El miedo produce un extraño placer que genera adicción: Alfonso Orejel, autor de Consumidores de pesadillas

02/11/2019 - 12:05 am

Cinco jóvenes descubren el portal hacia un mundo de criaturas perturbadoras; sin embargo más que alejarse para siempre, regresan todos los días por más “dosis” de adrenalina y experiencias tétricas. Pero todos los excesos son peligrosos.

«El miedo aproxima, como ninguna otra emoción, la posibilidad de morir. Sacude nuestros sentidos”, opina el escritor originario de Los Mochis, Sinaloa, acerca de su última publicación, que además explora el «desencanto y escepticismo de generaciones de jóvenes” hacia el futuro.

Ciudad de México, 2 de noviembre (SinEmbargo).- Las pesadillas están hechas del miedo, una emoción que nace cuando advertimos peligro, pero también cuando algo nos resulta inexplicable o fuera de toda lógica racional. Así opina el autor de una historia donde cinco jóvenes descubren el portal hacia un mundo de criaturas perturbadoras; sin embargo más que alejarse para siempre, regresan todos los días por más “dosis” de adrenalina y experiencias tétricas. Pero todos los excesos son peligrosos.

«El miedo siembra la zozobra, aproxima, como ninguna otra emoción, la posibilidad de morir, pone en vilo la tierra sobre la que posamos los pies. Es una experiencia sobrecogedora que sacude nuestros sentidos. Hace que la sangre corra precipitadamente dentro de nuestras venas y que el corazón quiera escapar del pecho. Produce un extraño placer que genera adicción”, opina el escritor originario de Los Mochis, Sinaloa.

En entrevista con Puntos y Comas, el también promotor de la lectura Alfonso Orejel Soria habló de Consumidores de pesadillas, una novela que «explora la epidemia de desencanto y escepticismo que ha afectado a generaciones de jóvenes” y su «desconfianza con nuestros valores y costumbres”.

***

—Cuéntanos acerca de tus personajes, ¿cómo son, qué función tiene cada uno en la historia?

—Aldo es el típico gordo y cerebrito buleado por los compañeros de clase, a quien su genio lo salva del oprobio, es el perdedor victorioso; Iris es la chica que viste ropas negras y holgadas para ocultar sus curvas, está harta del mundo y su demagogia futurista; Hugo quiere sentir el sabor de la muerte, es fanático del peligro y huye del destino que le quiere endilgar su padre; Felicia es la hija de unos «felizologos» profesionales que le exigen lleve una sonrisa en su rostro como una llave para “ abrir todas las puertas”; Brandon es el chico que vive en condiciones más desfavorables con su abuela, y anhelando partir a Tijuana a buscar a su madre de la que no sabe nada hace meses. Todos se internaran en un mundo subterráneo y arriesgado, poblado de pesadillas que casi les arrancaran el pellejo y los ojos.

—¿Por qué los jóvenes que descubren el portal, regresan? ¿Qué les atrae de las criaturas?

—Porque las emociones que los embargan, los estremecen y paradójicamente los hacen sentir vivos. El deseo de padecer miedo lo heredamos de los hombres de las cavernas. Ellos temían al relámpago, al trueno, al volcán en erupción, a las enfermedades, es decir, a lo desconocido. Nosotros le tememos a lo que nos resulta a veces inexplicable, que se fuga de nuestra lógica racional. Las pesadillas están hechas de esta materia.

Un mundo que tiende a uniformizar, a convertirnos en seres consumistas, en fieles de una Fe, en hooligans de una barra de futbol, en alumnos obedientes, en ciudadanos callados que solo depositan su voto y creen que están cambiando su entorno, acaba produciendo legiones de seres que renuncian a pensar, a ejercer su criterio, a ondear su libertad, que prefieren quedarse cómodamente cruzados de brazos.

—Alfonso, ¿el miedo es adictivo? ¿Por qué nos gusta asustarnos?

—El miedo siembra la zozobra, aproxima, como ninguna otra emoción, la posibilidad de morir, pone en vilo la tierra sobre la que posamos los pies. Y esta es una experiencia sobrecogedora que sacude nuestros sentidos. Hace que la sangre corra precipitadamente dentro de nuestras venas y que el corazón quiera escapar del pecho. Produce un extraño placer que genera adicción.

—¿Qué te llama la atención o te motiva a escribir literatura para jóvenes? ¿Cuál es la principal característica de escribir una novela para este sector en particular?

—No me propuse deliberadamente escribir una novela para jóvenes. Así fue saliendo y lo que sí traté de hacer es darle la mayor verosimilitud posible. Porque debía recobrar el habla coloquial y callejera que ellos emplean. El escritor tiene que atreverse a entrar en el complejo engranaje mental de los jóvenes y eso es, con toda franqueza, un acto temerario. No sé hasta qué punto lo logré.

