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LECTURAS | Cara de pan, la turbadora historia de una adolescente y un cincuentón

08/12/2018 - 12:03 am

La última novela de la escritora madrileña narra la relación entre una chica de 13 años apodada Cara de pan y Viejo, un hombre de 50 con el que comparte su particular refugio. «No me esperaba esta acogida. Pero no por el tipo de novela que es, sino por el tipo de escritora que soy yo», reconoce la autora Sara Mesa.

Por Carmen López, de eldiario.es

Ciudad de México, 8 de diciembre (SinEmbargo/eldiario.es).-Tiene 13 años y va para 14, ya roza la entrada triunfal a la adolescencia, el fin absoluto de la infancia y su vida no es fácil. De hecho, es fea, incómoda y agotadora: no soporta el ambiente del instituto, ni su cuerpo ni a ella misma por esa incapacidad para encajar en el sitio que le ha tocado vivir. Y es la coprotagonista de Cara de pan, la novela de Sara Mesa (Anagrama, 2018) que tiene todos los puntos para convertirse en el libro del año.

Viejo, un hombre que supera la cincuentena y siempre va con traje aunque no trabaja, le da la réplica. Entra en su vida por casualidad, porque también se cobija en ese parque en el que casi pasa los días en lugar de ir al instituto. Y en ese espacio propio detrás de un seto, en el que no entran más personas, crean su propia realidad. Confortable para ellos, pero cada vez más turbadora para el lector según va pasando las páginas.

Aunque la novela se desarrolla en la actualidad, la autora no hace referencia a elementos básicos en la vida de un adolescente de hoy, como las redes sociales. En un personaje casi, inadaptado y vulnerable, serían importantes tanto por lo que le ocurre en ellas tanto por no estar presente, lo que también indicativo de algo. Mesa lo explica a eldiario.es por e-mail: «La novela se desarrolla en una especie de limbo o como ellos lo llaman, en un refugio, donde los personajes pueden tener una vida paralela. Cara de pan plantea el problema de la privacidad, así como las perversiones del grupo. Las redes sociales aquí no tienen cabida. Si existen, es fuera del parque».

La escritora escoge a dos personajes muy lastimados para que protagonicen su libro. Ambos generan sentimientos que se mueven en un arco que va de la pena al enfado. «Como a muchos otros escritores, me interesan los antihéroes. No es una premisa que me ponga de partida, pero cuando ves a ciertas personas y atisbas en ellas una herida ¿Acaso no te preguntas cuál es la historia que llevan detrás? Eso para mí es también una forma de escritura».

Como a Muchos Otros Escritores Me Interesan Los Antihéroes Dice Sara Mesa Foto Eldiarioes

No es fácil identificarse con los protagonistas – «Está claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años», como dice Cecilia Lisbon en Las vírgenes suicidas- aunque el lector o la lectora hayan vivido alguna situación parecida o haya sentido algunas de las emociones que se cuentan ¿No hay nada de la escritora en ellos? «Todos mis personajes tienen algo autobiográfico, incluso aunque yo no sea consciente de ello. Este autobiografismo tiene poco que ver con los hechos narrados. Es algo más relacionado con la forma de mirar, de actuar. No puede racionalizarse».

UNA MANERA DE VER EL MUNDO

Mesa nació en Madrid en 1976, aunque pronto se mudó con su familia a Sevilla, donde sigue viviendo. Empezó escribiendo poesía y ganó el Premio Nacional Fundación Cultural Miguel Hernández con su primer poemario Este jilguero agenda, en 2007. Desde entonces ha ido acumulando galardones, entre ellos el de finalista del Premio Herralde de novela por Cuatro por Cuatro, en 2013. Cicatriz (Anagrama, 2015) le valió el premio Premio Ojo Crítico de Narrativa y el beneplácito de la crítica, que ya se ha rendido a los pies de su prosa con su último trabajo.

