Santiago Roncagliolo, escritor y periodista, nos demuestra que el arte y el espectáculo no sólo son recursos que usamos para convencernos de que el mundo es más bello, más emocionante y más intenso de lo que muestra la realidad, sino que a menudo la invaden con fuerza y la moldean a su paso. Aquí un adelanto de El material de los sueños. 

Ciudad de México, 11 de mayo (SinEmbargo).– A medio camino entre el arte y la vida, Jean-Luc Godard convirtió a Anna Karina en su musa y su amante; Billy Wilder y Marilyn Monroe sobrevivieron con éxito relativo a dos rodajes fatídicos juntos; Grace Kelly abandonó a Hitchcock para ser princesa y convirtió su vida en su mayor papel; Quentin Tarantino encontró en John Travolta un original bailarín y un genial maestro para Uma Thurman.

El material de los sueños explora esas fricciones entre la realidad y la ficción, a menudo con repercusiones difusas e inconmensurables en ambos terrenos. Pero no se limita al cine: también la música, la moda y la cultura pop están repletas de historias en las que se agrietaron las fronteras entre el arte y la realidad.

Santiago Roncagliolo, escritor y periodista, nos demuestra que el arte y el espectáculo no solo son recursos que usamos para convencernos de que el mundo es más bello, más emocionante y más intenso de lo que muestra la realidad, sino que a menudo la invaden con fuerza y la moldean a su paso. Los personajes que pasean por este libro son muy dispares, pero todos ellos tienen algo en común: con su arte nos dieron más vida.

SinEmbargo comparte un fragmento del libro El material de los sueños, de Santiago Roncagliolo. Cortesía otorgada bajo el permiso de Arpa.

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Prólogo

A finales de los años noventa, yo trabajaba como empleado público en una institución administrativa del Perú. Todas las mañanas me anudaba una corbata —la misma, porque solo tenía una— y me desplazaba a mi oficina, en el congestionado centro de Lima, desde donde asistía en primera fila a los últimos suspiros del régimen de Alberto Fujimori. Durante el día, recibíamos denuncias de fraudes electorales, periodistas perseguidos, desaparecidos y damnificados por tormentas de intereses económicos. Cada día más, esas denuncias se filtraban a la prensa, sumadas a casos de corrupción, tortura y manipulación informativa. Mi rutina era contemplar a la bestia agonizante, supurando y sangrando, resistiéndose a morir entre sordos bufidos de dolor.

Por las noches, iba al cine. Vivía muy cerca de una multisala, y a menudo iba solo, a ver qué cartel me seducía. Mi trabajo era demasiado agotador como para concentrarme en escribir una novela. Ni siquiera leía mucho.

En cambio, la sala oscura y la pantalla grande me transportaban sin esfuerzo a otros mundos, siempre mucho mejores que el real, donde nadie se perseguía ni se torturaba, y, si alguien lo hacía, al final ganaba el bueno. El cine era la puerta de un universo, si no mejor, acaso menos desagradable que el mío.

Una de las películas que más me impactó en esos años fue Tormenta de hielo de Ang Lee, la historia de una familia americana durante la revolución sexual de los años setenta: un inocente Elijah Wood se enamoraba de una precoz Cristina Ricci, mientras sus padres asistían a una fiesta de intercambio de parejas en plena crisis de su matrimonio, ese tipo de episodios. Era el género «historia íntima de los suburbios americanos con toques de humor negro y un nivel de perversión variable» que empezaría a poblar las salas en esos años con Happiness, Magnolia, American Beauty o Ghost World. Historias sobre el pequeño enfermo mental que vive en la puerta de al lado, o quizá dentro de ti.

Tormenta de hielo fue la primera de esas películas que encontré, y creativamente funcionó como un mazazo. Salí del cine pensando que me fascinaría escribir algo así y frustrado de antemano por la certeza de que nunca lo conseguiría. Soy latinoamericano, crecí bajo la estela del boom literario. Hasta donde yo sabía entonces, debía escribir sobre dictadores inmortales, sicarios del narcotráfico y problemas sociales, es decir, sobre todo lo que constituía mi rutina laboral (y de lo que, por cierto, hoy escribo con frecuencia).

