Tomás Calvillo Unna
26/06/2019 - 12:05 am
El derrumbe
Sentir el viento nocturno adherirse a los vidrios; las ventanas de anhelo donde solemos detenernos para fijar la mirada.
Las redes benditas,
erosionan la palabra bendita:
es el triunfo del sofisma.
Hay que llegar ahí,
y soltar las últimas ataduras,
dejar a la misma memoria
hundirse,
desaparecer,
en ese océano nuestro
que circunda el corazón:
la isla tan antigua
donde conservamos el fuego.
Podemos ver las líneas
de nuestras manos, palpar las horas
entre las llamas, reconocernos por momentos,
y pronunciar nuestros nombres,
mientras recorremos
los caminos de ceniza.
Sentir el viento nocturno
adherirse a los vidrios;
las ventanas de anhelo
donde solemos detenernos
para fijar la mirada.
Esa puntual imagen en el terreno baldío,
ese despunte de flores amarillas,
su verde ondular,
sobre la copa del árbol;
deslumbra y sorprende
en esta rutina tajante
donde desmenuzamos nuestras querencias y saberes,
y se mantiene la sospecha
de un encanto primario que nos antecede,
al amanecer, en su filosa hoja de luz,
inhóspito a la razón, próximo al delirio,
vencedor de lo efímero;
apunta a la altura
con la certeza del derrumbe inevitable,
al recordar la virtud de la vida
como una ofrenda sin más,
en esta soltura que nos trajo aquí.
II
Esa ofrenda frágil
y persistente
desde el nacimiento
hasta la muerte;
nos interroga
junto al pan y el café;
horada nuestras minucias,
y sin reparo alguno,
su helado soplo al oído,
nos despierta junto al abismo.
Acaso ya perdimos
ese poder de sabernos
expresión de infinito,
en las entrañas donde el yo claudica
y la rendición advierte
la presencia compasiva
y este silencio tan necesario
que acoge el fuego de la palabra
y nos aniquila.
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