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Antonio María Calera-Grobet

17/05/2019 - 8:00 pm

Damián Lescas: Comer el mundo

Comerse el mundo, viajarlo y probarlo, recorrer sus espacios y sus tiempos como se pueda, ha sido el sueño, el deseo original por lo menos desde el hombre renacentista. Que uno lo contenga, lo represente, de alguna manera lo porte, lo sepa: lo lleve. Y habría que decir que desde el optimismo humanista, a las antípodas, claro está, de todo tumor de capitalismo salvaje, tal cosa pareciera menos imposible en el arte, esa zona de intersticio entre saberes, antagónica a los números de la economía y casi en peligro de extinción y, desgraciadamente, en peligro de extinción en el presente. La determinación del artista por aproximarse a ese ser omnicultural, representa en el arte y las ciencias sociales, más que un capricho, una postura ética (eso que hemos llamado forma de ser) de mirar, una ambición de habitar, trascender el mero decir, en los más variados lenguajes.

Las Obras De Lescas

Comerse el mundo, viajarlo y probarlo, recorrer sus espacios y sus tiempos como se pueda, ha sido el sueño, el deseo original por lo menos desde el hombre renacentista. Que uno lo contenga, lo represente, de alguna manera lo porte, lo sepa: lo lleve. Y habría que decir que desde el optimismo humanista, a las antípodas, claro está, de todo tumor de capitalismo salvaje, tal cosa pareciera menos imposible en el arte, esa zona de intersticio entre saberes, antagónica a los números de la economía y casi en peligro de extinción y, desgraciadamente, en peligro de extinción en el presente. La determinación del artista por aproximarse a ese ser omnicultural, representa en el arte y las ciencias sociales, más que un capricho, una postura ética (eso que hemos llamado forma de ser) de mirar, una ambición de habitar, trascender el mero decir, en los más variados lenguajes.

La interdisciplina, esa suerte de amalgama e interconexión de diferentes áreas de conocimiento en pos de edificar ese artificio más completo, plurisensorial, una suerte de obra total, es un ejemplo de la necesidad del artista contemporáneo de irradiar un discurso sobre el mundo, lo suficientemente compacto y profundo, que arroje sentido sobre el entorno que lo rodea. Así las cosas, se ha venido dando una suerte de hibridación y, ahí donde pudieran tenderse vasos comunicantes entre las más divergentes actividades humanas, existe un obcecado afán por la interconexión de disciplinas, dominios, relatos, lenguajes.

Ahora bien, si existieran ciertos entrecruzamientos más reconocibles (el deporte echando mano de la ciencia, la sociología de la literatura, el cine de la historia, la danza de la arquitectura y tantas y tantas amalgamas más), existen ahora mancuernas que arrojan nueva luz para entendernos como seres, como ánimas creadoras en el planeta. La computarización como una nueva educación, prácticamente una nueva paideia, es decir, la tecnología más exacta de cara a las comunicaciones humanas, en donde la internet funciona como un nuevo cosmos, han creado un mundo de nuevas epifanías y por ello nuevos saberes, placeres: al servicio de la cibernética, la astronáutica, la ecología y, en verdad se trata de una antigua felicidad pero dignamente revalorada y catapultada al futuro: aquella que nos regala el mundo de la comida, el universo del gran placer.

De la comida como eso que se requiere para abastecer al planeta, evitar las hambrunas, lo que necesitamos para nutrirnos, entendida como alimentación del cuerpo, sí, pero más caro al mundo del arte la comida como la historia del gusto, de las preservaciones y formas de preparar los alimentos para restauro y regocijo del espíritu, como ese bien cultural profundo que refleja la idiosincrasia de su pueblo, la forma de sentir, querer y desearse los humanos en alguna parte del mundo.

El artista oaxaqueño Damián Lescas, pintor y grabador, apasionado de los viajes y la música, es una de esas magnitudes que van por la fusión, en uno, de varios lenguajes que, con base en una casa cimentada en la pintura y la gráfica (partiendo de la bidimensión tal y como la conocemos), postula en su obra la comunicación con estas otras aventuras del ser sensible y, por si fuera poco, tomando como axis mundi de tal entramado a la comida como placer. Rara avis, si se toma en cuenta que antes la literatura o el cine, la historia de las mentalidades o la antropología social que la pintura, abren espacio para tales adentramientos.