Pero yo tenía veinticinco años. A esa edad te niegas a que la vida sea como es. Quería huir, buscar algo más, y mi imaginación era lo suficientemente pretenciosa para verme a mí mismo como guionista de cine, algún día, en algún lugar. Planeé la fuga cuidadosamente durante mucho tiempo. No tenía mucho sentido aspirar a escribir guiones en inglés, lo cual descartaba Estados Unidos. Cuba tenía una escuela muy buena, pero yo me preguntaba: ¿cuántas películas produce Cuba? ¿Para quién puedo escribir un guion ahí? Algo similar ocurría con México y Argentina.

Entonces apareció el cine español. Casi simultáneamente, llegaron a salas de Lima Barrio de Fernando León, Todo sobre mi madre de Almodóvar, Tesis de Amenábar, La niña de tus ojos de Trueba, El día de la bestia de Álex de la Iglesia, y de vez en cuando se colaban en ciclos joyitas de Berlanga, o un documental llamado Sexo oral. Hasta donde yo podía ver, el cine español tenía sentido del humor, calidad de producción y una gran variedad de temas y estilos. Los españoles eran más creativos que los americanos, pero no tan aburridos como el resto del cine europeo. Se atrevían a hacer thrillers e incluso caricaturas. Eso era Hollywood. Al menos para un empleado público que trabajaba en el centro de Lima.

En el año 2000, mientras el gobierno peruano terminaba de venirse abajo, me inscribí en una escuela de cine de Madrid, arramblé con todos mis ahorros y me mudé. Desde entonces hasta ahora, no he escrito un solo guion de cine.

Hice otras cosas. Coescribí un guion y, sobre todo, adapté culebrones de Televisa con vistas a una producción española. Esencialmente, el productor compraba los mojigatos proyectos originales y me contrataba para hacer que los personajes «digan tacos, follen y fumen como la gente normal». Me gustaba el trabajo, pero no duré mucho. No tenía papeles. Era ilegal pagarme.

A pesar de todo, sí hice la película intimista que había pensado. Solo que, en vez de escribirla con imágenes, la escribí con palabras. Tardé muchos años en hacerlo, y solo lo conseguí tras descubrir en España a los escritores norteamericanos que habían creado el lenguaje de filmes como Tormenta de hielo. Por ejemplo, Rick Moody, el autor de la novela original, Charles Baxter, Michael Chabon y los maestros de todos ellos, Richard Yates y John Cheever. Esos autores me enseñaron a escribir mi historia sin esperar que un productor me pagase un millón de dólares por ella, algo que resultaba altamente improbable en mis circunstancias. Del traslado de su lenguaje, austero, visual, minucioso en detalles íntimos, al escenario reprimido y gris de la Lima de los noventa, surgió una novela llamada Pudor.

Tristán Ulloa se puso en contacto con la editorial al día siguiente de la publicación del libro en España, a comienzos del año 2005. Yo conocía su trabajo como actor desde los años de la multisala de mi barrio en Lima. Casi al mismo tiempo, varios otros directores mostraron algún grado de interés. Me puse eufórico. De repente, empecé a escuchar sobre contratos, derechos, representantes. Tenía una agencia efectuando negociaciones en mi nombre. Todas las cifras eran más altas. Las negociaciones literarias —al menos las de autores jóvenes— suelen ser apacibles. Se realizan en una mesa, con olor a café. Esta vez, el olor del dinero me indicó que el cine había llegado a mi vida. Al fin, alguien iba a dirigir la película que yo había escrito. O algo así.

A mi primera reunión con los hermanos Ulloa, acudí armado con claras instrucciones de mi agente para no mostrar demasiado interés. Desafortunadamente, fracasé. Para empezar, Tristán mencionó las películas en que pensaba al leer la novela. Nuestra lista coincidía punto por punto: Tormenta de hielo, Magnolia y todas las demás. A continuación, enumeró los actores que tenía en mente. Incluso en eso pensábamos igual. En algún momento, al sugerir yo un nombre, Tristán cogió el teléfono, llamó a alguien y dijo: «Quiero que repitas el último nombre del que estuvimos conversando». Era el mismo.