Para mí, esta novela explora la epidemia de desencanto que ha afectado a generaciones de jóvenes. Registra su escepticismo ante el futuro que acicalamos para ellos y la desconfianza con nuestros valores y costumbres.

—¿Tus historias en general y ésta en particular tienen algo del contexto del norte?

—Creo que sí. En el tono de la voz es visible. En ciertos lugares físicos, en la comida, en el humor franco y descarado, en la franqueza tan común por estos lares. Aunque la historia pudo suceder en cualquier lugar del país. No hice una novela para reivindicar turísticamente mi ciudad. Ni aparece, al menos en esta, el narco, el desierto, la música norteña, las luces de neón de las ciudades del Norte. No eran necesarias.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento del libro. Cortesía otorgada bajo el permiso de Editorial Montena.

***

IRIS

—Yo conozco algo que te puede dar emociones inesperadas que te suban la adrenalina hasta el cielo.

—¡Ay, Iris, no manches! ¡No me digas que te estás metiendo algo!

—Qué me voy a estar metiendo. ¿Estás tonta o qué?

—Pues a qué te refieres, explícate.
—No sé, es algo secreto y, como tú sabes, un secreto no se le revela a toda la gente.
—Pues resulta que yo no soy toda la gente, soy tu amiga, o al menos eso creo.
—Sí, eres mi amiga, pero no sé si se te afloja la lengua y luego medio mundo se entera de esto.
—Mira, si no me quieres contar, no me cuentes, pero no me andes alborotando con eso de que tienes un secreto. Mejor guárdatelo y ya.

—No te sulfures. Está bien, te voy a contar, pero esto va a quedar entre nosotras.

Felicia ató su mirada a la de Iris.

—Pertenezco a un club secreto, un club subterráneo del que casi nadie conoce su existencia y además cuenta con muy pocos miembros. Hasta ahora sólo somos cuatro, que tenemos una cosa en común: somos adictos al peligro, nos fascinan las emociones fuertes. Te lo voy a decir más claro: nos encantan las pesadillas.

Indoor Image of a Young Woman Covering Her Face with Her Both Hands out of Embracement and Sadness Striped Light and Shadows Are Falling on Her Through Blinds One Person Low Key Horizontal Composition with Selective Focus and Copy Space

—¿Las pesadillas?

—Sí, las pesadillas. ¿Tienes pesadillas o sólo sueñas cosas lindas?

Felicia hizo un mohín de disgusto.

—No te pongas así. Lo que te quiero decir es que nosotros sí tenemos verdaderas pesadillas. No de las que te libras abriendo los ojos, en un parpadeo. No, éstas te penetran el pellejo hasta los huesos. Las sientes en carne propia, con un terror que jamás has experimentado.

—Suena padre, eso. Hugo me comentó algo al respecto.

—¿Hugo?
—Sí, pero pensé que sólo se quería lucir. Ya ves cómo son ellos.
—Entras en la pesadilla y haz de cuenta que todo lo percibes tal como ahorita percibimos el viento que nos mueve el cabello, esta hierba que nos pica las manos, este hollín que ensucia los dedos, esa mierda de perro que está allá y que si la acercamos a la nariz huele a mierda de perro. No hay truco: estarás dentro de una pesadilla que hará que la adrenalina se te salga por todos los orificios que tengas.

—¡Ay, güey, eso suena chilo!

—Es chingón. Una experiencia inolvidable que te dejará marcada.

—¿Y dónde está ese club?
—Ni te imaginas.
—¿Yo puedo entrar?
—No lo sé. Tal vez.
—Pues me encantaría entrar. Es lo que necesito: una sacudida que me haga regresar al mundo. Estoy harta de tanta “felicidad” que me rodea.

—Es cierto. Por lo que me has contado, cualquier día amaneces ahogada. Pues te digo, primero necesito saber si realmente te animas a entrar. Y después, checar si eres capaz de soportar esas pesadillas.

—No entiendo bien de qué se trata, ¿me voy a poner un casco para tener pesadillas, o qué? Explícame.

—Ya lo sabrás, cuando estés a punto de entrar. Lo que no sé bien es el grado de terror que serás capaz de soportar. Eso sí es un misterio.

—Me fascinan las películas de terror. Me las he aventado todas, desde las que han hecho de Clive Barker hasta las de Stephen King. Por eso no te preocupes. Estoy acostumbrada a lo peor. Tengo el cuero duro, aunque no lo creas.

—Estas pesadillas son mucho peor que cualquier película de terror. Porque nacen de tus miedos más profundos, de los miedos que no te atreves a nombrar.