«No me esperaba esta acogida. Pero no por el tipo de novela que es, sino por el tipo de escritora que soy yo», dice. Cara de pan no es una novela fácil: una relación íntima entre una adolescente y un hombre adulto lleva casi implícito un problema -aunque no tenga nada que ver, es imposible no pensar en Lolita, de Nabokov- pero lo perverso está en la mente de quien la lee, que constantemente está esperando a que pase algo malo, algo sexual.»

La escritora no empezó a serlo hasta que llegó a la treintena, una edad tardía en una época en la que la industria está perpetuamente a la busca de nuevos (y jóvenes) autores. «Mi escritura parte de un proceso que tiene mucho de intuición, búsqueda interna, memoria y onirismo. Jamás podría decir que escribo historias que se me ocurren. No confío en la imaginación, como si las historias estuviesen ahí fuera esperando que lleguen a nosotros. Así que antes de los 30 supongo que acumulaba material vivencial, simplemente».

Sara Mesa En Un Retrato De Sonia Fraga Foto Eldiarioes

Sus últimos trabajos han llegado en un momento en el que el movimiento feminista está en plena ebullición y desde el ámbito cultural se está luchando por dar visibilidad a las autoras. Considera que estas acciones son necesarias: «Se están recuperando figuras fundamentales que la historia literaria había dejado fuera. Y se está apoyando a nuevas voces, un apoyo también necesario porque aún no hay igualdad real».

De hecho, en un artículo sobre la mujer en las letras publicado en este medio con motivo del Día de las escritoras el 15 de octubre, señaló la diferencia entre la percepción que se tiene del tema y la realidad: «Estamos todavía tan desacostumbrados a ver a mujeres en ciertos ámbitos que, cuando están, saltan mucho a la vista».

Cuando una ola toma tanta fuerza como la que ha alcanzado el feminismo en los dos últimos años se somete a la mirada exhaustiva de los críticos que buscan el fallo. Por supuesto, el mundo de la literatura no iba a librarse del escrutinio y la pregunta sobre si se está encarando de manera correcta aparece intermitentemente. Sara Mesa responde con seguridad: «¿Se está haciendo bien? En líneas generales, sí. Claro que puede haber errores, nombres que se destaquen y en realidad no sean tan destacables, pero esto ha pasado también con los hombres y no se ha puesto tanto la lupa sobre ello».

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Fragmento de Cara de pan, de Sara mesa, con autorización de Anagrama.