Aquí algunas de las obras de Lescas: 

Damián Lescas ejercita de tiempo atrás estas zonas de la cultura en donde nos abrimos al placer, al otro, compartimos el pan y por ello la dicha, que es el rostro visible de la felicidad. Es su especialidad. A manera de una suerte de traducción plástica de los entramados en que la comida se ganó en la historia la posición de centro (no necesariamente de ilustración accesoria sino como imaginería que le da rostro para su consumición en la memoria de todas las huestes del orbe), Lescas se ha abocado a la tarea de descubrir el hambre de ser como el territorio de nuestra más absoluta libertad.

Se trata la suya de una visión y una representación mínimamente peculiar en la que podría dividirse el barroquismo de sus referencias a la claridad de su composición formal. Si bien se trata de esquematizaciones donde la línea traza circuitos de una complejidad evidente (pareciera a simple vista que los trazos tanto rectos como curvos han surcado la totalidad del espacio creando un embrollo considerable por el cual poner la vista), en el que pareciera se solicita desmadejar tal entramado con la mirada para jalar los hilos de lo que cuenta (por lo demás se trata de un artificio pictórico que no depende de cargas, no trabaja con materia gruesa y su plasticidad es natural: pintura y el lienzo), el relato se haya íntegro detrás o delante de delineado de rompecabezas.

A los seres de su pintura hay que toparlos y cazarlos. El autor los ha dejado ahí. Traza líneas en el lienzo impoluto, hace grafismos diversos casi desde el frenesí de un automatismo psíquico surrealista, y luego, entrevé lo que pudiera llamarse composición central primera, para inmediatamente crear zonas de indeterminación mentirosa: una estopa o una esponja con solvente son las encargadas de hacer figurar líneas y siluetas que hasta antes habías pasado desapercibidas. Surge ahí, entre el azar y la conciencia, la forma en que Lescas da vida a sus seres en estado de gracia, en estado de modelado para abonar al relato. Rallona, figura, desfigura, agrupa: pinta, cubre y deslava en un acto de desintegración controlado, en un acto de accidente mágico en que todos los personajes invitados al ritual parecieran en entredicho filosófico, fueran sumergidos en una suerte de neblina: ingrávidos, livianos, en duermevela o en un pasado remoto y sin embargo, vivos, vivos y atentos en su propia selva, abigarrada y frenética, con la cara de esos juegos de la línea que r0ememoran a Tamayo, a Moore, a Picasso. ¿Hans Arp? Puede ser. También a Braque.

En otras palabras: resulta peculiar que el referente popular del ágape, de la gula de comida y bebida, descanse su barroquismo en una suerte de entramado encriptado pero apolíneo, y se presente a manera de un mosaico nutrido en capas y decoraciones que no termina por despistar al espectador, sino que lo interpela a que siga en el descubrimiento de sus elementos, el reto de apreciar los figurantes de las estampas, más o menos camuflados en el jardín de los trazos, en los andamiajes compositivos del cuadro. ¿La resultante? Un elenco de seres, objetos y complejos escenarios para que el espectador ponga en relación ya sea en concordancia al mito que se presente, o bien según el universo en que quiera disponerlos el observador participante y permita la obra.

En relación a esta imagen representada en la mente del observador, los cuadros de Lescas parecieran cumplir la tarea de un denso potaje, un complejo caldo en donde el jugo barroco se ha aliñado (por la experiencia palatina de su creador) de manera discreta pero no menos compleja, con visos de un fondo claro pero de sabor profundo y circular, en el que sus ingredientes exigirán al comensal de una cata no somera sino continuada si es que se quiere descubrir la nota oculta de sus ingredientes, sus aromas, las sensaciones que el cocinero, en este caso el sibarita que ha cocinado el cuadro, ha incluido en su trama, en su mera naturaleza de sopa matérica.

Quizá ahí radique eso que en algún momento se torna en la voz o personalidad de un autor, el mentado y consabido estilo, la voz de un creador, esa suerte de combinación entre la personalidad individual y el momento histórico, y que cuaja de manera personal e intransferible en el cuerpo sensible de un creador. En este caso: el sazón del cocinero de este arte. Es Damián Lescas, así, un pintor de cuadros largos, un menú de varios tiempos que habrá que saber con qué cubierto acometer, una obra que habrá que descifrar: en algunos casos la referencia erudita nos provendrá de la misma ficha de la obra, en otras pudiera esconderse un tanto más, sin que con ello se vea truncada la experiencia estética final. Al final, en todos los casos, la obra del oaxaqueño es un enorme platón que se sirve caliente.

