Ninguno como él. No es aquel maestro amargado, erudito enfermo de nostalgia, que convierte una conversación literaria en una competencia fálica. No. Martín es un maestro generoso, honesto, que señala -sin aspavientos, pero con amabilidad- lo que no funciona de un texto.

Ciudad de México, 3 de marzo (SinEmbargo).– Sobre una hoja de un rotafolio, Martín Solares dibuja con un plumón rojo las ramas de un árbol. Se vale de esa imagen para ilustrar los tiempos verbales: presente, pasado y futuro, que se ramifican. Luego, sobre el tronco, traza un rostro mal encarado, que representa a Pedro Páramo:

“¿En qué tiempo verbal vive Fulgor Sedano?”, pregunta Martín a sus alumnos. Nadie aventura una respuesta.

Martín habla de los libros como un niño de golosinas. Es usual, como lo dejó claro en su libro Cómo dibujar una novela, que se valga de dibujos de espirales, círculos, flechas, recuadros y laberintos, para explicar la estructura de una novela.

Desborda una pasión inigualable por su oficio. Cita de memoria frases de novelas, cuentos y ensayos con la seguridad de un adivino de cartas.

Todos los viernes, en un aula de la librería Gandhi, ubicada sobre Miguel Ángel de Quevedo, nos convoca a sus alumnos para hablar sobre literatura y analizar nuestros textos.

He tenido muchos maestros de literatura y periodismo. Ninguno como él. No es aquel maestro amargado, erudito enfermo de nostalgia, que convierte una conversación literaria en una competencia fálica. No. Martín es un maestro generoso, honesto, que señala -sin aspavientos, pero con amabilidad- lo que no funciona de un texto. Se vale, incluso, de metáforas gastronómicas:

“Tienes un omelette a las finas hierbas en tus manos, pero los ingredientes todavía no están bien integrados”, me dijo sobre un argumento cinematográfico que presenté en su taller.

Sí: uno sale inquieto del aula, pero con una lista de lecturas pendientes, contagiado por esa pasión literaria que hierve en Martín.

Y luego uno trata de aprender a dibujar una crónica, un cuento, una novela, un argumento cinematográfico, o un guion, aunque el resultado sea un dibujo de un monstruo con “6 pies, 3 cabezas y 4 brazos”.

Recién apareció en la mesa de novedades Catorce colmillos, la más reciente novela de Martín, con la que se aleja de Golfo de México para retratar el Paris de 1927.

En ella cuenta la historia de un extraño crimen: un hombre es asesinado en extrañas circunstancias y su cuerpo es abandonado en un callejón de París. El caso plantea un enigma escalofriante: la víctima presenta una herida en el cuello que no puede atribuirse a ninguna arma o depredador conocido.

Pierre Le Noir, joven detective, adscrito a la Brigada Nocturna, una división de la policía francesa especializada en crímenes imposibles de resolver, seguirá las pistas que lo llevarán a infiltrarse entre surrealistas y dadaístas, entre los que se hallan André Breton, Tristan Tzara y Man Ray.

De eso, además de su proceso creativo, de autores, libros y momentos literarios, hablamos con el autor de las novelas Los minutos negros y No manden flores.

–Con esta novela te alejas del Golfo de México para retratar el París de los años 20. ¿Necesitabas un respiro literario de la cruda realidad mexicana?

–Después de 15 años dedicado a contar historias que ocurrían en el Golfo de México, la imaginación me exigió una vacaciones en otro sitio. Cuando termine la primera versión de Catorce Colmillos me di cuenta que, por primera vez, no tenía el impulso de matar a todos mis personajes. Así que, probablemente, alargue mis vacaciones.

–Háblame del proceso creativo, ¿cómo surgió la idea?

