Antonio Calera
23/02/2019 - 12:00 am
Comer es comernos
Comer, si lo permite la mundana providencia, como algo que va más allá de meramente alimentarse. / Y no se quiere decir la tontería de comer bien como caro o fino o extraño o muy contemporáneo. Jamás: comer bien no como Dios manda sino como los hombres desean: para recordar a qué vinieron a la […]
Comer, si lo permite la mundana providencia, como algo que va más allá de meramente alimentarse. / Y no se quiere decir la tontería de comer bien como caro o fino o extraño o muy contemporáneo. Jamás: comer bien no como Dios manda sino como los hombres desean: para recordar a qué vinieron a la Tierra. / Y es que los hombres y las mujeres no vinieron solamente a ser expulsados de algún edén y pagar eternamente una cuota, a trabajar por edificar otro con sus nudillos, sino, por el contrario, a darse humanidad y por ello placer. / Si somos lo que comemos, nuestra comida y nuestra manera de entenderla en lo general como cultura y en lo particular como ritual, anuncia lo que sentimos, pensamos, pero más lo que deseamos. Sin rodeos: ese darnos placer los unos a los otros, rupestre o sofisticado en grandes embalajes o pequeñas dosis, como se quiera, pero regalarnos con placer por sobre todas las cosas. / Un comer bien tan amoroso en donde, si uno es el que se brinda al cocinar, es a uno quien comen: logrando así en varios sentidos una antropofagia simbólica. / Matizo: difícil pensar en comer en la cama o comerse al otro en la mesa: lo que sí es cierto es que luego del ritual del comer o alrededor de él, es que se han sobrevenido otros rituales igualmente majestuosos: las más gloriosas fornicaciones, los más estrambóticos juegos, los más descabellados retos o deschavetadas apuestas. / Pero no nos ruboricemos: una y otra cosa son preludio de un acto de lo más generoso: amarnos tal cual somos en medio de un mundo merdoso, que parece que ha dejado de ser nuestro, que parece ser más ahora de los bancos, del capitalismo, en fin: la fiebre del oro. / Por ello, decir “quiero hacerte de comer”, que pudiera hacer referencia perversa a bañar en salsas al amado y pasarlo por fuego, es más cosa de ver al amado como nuestro propio alimento. / Ése es el otro (bello y secreto y altamente poético) alimento del cuerpo: el cuerpo del otro. / Comer bien es cosa de dos, de pares. Porque, ¿qué poesía surge del comer solo? Sólo los locos y los afligidos comen solos, tristemente en las esquinas del mundo, y aun así, quizás estén comiendo con otros, plácidamente y en su mente, en otro tiempo. / Por lo pronto habría que fijarse el comer como el fijar, en el calendario de nuestra existencia, las fechas en que hicimos méritos para salvar la vida y cambiar al mundo. / Porque si como pensara don Alfonso Reyes, que “una mala comida no se recupera nunca”, una buena comida resultaría en esa suerte de medalla mágica, bello aleph de los sentidos logrado entre los pares para el olvido de sus yerros, levantar las caras, soltar amarras hacia un mundo mejor: como ya hemos escrito, el de los reunidos en el ágape y que se saben finitos y por ello aquilatan su vivir. / Imaginémonos ahora sentados entorno a esa vieja mesa de los abuelos, y con ellos, los hermanos, primos, sobrinos, nietos, a la caza del sentido de la vida. ¿Discutiríamos acaso por un detalle como un olvido, una falta de tacto o por cosas tan ajenas y remotas como la inflación, la tasa de interés, la bolsa que sube y baja? Por supuesto que no. Me imagino que se dolerían los ahí reunidos por el avasallamiento de Natura, tal vez la pérdida de algún héroe en batalla por un sacrificio horrible, pero nunca por los detalles más nimios, francamente imbéciles. Ese relato puro, clarificado, vaporoso quizás entre risotadas y abrazos de los nuestros sonrientes a nuestro lado, es, veámoslo con claridad de una vez, justo los mismos mentados fotogramas que pasarán en segundos como la película de nuestra vida a punto de extinguirse. / Porque las buenas comidas son primero y al último para el estómago y el goce estético y no depende su fulgor del estatus, mucho menos del dinero y su capacidad adquisitiva de falsos milagros: pura vida en su estado de latencia es lo que querríamos, nada de artificios en esas comidas: platillos hechos con mimo, botellas de vino, pasteles para los niños. / Por ello es que las comidas son rituales y no happenings, son retículas de vida misma y no performances u obras de arte: porque no son un artificio. / El único artificio que se permite es el que vamos a comer y siempre será agradecido: sea un par de panes con mantequilla y azúcar, un plato de frijoles o un par de huevos fritos. ¿Se acuerda querido lector y nuevo amigo, de lo que le cocinaban sus padres o abuelos cuando era un crío? ¿Verdad que no se necesitaba en su hechura mucho más que el mero cariño? Claro, ya decía yo. Y es más: el más laureado chef, si es digno de serlo, lo que busca es provocar a su