—Eso suena muy muy muy interesante. Me muero por estar ahí.

—No comas ansias. Primero debo pedir autorización para llevarte.

—¿Quiénes son los demás?

—No seas desesperada, a ver si el sábado te presento a alguno y pierdes tu virginidad.

—¡Tarada!
—Te hace falta conocer otros mundos.
—Yo conozco otros mundos, al menos he ido dos veces a Europa y a Canadá o a Estados Unidos.
—Ésos los conoce cualquiera. O mejor dicho, cualquiera que tenga dinero para espantarse el aburrimiento. Casi todos son brutos con pasaporte.

—Mensa, yo no soy ninguna bruta.

—Pero la mayoría de los turistas sí. Y no quiero discutir eso aquí. Lo que te quiero decir es que no conoces los mundos que se encuentran debajo de éste.

—Pues te nombro mi guía a partir de este momento, para que me lleves hasta allí y me traigas de regreso sana y salva.

—Ojalá eso dependiera de mí. Va a depender exclusivamente de ti, querida.

HUGO

Anduvo diez o quince minutos de acá para allá, mientras algunos locatarios empezaban a cerrar sus puestos, cuando sintió que el teléfono vibraba. Leyó el mensaje: “Wey dónde estás? Te estoy esperando”.

Salió al punto que había abandonado y allí lo esperaba Aldo.

—¿Estabas adentro? Te dije que me esperaras en la entrada.

—Ya sé. Vámonos.
—Tenía como diez minutos ahí.
—Llegaste cuando me metí.

—Pues para qué fregados te metes si quedamos de vernos afuera.

Los ojos de los jugadores lo identificaron, y a pesar de que caminó aprisa, alcanzó a sentir que le echaban un balde de agua fría al escuchar una frase:

—¡Adiós, par de jotitos!
Aldo volteó a mirarlo y exclamó:
—¿Y eso, qué pedo, güey?
—No es nada. ¡Que se vayan a la chingada, bola de tarados!

—¿Les dijiste algo?
—No, pero ya sabes cómo son.
—¡Púdranse, idiotas! —sentenció Aldo, al tiempo que levantó la mano derecha con el dedo medio erecto, pero Hugo se la bajó sugiriendo:

—Órale, apúrale. Si nos persiguen nos van a matar.

—¡No’mbre! Están idiotizados por el fut. No lo dejan por nada.

Cruzaron aquellas calles donde se reunían en los baches materias líquidas de la más dudosa e inextricable composición química. Quizás aceite de auto, grasa de cerdo, alcohol, orina, vómito de borrachos, sangre, leche descompuesta, jugos gástricos o gargajos. Un lujoso coctel de porquería. Un perro flaco y enfermo aguardaba que alguna tripa cayera del bote del que desbordaban desperdicios. Dejaron a sus espaldas las sucias callejuelas y tomaron un autobús que los condujera hasta la colonia indicada. Se bajaron media hora más tarde.

—Aquí es.

Caminaron por el viejo barrio de Jardines del Edén. Aldo, a pesar de su cojera crónica, se desplazaba a paso rápido. Los primeros edificios de aquella que fuera una populosa serie de departamentos multifamiliares se hallaban todavía habitados por familias empobrecidas que, a falta de tendederos seguros, colgaban calzones, camisas, pantalones en las ventanas y los balcones para someterlos a los designios del viento y el sol.

Los edificios de la parte posterior no formaban parte del mismo diseño arquitectónico y estaban en otro conjunto diferente, construido muchos años antes. Hacia allá se dirigieron los pasos de Aldo, que conocía el terreno y caminaba con seguridad. Lo que en otro tiempo fue una zona verde, ahora se hallaba convertida en un basurero donde se elevaban heroicamente tazas de escusado, botellas de Pepsi, cajones de madera apolillada, abanicos sin aspas, percheros rotos, sombreros, zapatos, javas de plástico, trapeadores calvos y otros objetos de dudosa naturaleza.

Las construcciones que se encontraban al frente eran más altas y se notaba que eran más antiguas que las otras. Allí estaban el complejo 1 y el 2. Los últimos, el 3 y el 4 se localizaban atrás, cerca de la barda perimetral junto a una hilera de casas de una sola planta (fabricadas por otra constructora). Aldo recorrió varias casas y se detuvo frente a una que tenía las puertas y ventanas selladas con cruces de madera para impedir el paso a los intrusos. Contra la puerta se encontraba recargada una maraña de abrojos con espinas. Con habilidad las puso a un costado. Luego, haciendo un movimiento, destrabó una tabla y eso permitió ver una abertura por la que pudieron deslizarse al interior.

—Vamos.

