Tomás Calvillo Unna
13/03/2019 - 12:03 am
Memoria horadada
La atmósfera carcomida desde todos sus ámbitos, desde el ecológico hasta el mental (ambos íntimamente vinculados), no se percibe, no se comprende, y por lo mismo en el fondo se ignora.
Por respeto a las autonomías,
es ahí donde palpita la Nación;
los pueblos indígenas, sus comunidades,
cuidan la palabra, hay que saber escucharla,
aún estamos a tiempo.
Hay un momento, se puede decir también periodo o etapa, donde nos extraviamos. Sucedió probablemente en un instante pero se gestó durante un buen tiempo. De pronto nos encontramos inmiscuidos en decenas de minucias y somos incapaces de detenernos. La precipitación se insertó en nuestro ritmo, es parte ya de nuestro proceder.
No podemos apagar la narración de cada día, y saber quedarnos quietos, sin nada, sin discursos, sin exigencias, sin pretensiones incluso de cambiar aquello que se tiene que cambiar. Este ejercicio ya no es posible, vivimos adheridos a la estridencia cotidiana de la urbe y su exigencia.
La atmósfera carcomida desde todos sus ámbitos, desde el ecológico hasta el mental (ambos íntimamente vinculados), no se percibe, no se comprende, y por lo mismo en el fondo se ignora.
Esta ausencia, es más evidente ante el deterioro cotidiano de la cultura, enajenada en disputas donde el lenguaje se degrada sin consideración alguna.
Los sustantivos ya no nombran, la presencia es sólo ensoñación… en el mejor de los casos. Es el reino de la violencia en todas sus facetas, desde la más sutil, ejercida en el dominio, hasta la más cruda anidada en el terror mismo del crimen.
El miedo se expande como epidemia y la crueldad de los despiadados se exhibe y se admira. Hay una pérdida profunda de la dignidad del ser, se ignora incluso su lugar, está despojado y es también basura, desperdicio.
La era tecnológica consolida su dominio no sólo con nuestra anuencia, nos hemos convertido en sus adictos. No podemos imaginarnos distantes de ella, de sus logros, de su continua reproducción que permite al entretenimiento adquirir una posición preponderante a cada hora y en cada espacio.
La saturación es ya un lugar común, estar aturdido es normal, “habitual”. Hemos incluso perdido la capacidad para darnos cuenta de ello. Somos aturdimiento, somos saturación.
Conectados a las múltiples interfaces de lo virtual hacemos de la realidad un escenario intercambiable e incluso solemos verla en ocasiones como un estorbo. La realidad es un obstáculo, no tenemos tiempo para entenderla, la desplazamos, y fijamos nuestra atención en las dinámicas de las redes que remplazan cualquier ejercicio de soledad y libertad. Somos “opinadores expertos” de todo y de nada, el Twitter es la incontinencia colectiva, los nuevos becerros de oro, que nos permiten existir.
La fugacidad es la única certeza que resta, aunque el dinero lo es también poco o mucho, es la densidad, la urgencia vuelta medio y fin, el poder encarnado en la sociedad del consumo, la tragedia a la vuelta de la esquina.
Hablar de condición humana es inútil, no hay tiempo para ello, ni recursos. Cada vez cuesta más trabajo recuperar esa dimensión, tenemos la apariencia aún de lo humano, pero ésta engaña.
No es un tema de voluntad, no es suficiente aunque sea necesaria. Está en un orden más profundo, más entrañable en todo el sentido de la palabra y ahí nos hemos vuelto unos desconocidos, ajustados y programables. Es el costo del conocimiento convertido en fruto, insaciables perdemos las huellas.
Con suerte (disciplina), en un destello nos reconocemos en el hondo silencio que sostiene todo.
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