La Novela Del Año En España Foto Anagrama

Primera parte El parque

La primera vez la coge tan desprevenida que se sobresalta al verlo. La niña está apoyada en el tronco del árbol, leyendo una revista, cuando oye sus pasos acercándose, el chasquido de las hojas secas al quebrarse, y después lo ve, de pie delante de ella, quizá un poco turbado pero no sorprendido por encontrarla allí, oculta tras los setos. El viejo pide perdón – ¡no quise asustarte!, dice– y después le pregunta qué está leyendo, pero entre una cosa y otra – entre la disculpa y la pregunta– a la niña le da tiempo a reaccionar. Esto, responde mostrándole la revista, una revista para chicas. Quizá así –piensa ella–, al ver esa revista que obviamente no es para niñas, creerá que es mayor de lo que es y evitará la temida pregunta –qué haces aquí, a estas horas–, aunque lo cierto es que el viejo se limita a sonreír y a mirar la revista, vacilante. Al principio parece que va a cogerla –sus dedos dudan, se estiran en su dirección–, pero el gesto se deshace y la mano cae a un lado, como muerta. El viejo mira ahora a la niña, otra vez la revista, la niña, el árbol, el pequeño refugio entre los setos y finalmente habla, y dice: qué cuenta la revista, de qué va. La niña despega la espalda del tronco, se echa hacia delante, hacia sus piernas cruzadas y desnudas. Tiene la piel marcada por el césped seco, pequeñas manchas rojas después de tantas horas sentada en el suelo. Son rollos de chicas, dice. Rollos de música y de videojuegos y también de películas y de ropa, cotilleos y música, cotilleos sobre cantantes y actores, quiero decir, sus vidas y esos rollos. Yo de eso no entiendo, dice él, pero en sus palabras no se desliza reproche ni desprecio. Yo también leo revistas, dice, ¡pero las mías tratan sobre pájaros! La niña, extrañada, murmura: ¿pájaros?, pensando que quizá, al decir pájaros, el viejo se refiere a otra cosa y que le está lanzando una indirecta. Este pensamiento hace que su desconfianza crezca e incluso llegue a pensar en huir, pero el viejo arranca a hablar de nuevo y lo que dice suena sincero, sin dobleces. No solo sobre pájaros, explica, sino sobre aves en general y animales en general, las revistas específicas de pájaros no son tan fáciles de encontrar y ¡además son caras! Hace tiempo estuvo suscrito a una que ya no existe, le llegaba a su casa todas las semanas y fue ahí donde aprendió todo lo que sabe sobre pájaros, ¡que es mucho! El viejo habla como un niño –con el ensimismamiento y el entusiasmo de un niño– y la niña lo mira con curiosidad. Por las mañanas, en ese parque –continúa–, no es difícil toparse con alguna abubilla y también, cada vez más, pueden verse cotorritas de Kramer y hasta tórtolas turcas, ¿ella no se ha fijado? La niña niega con la cabeza. Ni siquiera sabe cómo es una tórtola normal, piensa, cómo va a diferenciarla entonces de una turca y piensa también: qué hombre más raro. Lo mira sin levantar del todo la cabeza, de soslayo, pues él sigue de pie y ella sentada. Recorre con la vista, desde abajo hasta arriba, los elegantes zapatos de cordones, el pantalón clarito de vestir, la chaqueta a juego –recia a pesar del calor–, la mochila deportiva que le cuelga de un hombro, tan discordante con el resto del atuendo. Observa las manos regordetas y pecosas, la cabeza pequeña y rubia, las gafitas de alambre y el bigote, el pelo en desorden, medio de loco. Le hace gracia, pero no la suficiente como para bajar la guardia. El viejo sigue hablando. Hay especies exóticas que no se veían antes, explica, especies nuevas que al aclimatarse al nuevo entorno se convierten en un peligro para las autóctonas –pero se traba al decir autóctonas, tiene que repetir la palabra tres veces hasta que la pronuncia con corrección–. A él eso le da igual, continúa, le gustan todas las especies, las de fuera y las de dentro, no le importa de dónde vengan, ¡son verdaderamente extraordinarias! Se queda pensativo unos segundos y es entonces cuando le cambia la expresión de la cara. Los ojos se le redondean y se agrandan –como si comprendiera algo–, le tiembla levemente la mandíbula. Estoy siendo pesado, dice, y pide perdón por segunda vez. No, no, dice la niña por educación, pero él insiste, apesadumbrado: siempre habla demasiado y, si nadie le avisa, sigue y sigue. Necesita que alguien le avise, añade con desconsuelo, ¡él solo no es capaz de darse cuenta! Mira hacia los lados, inclina bruscamente la cabeza y se despide de la niña, que ya no sabe qué decir ni qué hacer. Cuando lo ve darse la vuelta y atravesar el seto con torpeza, siente el alivio de quedarse sola de nuevo, aunque de todos modos, piensa, ese hombre no parecía ser ningún problema, no tiene nada que ver con los que se encontró otras veces, los hombres peligrosos.

Más o menos a la misma hora, el viejo reaparece. Ahora la niña piensa que ya no tiene gracia, se le ocurre la idea de que quizá la esté espiando. Sin embargo, la actitud del viejo es tan tímida y respetuosa como el día anterior. Lleva la misma ropa, la misma expresión de asombro y de pudor. Esta vez le pide permiso para sentarse un ratito. Lo hace a la distancia máxima que le permiten las dimensiones del refugio: entre la fila de setos y el árbol no debe de haber más de un par de metros. Con las piernas cruzadas, las manos colocadas sobre sus rodillas, la mira sonriente, respira hondo. ¿Hoy no lees?, pregunta, pero lo pregunta como podría haber preguntado cualquier otra cosa, piensa la niña, para romper el silencio. Ella saca de su mochila un libro, uno de los que le mandaron comprar en el instituto, y se lo tiende al viejo, que se inclina para recogerlo. ¿Te gusta?, pregunta él mientras lo hojea. Pse. Según. Me distrae. Él vuelve a sonreír. ¿Es que te aburres mucho o qué? No, dice ella. Y luego añade: lo normal, me aburro lo normal.

