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Tomás Calvillo Unna

30/01/2019 - 12:00 am

La muchacha se llama Emilia

La nostalgia conserva la vitalidad del tiempo ido; Roma la encarna. El reto de la memoria en la cinematografía es evocar, en la virtualidad, esa densidad de la realidad desaparecida: los objetos , relojes, coches, el teléfono y la espera de la voz en la extensión para poder colgar; la niñez y la vejez, los ágiles saltos y los lentos pasos; la música, sus tonalidades que tejen los recuerdos, y en ese blanco y negro (murmullo de sepia) que no extrañan el color, el retorno a la compasión propia de la Luz, de la vida, de su manifestación que cada uno lleva.

Grabado De Jesús Ramos Para El Libro Palabra Que Es La Llave

Para todos los que participaron en la película
más allá de los premios

La nostalgia conserva la vitalidad del tiempo ido; Roma la encarna. El reto de la memoria en la cinematografía es evocar, en la virtualidad, esa densidad de la realidad desaparecida: los objetos , relojes, coches, el teléfono y la espera de la voz en la extensión para poder colgar; la niñez y la vejez, los ágiles saltos y los lentos pasos; la música, sus tonalidades que tejen los recuerdos, y en ese blanco y negro (murmullo de sepia) que no extrañan el color, el retorno a la compasión propia de la Luz, de la vida, de su manifestación que cada uno lleva.

A pesar de las críticas de que es una película muy lenta, su dilema está en su incapacidad para desprenderse de la velocidad de nuestro presente, de este aceleramiento que permea sus pasajes: su lentitud aparente no puede contener el vértigo de la Ausencia y su Parvada de ecos; las insinuaciones que los relatos de la memoria apuntan, se acumulan en un registro de destellos que no alcanzan a pronunciarse en las imágenes elegidas.

La edición corta con fina navaja,
la cadencia del olvido reemplazado.

La escultura humana,
como hoguera o montaña,
a orilla del mar y de la muerte,
es el clímax de esa premura inevitable.

El texto que se transcribe fue editado en 1990 e ilustrado por el ya fallecido pintor y grabador Jesús Ramos, quien se adelantó unos minutos y cuyo arte aún nos acompaña.

La muchacha se llama Emilia

Emilia dejó relucientes los vidrios de las ventanas. Era la primera vez que lo hacía. En su casa sólo había una ventana y era de madera y aire. Aquí, en cambio, daba miedo caminar. La luz brillaba en los mosaicos del piso, en las esquinas de los muebles, en los cuadros de la pared.

El vidrio rectangular del comedor le parecía extraño. Al principio creyó que estaba ahí esperando a que lo cortaran en pedazos más pequeños para colocarlos después en las ventanas de los cuartos. Pero a la hora de comer, se dio cuenta que los platos de sopa, los de arroz y el de la carne, y la jarra llena de agua de limón, quedaron sobre el vidrio. Los señores y sus hijos se sentaron alrededor de él. A ella le tocó limpiar, Juana recogió la vajilla y Emilia con un trapo hizo montoncitos de migajas y volvió invisibles los círculos que dejaron los vasos. Cuando terminó, permaneció de pie junto a la mesa como si estuviera “encantada”. Una luz dorada la abrigó, estaba otra vez en medio del campo, entre las palmeras chinas que la protegían del sol.

Recordó su casa oscura: el fogón alumbraba a trozos el piso de tierra. Ella veía a su tía atizar el fuego, miraba su perfil y sus largos brazos crecer, más oscuros, como si fueran las ramas del viejo mezquite que se recargaba en la pared de adobe. Era aquella una casa para las sombras, con cualquier movimiento aparecían y se elevaban hasta envolver la habitación. Un fuerte viento comenzó a pegar y azotó la ventana del comedor; sobresaltada, Emilia volvió a la cocina.