Hugo no salía de su asombro. Se agachó para ingresar. Cubrieron la ventana de nuevo.

Adentro dominaba un olor rancio, a madera podrida y a caca de roedor. Las paredes estaban descarapeladas en algunas áreas, y mostraban su esqueleto de ladrillos; sobre el piso habían caído pedazos de madera y hojuelas de pintura que acompañaban utensilios abandonados. La luz que lograba entrar de contrabando permitía observar aquellos objetos.

—No te fijes en la decoración. Es mejor que esté así, para que no se le ocurra a nadie entrar.

—Ya veo.

Pasaron a otra habitación gobernada por la penumbra. Era amplia y algunos muebles que agotaron su función aguardaban inútilmente a un usuario. Del techo colgaba una lámpara con numerosos focos que imitaban la forma de la flama, en la pared un espejo con una esquina rota devolvía una imagen borrosa, onírica, una estatua de flamenco decapitado vigilaba desde un rincón.

Hugo no entendía qué hacían en ese lugar.
—¿De qué se trata esto, güey?
Aldo acomodó su mochila sobre una silla que tenía un poco de polvo. Se acercó a él. Le quitó la mochila y la puso encima de la suya. Levantó los brazos y a modo de salutación externó:

—Bienvenido a la Zona Cero.
—¿La Zona Cero?
—La Zona Cero, dilo así, con estilo. La Zona… Cero.

—¿Así bautizaste este cuchitril?
—Está bien. Ya la respetarás. ¿Recuerdas que te dije que ibas a tener la experiencia más extraordinaria de tu vida?

A Hugo le inquietó el tono que poseía su voz. Ahora sonaba cavernosa y madura.

—Sí.

Se puso nervioso. Aquella cercanía lo incomodaba. Y aquel tono le parecía ajeno al de su amigo. Aldo colocó su mano derecha y su antebrazo sobre el hombro de Hugo, y con gesto didáctico, habló:

—Fíjate lo que te voy a decir.
—Me tienes en ascuas, neta. Te pasas.
—No me interrumpas, por favor. Sigo. En este cuarto hay un portal que permite viajar a otros mundos. Es una puerta que comunica con otras realidades que se encuentran debajo de ésta donde estamos situados ahorita.

Hugo no podía disimular la sorpresa que lo embargaba.

—Di con ella por casualidad. Y un día, venciendo mi temor, me atreví a cruzar el umbral. No tenía idea de qué encontraría adentro exactamente. Lo hice, no lo niego, con el cuerpo temblando, pero con las ganas de experimentar algo nuevo. Metí la mano derecha pero poniendo el dedo medio por delante. Luego el pie derecho y enseguida toda la pierna y mi brazo derecho, el torso, la cabeza y después el resto del cuerpo. Entré a un cuarto igualito a éste, pero detrás del portal. Tenía una puerta repleta de rostros de monstruos.

—¿Qué tipo de monstruos?

—De todo tipo: brujas, cíclopes, medusas, minotauros y muchos más. Con mucho temor le di vuelta a la manija. Al abrirla dejaba ver un pasillo muy largo que al parecer no tiene fin. El miedo estaba encima de mí, pero no me acobardé. Con paso lento recorrí aquel pasillo. Por los dos lados había puertas y puertas, cada una con una ventana que contenía diferentes imágenes, como cuadros o fotografías. En unas estaba un arco iris, un carrusel, una ola, un árbol, un trineo, un payaso, un murciélago, una red, un túnel, un cuchillo, un lobo, un ombligo, una ruleta, una pistola, una cabeza dise- cada. Tantas cosas…

[…]

—¿Dónde está ese mentado portal? ¿En la pared? De seguro hay que mover un ladrillo y aparece esa puerta como en las películas de superhéroes y esas mamadas.

Hugo se levantó. El borroso espejo devolvía su imagen deforme y mutilada.

—Estás parado frente a él.
—¿Este espejo sarriado?
—Sí, ese espejo en ruinas es el túnel de los sueños. Y con toda seguridad también es el de las pesadillas.

Se hizo un silencio que permitió escuchar un grillo.
—Se me antoja más una pesadilla. Y más si es en vivo y a todo color.

—Entonces adelante.
—¿Puedo entrar a través del espejo? Se me hace que me estás cabuleando. ¡Capaz que hago el intento y en vez de llegar a una pesadilla, acabo en una cama del Hospital General, con la frente hecha pedacitos!

—Si quieres probar, vas a tener que arriesgarte.

Hugo trató de tocar la superficie del espejo con el dedo índice y el cristal se lo devoró. Sonrió. Metió la mano, el brazo, la pierna derecha y el resto del cuerpo hasta desaparecer.

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