A él nunca le ha gustado leer. Solo sus revistas de pájaros, dice, o de naturaleza en general. Pero con las novelas se pierde. Siempre que empieza a leer una, se le va la cabeza a otro lado, no porque se distraiga, sino justo al revés, ¡porque se mete demasiado en la historia! Se pega al protagonista o a cualquier otro personaje y se imagina que ellos son él o que él es ellos. No puede evitar modificar la historia, imaginar qué haría él de estar ahí dentro, eligiendo un rumbo u otro por sí mismo. A veces entra en varios personajes al mismo tiempo y se hace un lío tremendo. Cuando se da cuenta, está leyendo sin enterarse. ¡Puede leer páginas enteras sin enterarse de nada, mientras sus pensamientos van por libre! ¿No le pasa eso a ella? La niña se encoge de hombros. A ella tampoco le gusta leer, confiesa.

¿Entonces por qué llevas un libro en la mochila?

Un mirlo se cuela a través del seto, los ve y se larga corriendo a toda prisa, armando un gran revuelo. La aparición del mirlo sirve para que el viejo se distraiga y para que a la niña le dé tiempo a pensar una respuesta digna de una pregunta tan tonta. ¿Por qué lleva un libro en la mochila? No va a mencionar el instituto. Si lo menciona, él le preguntará en qué curso está y hará sus cuentas. Puede decir que es un libro de su hermano. Un libro que cogió prestado del cuarto de su hermano –lo cual tiene su lógica, puesto que su hermano tiene montones de libros y, ahora que no está, ella puede tomar prestados todos los que le dé la gana–. Va a decir justo eso, que el libro es de su hermano, cuando el viejo se levanta, se sacude los restos de césped del pantalón, estira los brazos y las piernas como si le dolieran todas las articulaciones. Uf, se queja, ¡él ya no tiene el cuerpo para sentarse en el suelo como un indio! La niña se pregunta cuántos años tendrá ese viejo que, incomprensiblemente, todavía no le ha preguntado a ella su edad.

Ha pensado en cambiar de escondite, pero no encuentra ninguno tan bueno como ese. Aunque el tronco del árbol es robusto y rugoso, tiene una concavidad bastante lisa en la que puede apoyar cómodamente la espalda. Las ramas están repletas de hojas pequeñas y suaves, de un verde sedoso, que caen hacia los lados formando una especie de cobijo, con sus manchas de luz y de sombra. La niña solo tiene que atravesar el seto por una parte que está más despoblada de lo normal, lo justo para permitir su paso. Una vez allí dentro, entre el seto y el árbol, basta con sentarse para quedar fuera de la vista de cualquiera, incluso de cualquiera que pasara muy cerca –siempre que no asome la cabeza–. Si alguna vez le entran ganas de orinar puede hacerlo allí mismo, a un lado, pues es casi seguro que nadie la verá. Además, a esas horas, el parque está vacío. Ella llega a eso de las ocho y media, apresurada y cabizbaja, tratando de caminar con desenfado –con ese desenfado que ha observado en las chicas mayores, en las adolescentes–, la mochila a la espalda, las zapatillas arrastradas, los auriculares puestos. Nunca se encuentra con nadie y solo a veces, de lejos, distingue a los operarios de parques y jardines, uniformados y atareados. A las once se come el bocadillo, a la una se aletarga un poco –no lo planea así: simplemente el calor del mediodía la adormila– y a las dos ya está lista para asomar de nuevo y marcharse a su casa. Se cruza con los niños que salen del colegio más próximo –con los niños y sus padres o abuelos de la mano–, pero nadie repara en su presencia: es una niña grande al lado de esos niños, una mayor que ya no necesita que nadie la recoja. Es posible que haya otros refugios en el parque, hay filas y filas de setos que deben de ocultarlos, pero no ha sido capaz de encontrarlos, y tampoco conviene merodear de forma sospechosa. En los primeros días, en otro parque más grande pero también más concurrido, se le acercaron dos hombres que hacían muchas preguntas. Uno de ellos incluso la cogió del brazo, intentó convencerla para que lo acompañase a dar un paseo. También una mujer –una anciana– quiso saber por qué estaba allí, si no la estaban esperando en otro sitio, y si sus padres sabían de esa excursión –excursión, aquí, le pareció un término exagerado y malicioso–. La niña decidió buscar este otro parque más tranquilo y apartado, donde nadie le hace preguntas. En ese refugio lleva ya varios días sin más interrupción que la del viejo, que ha aparecido ya dos días seguidos. Pero esto, se dice, que le haya dado por venir dos veces, no significa que lo vaya a hacer todos los días.