Se sentó en un banco de madera junto a la alacena. Casi no podía hablar, su cuerpo estaba embotado de luz. Nunca antes vio tantos vasos, platos y tazas de cristal juntos. Ni en el restaurante al que la llevó su tía, un domingo, para que no llorara, para que comenzara a olvidar que su padre se había ido lejos, a la frontera. Emilia pensó que tal vez su madre, que murió cuando ella tenía sólo un año, vivía ahora en un lugar tan lleno de luz como el comedor de la casa donde trabajaba. Su madre era muy bonita, su papá se lo había dicho un día que bebió mucho y que estuvo llorando hasta quedarse dormido a sus pies. Esos recuerdos ya no le daban tristeza, sólo sentía ganas de caminar y caminar para ver a otras personas; por eso estaba contenta de haber encontrado un trabajo en la ciudad.

Una tarde, en la cocina, descubrió unas pequeñas campanas de bronce, las alzó y las miró por abajo. Le gustó más el sonido ahora que la primera vez cuando las escuchó y Juana le dijo: “Anda, llévales el platón de sopa y acuérdate de dejarlo al lado izquierdo de la señora, y le preguntas si nada más se le ofrece”. Emilia temblaba un poco. Tomó la charola con el plato sopero y caminó cuidadosamente mientras volvía a escuchar aquel sonido. Tenía miedo de que se le derramara la sopa y se manchara la luz que brillaba por todas partes. Sentía que volaba, el piso era suave y liso, sin piedras, ni terrones, ni hierbas y hondonadas. Juana le empujó la puerta de madera y ella pasó al comedor con la cabeza inclinada, buscando con sus ojos a la señora. Por un momento detuvo su atención en la abuela de la familia, quien desempañaba sus lentes con una servilleta roja. Se acercó a la señora y mientras ésta le decía: “Ponlo aquí”, ella parpadeó y sintió una dolorosa punzada tras sus ojos. Le dijo en voz baja a la señora, si nada más se le ofrecía y ella respondió: “Por ahora nada, gracias”. En medio de las voces y los cuerpos quiso encontrar con su mirada el sonido qe escuchó en la cocina; no tuvo tiempo. La señora la llamó: “Mira niña, ten, antes de que te vayas, llévate estos platos sucios”. Después, Juana se rio porque le preguntó: “¿Dónde tienen el pájaro que canta tan raro?” y  Juana le mostró unas campanitas color plata que ya no se usaban y que la señora había guardado en uno de los cajones de la despensa.

En las tardes, el comedor la llamaba. El silencio ocupaba la casa y ella encendía la lámpara de cristal. Le parecía un sol con sus rayos atrapados en el vidrio de la mesa. Trataba de cubrir los reflejos, de apagarlos, pero no podría. Ella misma estaba ahí adentro; se tocó sus manos y su cara y estiró sus brazos sin poder alcanzar la otra orilla.

Juana le dijo que un domingo iban a ir a la iglesia de San Francisco para que viera “un verdadero candelabro, un barco inmenso de vidrio que flota en el aire encendido con velas”. Emilia pronunció esa palabra y sintió que los vidrios llenos de luces tenían un nombre que podía llevar a cualquier lugar y repetirlo cuando quisiera, sin tener que pedir permiso. Comprendió que al decir “can-de-la-bro”, ya no tenía porque ir en las tardes al comedor. Pronunciarlo era suficiente para su cuerpo se llenara de un gozo misterioso. En ocasiones, cuando ya se iba a dormir, repetía en voz alta ese nombre mientras las lágrimas descendían por su cara.

Emilia pensaba que todos los días que habían pasado y todos los que vendrían, en realidad eran uno solo. Sentía que estaba aprendiendo a decir las palabras y que ellas, cuando lo deseaban, le abrían las puertas de lugares que ni Juana imaginaba. Si tenía fe, como su tía le había enseñado, tarde o temprano iba a encontrar una palabra tan poderosa, que al pronunciarla haría que su papá volviera.

Antes de dormir le gustaba asomarse por la ventana y mirar afuera en los tenderos el gotear de la ropa de los señores y sus hijos, los hilos de agua que se extendían hasta la pared de su cuarto, el de la azotea.

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