–El germen de este libro se originó cuando estudié en París, entre 2000 y 2008, un doctorado en literatura. Asistí, en ese lapso, a todas las exposiciones dedicadas al surrealismo y al dadaísmo. Incluso me di el lujo de viajar a países vecinos, como España o Inglaterra, cuando había una retrospectiva de algún artista que me interesaba mucho. Descubrí una veta inexplorada por completo, que tiene enormes posibilidades novelescas: la vida de los surrealistas. La vida de André Bretón, Marcel Duchamp o Man Ray están repletas de emociones, viajes, a la par de crueles sufrimientos. Hicieron grandes realizaciones artísticas, en contra de adversidades inimaginables, incluido el nazismo. Sus aportes a las artes plásticas, al cine y a la literatura, han determinado la imaginación contemporánea. Nuestra idea del amor, la revolución y la paz no podrían entenderse sin esas aportaciones. Soñé con la posibilidad de hallar, un día, una buena crónica de las reuniones privadas de los dadaístas, pero en cambio encontré transcripciones de algunas de sus sesiones de hipnotismo en las que cuesta trabajo identificar a los presentes. Eran documentos tan interesantes como un animal disecado; o sea, no eran relatos vivos, que nos hicieran sentir cómo era participar en el surrealismo. Por esa razón, entre otras, escribí Catorce Colmillos: una novela en la que un policía se ve obligado a infiltrar el movimiento surrealista durante 3 días, a fin de encontrar al sospechoso.

–¿Qué bibliografía consultaste para retratar el París de los años 20, con los surrealistas y dadaístas como protagonistas de la escena cultural?

–Como la parte que me interesa contar de los surrealistas no está mapeada, ni contada, me enfrentaba a un reto mayúsculo: llenar lagunas, vacíos, con escenas de vida muy intensa, explosiones de amistad, amor, pasiones artísticas y reflexiones estéticas. He leído e investigado todo sobre ellos en los últimos años, así que -por fortuna- las anécdotas surgen solas, se me presentan con mucha claridad. ¿Qué pasó la noche que Robert Desnos se peleó con André Bretón? ¿A dónde se fue Desnos? ¿Qué pasó el día que Man Ray capturó su fotografía más inquietante? ¿En qué bar de Montparnasse terminó después de tomarle un retrato a un visitante muy tenebroso que pasó por su casa? ¿A quiénes recibió Bretón cuando estaba escondido en una finca, en el norte de Francia, mientras escribía Nadja? Cuando investigas a los surrealistas, una referencia te lleva a otra, y luego a otra, cada vez más oscuras y más asombrosas. De lo que más me nutrí fue de catálogos, que están fuera de circulación, en donde alguno de los surrealistas, que estaba peleado con otro, escribía un prólogo, a alguno de sus amigos, desdeñando a los demás. Es oro molido.

–Man Ray termina por eclipsar, en tu novela, a Bretón y Tzara. ¿Por qué? ¿Qué tiene él de fascinante para ti?

–¿Te parece? No sólo me fascina él, sino todo el grupo. Surrealistas y dadaístas forman una serie de constelaciones sólidas, tan bellas, tan atractivas, que su brillo no deja de inspirarnos y estimularnos. Ahora mismo alzas los ojos y puedes ver lo que hizo Man Ray, René Magritte, Meret Oppenheim, Guy de Maupassant y Max Ernst. Sus obras brillan con luz propia. Y todos, cuando los miras en conjunto, forman triángulos y figuras hechas de amistades y rivalidad que siguen fulgurando más de 90 años después. Yo me centré en 1927 porque fue un año crucial para ellos: Breton quería escribir Nadja y fue cuando él, que había defenestrado a todos los que habían escrito novelas, se vio obligado a escribir una. Ese año, especialmente, se pelearon unos con otros, como si tuvieran motivos para odiar a los demás.

–Le Noir se emparenta con otros detectives, como Charlie Parker, protagonista de la novelas de John Connolly. En ese sentido, ¿qué novelas leíste mientras escribías Catorce Colmillos?