Aunque, obviamente, lo hace.

Esta vez, antes de sentarse, saca del bolsillo un pañuelo de tela, lo despliega ceremoniosamente y lo extiende sobre el césped. ¡Es para no mancharme!,  dice, pero la niña se fija y ve que está manchado de todos modos, otra vez con ese pantalón clarito, tan inadecuado para pasear por el parque, lleno de polvo y con los bajos que le arrastran renegridos del roce. El viejo está sudando, tiene un mechón de pelo pegado en la frente, y los cristales de las gafas churretosos, además de unos pequeños prismáticos colgados del cuello que le dan un aspecto aún más excéntrico. Sin embargo, a pesar de su desaliño, hay algo en él que le recuerda a un antiguo vecino que tuvo, un profesor muy distinguido, muy elegante –eso decía su madre: que era muy distinguido y elegante–, algo que tiene que ver con la manera en que se recoloca el pelo e incluso con las pecas de sus manos, esa blancura medio pelirroja de la piel, tan rara de encontrar.

¿Qué busca él en ella? ¿Está tratando de acercarse a la cuestión candente? ¿A su edad? ¿Al hecho de que una niña de su edad esté ahí, en el parque, recostada en un árbol a esas horas? Si se trata de eso, el viejo está dando rodeos para atraparla, como los depredadores que avistan sus presas y se toman su tiempo antes de saltar. Puede que esté aspirando a ganarse su confianza para después cazarla por sorpresa.

Esto es lo que la niña piensa en frío, confusamente, pero al tenerlo allí, al observarlo con detenimiento, no lo tiene tan claro. Puede que sea solo un tipo que se aburre, uno de esos prejubilados que no saben bien qué hacer con su tiempo libre, un pelmazo, un blandengue, incluso un viejo verde. Pero no un delator. No tiene pinta de estar en su contra.

El viejo pone un dedo sobre sus labios y cierra los ojos. Se concentra en escuchar el canto de un pájaro que los ha sobrevolado. La niña guarda silencio, espera con el corazón en vilo. Un petirrojo, anuncia el viejo al fin, triunfante.

A ella le molesta que se tome tantas libertades. Aquel era su sitio, su sitio en exclusiva, ¿es que no hay más sitios en el parque?