Irse detrás del cuadro, adelante, por sus extremos, abajo, a sus segundos planos: hacer que emerja desde ese telón de fondo la historia principal, se descubra el nodo de lo pintado: he ahí el juego al que es invitado el observador. Así se ha dicho. Ahora bien, ¿en qué tiempo y en qué espacios se desarrolla la trama de las historias lesquianas?. Es posible referirnos al autor como un autor que abreva en tiempos antiguos o por lo menos remotos. Porque si bien sabemos al aterrizar en la biografía del oaxaqueño se trata de un amante apasionado de la comida, hay que decir que lo es en grado mayor a la historia de la gastronomía, a todas esas consejas, pasajes, registros enciclopédicos o no de la manera en que el hombre abrió sus sentidos al sentarse a la mesa. Damián Lescas no sólo gusta del comer como un acto para la absorción de ciertas sustancias y elementos químicos que sacien sus sentidos, es decir, como el acto organoléptico real de comer, sino que es un sofisticado seguidor del tiempo de la comida entre nosotros. Como una forma de adentrarse a la faz visible y concreta de una cultura. Comer, sí, copiosamente en ocasiones y en otras sucumbir igualmente alegres ante la frugalidad mera de los frutos, vegetales, y semillas, pero también, y quizá más, saber por qué es que se come así en estos tiempos, cómo devino tal ritual hasta nuestros días. Porque Lescas es un pintor-cocinero o un cocinero-pintor desde la disciplina del lector voraz, también una suerte de antropólogo participante de ese ritual que constituye un patrimonio inmaterial de los pueblos. Por eso su tiempo es otro, aquel. Es esa memoria del fenómeno lo que también engulle, traga: junto a los bocados, el fantasma, la memoria de los alimentos. Artista antiguo con semblante moderno, los cuadros de Lescas son como páginas de la historia de la cocina, de la historia de la cultura que viaja lo mismo en Europa que por América, por Asia o por África.

¿Y los espacios? Sus espacios pueden ser cerrados. Se atienen al el espacio de la cocina y sus herramientas, de la mesa y los alimentos sobre de ella. En ocasiones pudiera dar la impresión de que Lescas lo que hace en verdad es pintar naturalezas, a veces vivas y en ocasiones muertas: de la despensa, de la bodega, de la sobremesa. Eso: de todo aquello que pudo haber estado o está ahora justo sobre una mesa. ¿Son bodegones? Muy a su manera. ¿Son mataderos, hortalizas, cavas, milpas, huertas, bodegas? Sí lo son, también a su manera. Todo al mismo tiempo como inventario del universo gastronómico. O del universo erótico. Lescas propone a la mujer como energía generadora dentro del mismo universo que uno engulle: la irradiación de lo femenino abierto a la posibilidad de ser devorado por las fauces del amor carnal, por el hambre de carne humana en regodeo de sí misma. A eso huelen los cuadros de Lescas: a deseo de vida. De ahí provienen y eso suscitan, en esas sendas es donde abreva y juega.

Por momentos, los espacios de Lescas son abiertos. Es cuando el deseo de le lleva a ir más allá de fijar el momento íntimo de las viandas y vituallas sobre la mesa, y decide desmarcarse, atrabancarse, soltarse de lo anecdótico para levantar el relato copioso de algún acontecimiento central o caro a la historia de la comida, de la gastronomía. Aquí la métrica cambia. La velocidad cambia. Ya no parecieran sus estampas ser stills, fotografías de una fiesta, sino las historias completas, encabalgadas y serias, de eso que vivimos en algún momento de la historia y nos sigue dando placer, de eso que nos marcó y no queremos desaparezca: la comida en su carácter no necesariamente católico sino ecuménico y eso sí, entonces, religioso. Y mejor aún: por ello sagrado. Incluso lo profano, pintado en ese universo de energías místicas, de luces tan abiertas, tan diáfanas, se apropia de un halo sagrado. Sabio, Lescas sabe que la comida es sabia: lo mismo lo religa a él con su vida y oficio, que su cuadros nos religan a nosotros con él como artista, y a todos alrededor de ella como sinónimo de vida.