comensal aquello que sintió cuando comió por primera vez algo, haya sido frío o caliente, rehogado o tatemado, cercano al azúcar o la sal. Su vida se va en ello y no lo ve como un desperdicio. / Por cierto que los desperdicios, que no las sobras, van al piso: se trata del detrito de pensamiento quejumbroso, alienación del trabajo, distracción mera de no estar en verdad sobre la mesa. Todo eso al piso. No es alimento salvo para ratas, para esperpentos rastreros. / Veamos: comer bien como vivir bien, en el centro mismo de lo caro a nuestra vida. Por la efeméride más laxa o más constreñida, y acaso también sin ella, invitados dos gatos a la comilitona, o varios, bien relajados o eufóricos (porque basta que se reúnan dos en nombre no de Dios sino de la poesía, para que surja la magia de una buena comida), comer bien como una suerte de coreografía grupal, absolutamente profusa y colorida, de sensaciones, de reflexiones, detonada por una visión aérea, espacial, satelital de lo que somos en ese momento (una suerte de ubicación espacio-temporal de nuestra humilde microscopía ante la apabullante dimensión de nuestro cosmos), o bien por una operación como espeleología por nuestros mares interiores, aquellos en donde descansan los tesoros de nuestros barcos caídos. / El chiste es abrirse a ser como uno es. Uno cocina como es. Por eso para saber cocinar y comer hay que saber quién es uno. Buscarlo. Comer bien no como comer sin saciedad, en cometido de la gula y su culpa, sino como sinónimo de jauja, de sentirse con lo justo a través del cuerno de la abundancia. / Comer bien como un estado mental, eso sí, eso siempre, en que nos permitamos meter las manos a nuestra masa, a cometer el batidillo, el menjunje, el potaje, el brebaje en un jardín de niños adultos como una actitud que haga retroceder al mecanismo que nos somete a la competencia, hacer trastabillar a la maquinaria del trabajo remunerado, vaya en contra del manual de comportamiento occidentaloide, en que según X, un tal por cual, sepa la bola, debemos ser. Nos importa un rábano todo ello, nos importa la fiesta en que nos damos a través del pan y el vino, antes que nada por estar vivos y luego por lo que se nos hinche y se nos antoje. Comeremos lo que queramos, cuanto queramos y como lo queramos, sin importar el censo de los tibios, los calculadores, los pechofríos. / Y porque si analizamos bien la frase (un tanto franciscana) que dice que “el pan duro hace al hijo bueno”, comer bien nos queda como anillo al dedo: hará entonces sentido mimarse como intermedio del masoquismo en el fragor de la monserga diaria, como paréntesis en la ansiedad que tal ritmo nos impone marcialmente: una especie de suspensión golosa y juguetona para demorar la caída al mundo desabrido, insípido, monocromático del deber ser, el del humano que corre como ardilla en el sinfín de la monotonía, ya sea ésta vulgar o de lo más sofisticada. / A toro pasado de tanto dolor, de tanta mezquindad y tragedia, vamos por nuestro adentro / ¿Que algún ilustre ve desde su escritorio el comer bien como una bagatela? Pues no ha entendido nada. No es que ojos que no vean no sientan: los que no sienten no tienen ojos para ver. / Hay que comer o morir, claro, pero no sólo biológicamente. Así como comer conlleva el restauro del cuerpo, no comer trae consigo la inanición del espíritu. / Y una nota: un enemigo confeso, sí, hasta con un asesino que se presente con sus cartas llenas de sangre, pero un “judas” no. No habremos de comer nunca con un mentiroso o un traidor, nunca tales en nuestra mesa. Porque no se miente sobre una mesa. El que mienta, no sólo un majareta, sino una naturaleza muerta. Queremos pares transparentes. / Junto con los viajes, los logros largamente añorados, claro, no hay quizá nada más hermoso que reunirnos con los amigos y seres queridos en torno a una mesa. Viva esa suerte: sobreviene el llanto, la maravilla de estar vivos: todo por el relato ahí levantado. / Y bueno, si de pronto alguien hubiera de morir en el campo de batalla de esa sobremesa, ahí donde se recupera el derecho al placer y nos reivindicamos no como mulas trabajadoras sino como humanos en la más plena delectación, pues bienvenida con toda serenidad esa muerte. Es la muerte no de los glotones sino de los gladiadores: he ahí la última gran comilona, de la que saldremos envueltos en el mantel manchado que metaforiza el cosmos. / ¿Cuántas veces nos lo hemos dicho y ahora lo podemos gritar, querido lector y nuevo amigo?: Nuestra vida no por un caballo para huir de ella, nunca para la graciosa huida, menos por un alto reto del ego perdido de antemano; no: nuestra vida por estar sobre la mesa bebiéndonos la sangre los amigos, los de nuestra sangre idos, hinchada nuestra lengua por hablar con ellos de amor y poesía, en esa gran comedera que se celebra por todo lo alto y copa en mano, el amor a la vida misma.
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