Al día siguiente le lleva una toalla. Una toalla finita, vieja y áspera, de color beige y con grecas marrones en los lados. Cuando la saca de la mochila para ofrecérsela, a la niña le llega el olor a detergente barato. Así no tendrás que tumbarte en el suelo, dice el viejo, hay muchos bichillos, ¡y el césped pica! La niña coge la toalla con recelo. Lo cierto es que había pensado pillar una de su casa, pero su madre es tan organizada y tiene una cabeza tan infalible que la echaría en falta de inmediato. Además, en su familia no usan toallas así de finitas y viejas. Todas son mullidas, muy grandes y suaves, algodoncienporcién –como siempre dice su madre–, igual que las sábanas algodoncienporcién y la ropa interior algodoncienporcién: son las mejores, pero a la niña no le valen porque abultan demasiado para esconderlas en la mochila. Así que da las gracias, aunque murmura: no me la puedo llevar a casa. ¿Por qué?, pregunta el viejo, ¿por qué no te la puedes llevar a casa? Mi madre preguntaría de dónde la he sacado, responde ella, ¡es tan obvio! El viejo alza una ceja con escepticismo, como si no comprendiera del todo. ¡Pues dile la verdad!, dile que te la he regalado yo, no creerá que la has robado, ¿no? La niña lo mira en silencio, con la toalla aún en la mano, arrastrando hacia el suelo, y él, también de pie, le devuelve la mirada extrañado, pues ha debido de notar un cambio en ella, la distancia de la cautela. ¿Qué pasa?, dice al fin. ¿He hecho algo mal? La niña sacude la cabeza. No, no, es solo que no le gusta que se preocupen por ella. ¿Por qué? ¿Qué hay de malo en preocuparse por los demás? La niña no responde. Extiende la toalla y se sienta en el centro, sin dejar espacio para el viejo. Él se sienta a su vez en su ridículo pañuelito, lo más lejos posible. ¿Espera el viejo que ella lo invite a sentarse a su lado, en la toalla, codo con codo, como dos amigos que estuviesen de pícnic? ¿Es descortés con él si no lo hace? Está tan aturdida que ya no sabe qué es lo correcto: ni lo correcto en general ni lo correcto para ella, en ese momento.

El viejo le pregunta si ya no lee revistas, y ella dice hoy no. Si le gustan los animales, y ella dice pse. Si le gusta la música, y ella dice pues claro. Le pregunta qué tipo de música, y ella responde no lo sé. Le pregunta si quiere que se vaya, y ella le dice me da igual. Entonces él se calla, el silencio se agranda y todo se remansa: hasta el lejano rumor de una cortacésped se corta, bruscamente. La niña siente sobre sí todo el peso de la incertidumbre, levanta la mirada y lo escruta. Por primera vez, se detiene en su rostro y se fija en los ojos azules, diminutos tras las gafas, y en el fino bigote curvado levemente hacia arriba –tan antiguo, piensa ella, pues nadie lleva bigotes así hoy día–. Debe de ser una mirada dura, la de ella, porque el viejo no es capaz de sostenerla. Baja la cabeza, coge impulso con los brazos y se levanta. Recoge su pañuelo, lo dobla con esmero y se lo mete en el bolsillo del pantalón. Una toalla vieja es una toalla vieja, dice, ¡no debería ser un inconveniente! Él la trajo para ayudarla, no para crearle un problema. Suspira, apesadumbrado. ¡Otra vez ha vuelto a ser pesado!, dice. ¿Por qué se mete donde no le llaman? La niña no sabe ahora qué hacer. Lo mira con inquietud, le pregunta si quiere que le devuelva la toalla. ¡Sí, claro, ya que tú no la quieres!, responde él. La niña se la entrega y él la guarda en la mochila, de cualquier manera, apretándola para que quepa entre el resto de sus cosas. ¡He sido un pesado!, repite varias veces, y después, en voz más baja: solo era una toalla.

Cuando se marcha, la niña vuelve a tumbarse –ahora directamente en el césped– y mira al cielo, pensativa. ¿Se ha enfadado él? ¿La va a denunciar? ¿Qué debía haber hecho para evitarlo? ¿No contrariarlo? ¿Aceptar su absurdo regalo, esa toalla vieja que huele a mil lavados? ¿Había necesidad de ser maleducada?

El azul recortado por el verde del árbol cambia de posición, se adelanta a la silueta de las hojas. Hay un reborde rojo en cada rama; por no pestañear, la luz le quema ahora las pupilas. Aguanta todo lo que puede con los ojos abiertos. Después, aprieta los párpados y juega a perseguir manchitas de colores. En su retina está también la imagen del viejo. No es fácil espantarla. Es un viejo muy raro.

Redacción/SinEmbargo
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