enamorada del mar); sin embargo, el suicidio no es más que una hipótesis, no hay datos que lo comprueben. Quienes la trataron de cerca aseguran que se ahogó por accidente, pero esta versión puede estar determinada por la condena al suicidio en la fe católica; y también resulta una aseveración especulativa, puesto que no hubo testigos  presenciales  («alguien  dijo  que  había  oído  unos gritos»). Se podría incluso, aventurar alguna otra versión sobre la muerte de Concha Urquiza, pero ahora es un asunto irrelevante.

Los  últimos  meses  de  su  vida,  según  dice  Gabriel Méndez Plancarte, estuvieron turbados por la depresión. Y en sus dos últimos sonetos aparece lo sombrío desde el título: «Nox» («Noche»). En esta poesía sufre la sensación  de  haber  perdido  a  su  Amado:  «¿Cómo  perdí,  en estériles acasos, / aquella imagen cálida y madura / que me dio de sí misma la natura / implicada en Tu voz y en Tus abrazos? / Ni siquiera el susurro de Tus pasos, / ya nada dentro el corazón perdura…»

La vida de Concha Urquiza fue tormentosa por intensa. Tal vez sea ley que a algunos artistas la intensidad les apresura el tiempo, y tienen que morir jóvenes bajo  cualquier  circunstancia.  A  los  35  años  logró  una obra extensa y madura que muy pocos poetas alcanzan a esa edad. Ella se calcinó en el fuego de sus contradicciones. Puede ser que nunca la consideren santa pero su sensibilidad, sus visiones, la belleza del lenguaje e imágenes en su poesía, ya la consagran como a una excelente poeta mística.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE BARBAS POÉTICAS. VER ORIGINAL AQUÍ. PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN.


Ensayo extraído del libro Brota la vida en el abrazo. Poesía mística y cotidianidad de Concha Urquiza: Una biografía oral, escrito por José Vicente Anaya.

Redacción/SinEmbargo
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