Para terminar, David explicó cómo imaginaba visualmente la historia. Quería una cámara cercana, concentrada en los pequeños detalles, que preservase el efecto voyeur del libro, dándole al espectador la sensación de estarse colando en las habitaciones, los baños y los rincones de la vida íntima de los personajes. Yo mismo había explicado la prosa de la novela en los mismos términos con frecuencia. Hablar con los hermanos Ulloa era como hablar conmigo mismo, con la diferencia de que ellos sí sabían hacer una película.

Más adelante, Tristán ha declarado que habían ido a ese almuerzo a venderme la moto de la película, pero a la mitad se habían encontrado con que yo les estaba vendiendo la moto a ellos. Qué vergüenza. Yo habría creído que no se me notaba tanto.

Cuando cedes los derechos de una historia para el cine, debes ser consciente de que la historia dejará de ser tuya. Si no estás dispuesto a entender eso, será mejor que no la sueltes. Pero es raro que ocurra como con los hermanos Ulloa: tenían en mente la película que yo había imaginado, y además podían conseguir el dinero para hacerla. Es lo máximo que te puede ofrecer un director. A partir de ahí, solo puedes confiar en que sus cambios no te produzcan náuseas. O, como la mayoría de los novelistas, aceptar el dinero y luego despotricar contra la película frente a quien quiera escucharte.

Creo que los hermanos Ulloa esperaban encontrarse con lo segundo, pero se toparon con lo primero. Temo que haya sido mucho peor. En vez de refunfuñar a solas y dejarlos en paz, empecé a llamar a Tristán para saber cómo iba la película, quién iba a producirla, cuál era el casting, el presupuesto, el tipo de cámara, la banda sonora, de qué color serían las letras de los créditos, y todo tipo de aspectos de la producción que al escritor debían traerle sin cuidado. También hacía sugerencias sobre el guion que nadie me había pedido, pero que yo consideraba «interesantes».

Tristán recibía todo este embate de entusiasmo juvenil con su característica flema inglesa. Sonreía amable y piadosamente. Tomaba nota de todos mis aportes fundamentales a la película. Me mantenía al tanto de los avances importantes. Y luego no me hacía el más mínimo caso. Pero tenía talento diplomático. Cada vez que hablaba con él, salía pensando que realmente el dueño de esa película sería yo.

Por ejemplo, torturé a Tristán para asistir a un rodaje hasta que no pudo evitarlo más. Una mañana, me aparecí en un hospital de las afueras de Madrid, donde grababan los interiores. Tocaban las escenas de Elvira Mínguez buscando a su amante por los pasillos, entre batas médicas y pacientes. Y ahí estaba yo.

En todos mis contactos con el mundo audiovisual, siempre me ha sorprendido cuánta falsedad hay que acumular para que algo parezca real. Los actores llevan quilos de maquillaje para verse naturales. Las camas no son camas sino tablas con sábanas. La luz del sol no viene del sol. Mi visita al hospital confirmó esa impresión, y le sumó otra: ser director es un infierno.

Como una caseta de reclamaciones, Tristán y David tenían que atender largas colas de personas que exigían todo tipo de decisiones: ¿el vestido rojo o el azul? ¿el reloj a la derecha o a la izquierda? ¿lloro poco o lloro mucho? La ventaja de ser escritor es que todos tus personajes viven solo en tu imaginación y si se ponen pesados los puedes matar. En cambio, los directores tratan con gente de carne y hueso, gente insoportable como yo, por ejemplo, que estaba al final de la cola preguntando:

—¿Puedo hacer un cameo? ¿Como Alfred Hitchcock? Amablemente, como se trata a los niños para que dejen de incordiar, me permitieron hacer mi cameo. Aparecí durante tres segundos vestido de doctor. Estaba auscultando a una niña cuando se abría una puerta, y yo miraba hacia ella y decía: «Hola».

Era, como cualquiera puede observar, una escena de máxima potencia, crucial para el desarrollo emocional de los personajes. Pero no prosperó. Mi debut como actor de cine fue eliminado en la sala de montaje.