Es generoso el universo de Lescas por esto, y porque los elementos que habitan sus cuadros provienen de un cuerno de la abundancia que él mismo se afana en procurarse. Y quizá también por esto es que sus lienzos reclamaron abrirse. Decenas, centenas de metros son necesarios para dar lugar a esa proliferación de elementos (como fieles jardines de las delicias, de desayunos sobre la hierba, de besos y gritos en las fiestas de la vida, de éxtasis humana en el momento de la fiesta multitudinaria). Lienzo largo para esquematizar en él las vicisitudes y bellezas de un universo largo. Para ampliar el cerco, el lindero de esa fiesta. En esos poemas largos, en esas visiones documentales, lienzos de largo metraje, es que viven los seres de Lescas en absoluta libertad, se abre la llave de la vida: conejos, cerdos, reses, aves, vinos y néctares para el brindis por la ciencia y el arte, la vida misma, el amor como la argamasa que todo lo motiva y aglutina.

Aquí más de las obras de Lescas: 

Una necesidad ontológica, de alimentarse de misma humanidad, un anhelo por la integración extremista del otro en uno o al revés. Eso es lo que motiva la obra del oaxaqueño. Es lo que espejean, lo que se re-interpreta en ellos: recrear el universo de la cultura y el arte, lo que hemos podido crear como constructo a través de las épocas: la certeza de que en ese mundo, contiene otros. De que el universo de la comida, la música, la pintura, en fin, las artes (a manera de un crisol, a manera de una summa, de un concentrado de similares y contrarios en eterno crecimiento), son lo mismo un bien tangible que intangible, un patrimonio concreto y abstracto a través del cual nos figuramos, nos damos rostro. En esta obra, cuyas leyes se han creado para respetarse, pesan lo mismo los lienzos que los manteles, los caballetes que las estufas, las paletas que los gabinetes de especias, en donde, los museos, las galerías son los nuevos restaurantes. El cocinero es el pintor, claro, y uno el que engulle sus cuadros. Alexis Benoist Soyer, Francois Vatel, Auguste Escoffier, Brillat Savarín, lo mismo que Mozart, o Bach, Ferrán Adrián, también se pueden escuchar, oler y, en este caso, ver. Es en esa sinestesia, en esa suerte de confusión de los sentidos, de los mensajes y los medios, de los lenguajes, que se haya la oba de Damián Lescas y reclama su vindicación en el mundo de hoy, tendiendo a la nostalgia y al asombro de su propia existencia como sus principales carnets de identidad.

¿Cómo una conciencia que no se hallara en centro del mundo, en el éxtasis casi frenético de la puede pintar con esos colores? Porque esa es la otra generosidad de esta obra, una afluente más de su prolijo surtidor: que su creador la levanta desde la satisfacción. Sibarita sin brújula precisa, en olfateo constante de su trufa, de su trofeo, Lescas parece pintar satisfecho y desde ahí es que parte para pretender su composición mayor: una suerte de mise en scene, siempre en tránsito y siempre en acumulación, de las figuraciones que rodean su mundo de regocijo. Desde la alegría más natural es que pareciera lanzarse por los acordes que son colores, los sabores que son notas, las recetas que son partituras. De ahí saca y pone en sus telas lo que viene desde el fondo de los tiempos y nos constituye, eso que definimos como horizonte cultual y detrás no hay nada. De ahí es que se lanza también a rastrear entre el misticismo y la terrenalidad, entre las normas de la tradición y las libertades del futuro, entro lo que nos viene del origen pero se perfila a un redescubrimiento. Y es que a Lescas le va ese rastreo del continuum. Encontrar sin simplismo a Afrodita y Zeus en Ares y Hermes, a Eros en la Grecia o Amor en la Italia, la Venus italiana como una manera de revivir de la Afrodita griega. Revisionismo o comentario, pretexto para el despegue que punto de llegada, no importa, en la obra del oaxaqueño se amalgama, se funde, se concreta o sublima (y todos estos son procedimientos de laboratorio al mismo tiempo que culinarios y metáforas mismas del pensamiento, capacidades de abstracción), lo que es ideológico y lo que es idiosincrático, lo que es científico y lo que es mítico, en una tensión que en pareciera dirimirse en la vieja, dura y salvaje dupla: Eros y Tánatos.

Y como en arte el qué se halla dentro del cómo, habrá que dilucidar sus maneras. Ese hieratismo del gótico mezclado con el movimiento del barroco, por si fuera poco, arde en los más detonantes colores. Ufanos de su colorística hiperbolizada, acorde al alto voltaje de la motivación que les diera vida, hay en estas pinturas ecos de los colores del mercado y el circo, de la fiesta del juego en la cultura, los del homo ludens que perfilara Johan Huzinga. ¿Hay en esta pintura una reverberación de lo brut, de lo folk, de los fauves? Sí. ¿Algo de Klee o Chagall, los barridos de Cezanne, los colores de Matisse?

 

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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