–Estaba leyendo las obras completas de Simenon. Esta novela es, de alguna manera, un homenaje al sistema de investigación y narración literaria que echó a andar George Simenon, y que no ha sido desafiado. Yo quise hacer un experimento y contar, modestamente, desde la ciudad de México, el único tema que Simenon jamás se atrevió a explorar: la frontera entre la realidad y lo sobrenatural. No sabemos qué pensaba él sobre la vida en el más allá. Envié a un grupo de personajes que podrían salir en las novelas de Simenon a explorar terrenos que colindan el realismo de la novela policiaca con la libertad de la literatura fantástica. Y eso fue todo un reto, pues al mezclar esos géneros todo tiene que estar claramente justificado. Para que una obra así sea verosímil tienes que crear una atmósfera bastante precisa, en la cual lo que quieres contar no sea posible, sino inevitable. Esa es la gran diferencia entre un cuento fantástico fallido y una novela completamente deslumbrante. Parece que la novela es un monstruo que lo admite todo. No es así: la verdad es que tienes que tomar decisiones. A la novela hay que encararla como si fuera una pelea de box. Y no puedes practicar todas las artes marciales una vez que te subes al ring. Si bien, una vez ahí puedes atacar sin piedad al oponente, en los últimos instantes, debes de respetar ciertas reglas mínimas. Eso, en mi caso, me obligó a organizar el material en 3 aventuras más. Me di cuenta que eran tres entes a los que estaba obligando a habitar el cuerpo de una novela. Cuando comprendí eso, empecé a separarlos. Así que, te adelanto, habrá dos novelas más. Será una trilogía.

–¿Dibujaste esta novela antes de escribirla?

–Sí, por supuesto. Y no tenía ni pies ni cabeza. Era un monstruo como de 6 pies, 3 cabezas y 4 brazos. Empecé a escribir la primera versión de este libro en el 2005, después de Los minutos negros. Y terminé el primer borrador en un mes. Pero te confieso algo: no lo logré, no me gustó para nada el resultado. Me parecía una novela larga y rocambolesca. Con mucha frecuencia detengo la escritura de una novela para entender qué pasó en cierto capítulo y tratar de explicarme a mí mismo que fue lo que me llevó a cierto umbral. Cuando dudo entre cruzar o no cierto umbral, escribo un ensayo para saber a dónde voy. Así lo hice en este caso. Años después, tras publicar No manden flores, mi segunda novela, y mi ensayo Cómo dibujar una novela, volví a escribir Catorce colmillos desde el principio y éste es el resultado.

–¿Coincidirías que, a diferencia de tus otras novelas, ésta es más luminosa?

–Es la más optimista, sin duda. Sé que Los minutos negros es una historia que ocurre bajo el sol, frente a una playa. Sé que No manden flores ocurre en una carretera, llena de pinos, en donde hay una serie de sombras muy siniestras. La primera ocurre en una sola ciudad; la segunda en una carretera que recorre Tamaulipas. Y Catorce Colmillos es una historia que ocurre en un lugar lejano, que ya no existe: el París de 1927.

–Por último, ¿volverás a escribir novelas policiacas sobre la realidad mexicana?

–Sí, tengo planeadas dos novelas. De una de ellas tengo, incluso, varias páginas escritas. Lo que sí sé es que tengo que cerrar este paréntesis surrealista. Nunca me había ocurrido escribir dos novelas en dos años. Los minutos negros me llevó 7 años; No manden flores, 8. Hice cambios radicales en mi empleo del tiempo para dedicarme, exclusivamente, a escribir. Suelo trabajar de forma simultánea en diversos proyectos. Si bien la columna vertebral de mis días es la novela, de la que me ocupo de las 5 de la mañana hasta el mediodía, en las tardes escribo guiones, cuentos fantásticos o de ciencia ficción y, sobre todo, ensayo sobre la literatura. En estos momentos escribo dos libros de ensayo, ambiciosos, en los que trato de resolver mis más profundas dudas literarias. Soy, lamentablemente, un mil usos literario.