De todos modos, al menos durante unos segundos, estuve ahí, habitando el mismo universo que los personajes y viéndolos personalmente por primera vez en algunos planos sin editar que Tristán llevaba en su ordenador. Vi a Alfredo conduciendo por las calles, rumiando la noticia de su propia muerte, y al niño cuando habla con uno de los fantasmas, el más espeluznante, el del señor Braun. Súbitamente, esas personas ya no existían solo en mi imaginación, sino allá afuera, en una pantalla, ocupaban espacio, hablaban, y hacían casi todo lo que hacen los seres humanos de verdad.

Pero sin duda, el momento más emocionante de todo el proceso fue el preestreno en la Gran Vía. Esa noche, pisé una alfombra roja junto a los actores y directores, bajo una lluvia de flashes, mientras los fotógrafos de prensa se preguntaban: «¿Quién cojones es el que nos tapa a las estrellas?». Y luego entramos rodeados de aplausos a una sala atestada. Sé que es una frivolidad, pero el empleado público que habita en mí llevaba diez años esperando ese momento, desde sus viejos tiempos en la multisala de mi barrio.

Más complicado es describir mis reacciones ante la película en sí. Conforme transcurría ante mí, iba reconociendo cuánto había quedado del libro, y cuánto no. Lima, por ejemplo, es reemplazada en la película por Gijón. Pero su cielo gris y su aire portuario proporcionaban un escenario igualmente apropiado para la soledad. Por otra parte, mis personajes hablaban ahora con acento español, pero tampoco eso afectaba su historia: ellos pueblan un paisaje íntimo, que podría localizarse igualmente en cualquier lugar donde haya familias.

Quizá los cambios más notables entre libro y película son la ausencia del gato, que en la novela recibe el tratamiento de un personaje más, y la reducción de las escenas de sexo, que incluían un par de felaciones salpicadas aquí y allá.

Es muy difícil grabar con un gato, sobre todo si su escena culminante es un apareamiento callejero a plena luz del día. Y al desaparecer el felino, se fue con él buena parte del sentido del humor. En la novela original, cuando la historia amenaza con volverse demasiado trágica, llega el animal y hace algo gracioso, que permite tomar distancia del drama y digerir la historia con más suavidad, a la vez que funciona como una metáfora de nuestros instintos animales.

Las escenas de sexo, habitualmente tristes pero altamente carnales, potencian ese efecto, como si dijeran: «Vale, la vida es triste, pero en el fondo, todos somos como animalitos en celo. No es tan grave». En la película, en cambio, el drama ocupa el centro de la historia y está expuesto sin piedad. Las vidas de los personajes son más sórdidas, más carentes de sentido, en la medida en que no hay matices de humor o deseo que atenúen su soledad. Esencialmente, no cambian los hechos narrados, sino la mirada de los narradores.

Sin embargo, esa mirada es el sentido de cada historia, y de cada autor. Lo más extraño en la noche del preestreno fue reconocer pedazos de realidad que alimentaban la novela, y yo había olvidado. En una escena, la hija abre la puerta del baño y se encuentra a su abuelo sentado en el váter pidiéndole cigarrillos. Eso ocurrió de un modo similar en mi edificio, hace muchos años. Una madrugada, una mano pálida y arrugada emergió del ascensor y me dio un susto de muerte. Era un anciano que vivía en el sexto, abandonado y esclerótico, y pasaba el día pidiéndoles cigarrillos a los vecinos, la máxima expresión de su incapacidad para ocuparse de sí mismo. Algo de ese símbolo había llegado con el tiempo hasta una pantalla de la Gran Vía.

El mismo camino siguió una antigua broma de los noventa. Se decía en Lima que las peruanas, después del sexo, preguntaban siempre a su amante: «¿Y ahora qué vas a pensar de mí?». Cuando la secretaria de Alfredo le pregunta eso a su jefe después de su lamentable cita, todo un ecosistema sexual volvió a mi memoria. Y durante la escena de las duchas, cuando la chica tiene su primera regla, recordé la imagen de Carrie que había inspirado ese capítulo, transferida de una película a otra con escala en Lima.

Conforme esas memorias se materializaban ante mis ojos, yo me convertía en el peor espectador de la platea. Me reía donde no tocaba, me angustiaba al saber de antemano lo que venía y encontraba en cada escena sentidos que nadie más podía descifrar.

Tristán y David habían construido su historia con materiales que yo había reciclado de la vida y les habían puesto materiales de la suya y la de los actores, hasta convertirla en algo que ya era otra historia, aunque ocurriesen los mismos hechos. Suelo describir esa sensación como el efecto que producen los hijos cuando se van de casa: en adelante, toman sus propias decisiones y viven sus propias vidas. No siempre son las que tomaron sus padres, pero siempre están basadas en lo que aprendieron a amar —u odiar— junto a ellos.

Por eso, todo lo ocurrido con la película desde entonces lo disfruté de contrabando: desde los premios en festivales para Elvira Mínguez —nadie se masturba en un retrete con tanta sensualidad como ella— hasta las nominaciones al Goya para los directores y el guionista. Uno siempre dice que es «la película de la novela», pero es una película de los hermanos Ulloa, en la que yo participé un poco y aprendí mucho sobre el arte de narrar.

A partir de esa experiencia, nunca volví a ver las películas como antes. Empecé a sentir una curiosidad morbosa por saber qué ocurre en la vida de los artistas mientras ruedan, qué parte de sí mismos colocan frente a la cámara, de qué emociones se nutre su capacidad de emocionarnos, en suma, cuál es el material con que se fabrican nuestros sueños.

Las crónicas de este libro, aparecidas originalmente en Vanity Fair, SModa y El País Semanal, son un producto de esa curiosidad. La primera parte, «Mejor que la verdad», recoge retratos escritos con ocasión de estrenos de películas nuevas o de aniversarios de films más antiguos, como Con faldas y a lo loco o Pulp Fiction. Buceé en las biografías de sus actores y directores y traté de encontrar el momento vital en que se hallaban, el punto en que su realidad se tocaba con la ficción.

Con otros artistas tuve el privilegio de comprobarlo por mí mismo: corrí perseguido por los zombis en una película de Jaume Balagueró o asistí cuando Isabel Coixet mostró por primera vez una película a su elenco. Por unos instantes mágicos, formé parte de la fantasía de esos contadores de historias. Me lo tomé como una revancha por mi cameo perdido.

Inevitablemente, ese camino me llevó más allá del cine: a la música, el circo o la moda. A todas las actividades que usamos para convencernos de que el mundo es más bello, más emocionante y más intenso de lo que es en realidad. Bailé con el Cirque du Soleil. Acompañé en una sesión de fotos a Naty Abascal. Tomé un té con la familia Morente… La segunda parte del libro, «Vías de escape alternas», compila esas historias.

Solemos pensar que los espectáculos sirven para evadir la realidad. En realidad, cada vez más, el espectáculo invade la realidad y le da forma. En un mundo lleno de pantallas como el actual, la política, el amor, la vida y también la muerte se han convertido en actos escénicos. He dejado para la última sección un tipo especial de historias, como la Lady Di, la inventora involuntaria del reality show. O la de James Costos, el ejecutivo de Hollywood que se convirtió en embajador de Obama. Ellos, junto a Elena Perminova, convertida en estrella en las redes sociales, forman la vanguardia en «La conquista de la realidad» que ha emprendido la cultura popular.

La diferencia entre escribir sobre políticos y sobre artistas es que, a los segundos, todo el mundo los quiere. Lo peor que puede pasarte como creador es que te ignoren. Los protagonistas de estos perfiles, crónicas y retratos, de un modo u otro, han hecho felices a muchas personas al ofrecerles la ilusión de una vida paralela o, lo que es lo mismo, más vida.

Pero de todos sus espectadores a lo largo de un siglo entero, el más feliz, el único que ha disfrutado el doble con todos ellos, es el autor que ha recreado a esos artistas para estas páginas, convirtiéndolos en personajes de su propia historia. Para el antiguo empleado público aburrido y deprimido que corría por las noches a la multisala en busca de una buena película, este libro es el material de los sueños.

Redacción/SinEmbargo

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