Tomás Calvillo Unna
14/11/2018 - 12:02 am
El lugar de la batalla
La violencia cotidiana no es ajena a ello, la política y el poder que la define, están prácticamente atenidos a sus escenarios y ritmos.
La tensión acumulada y sistémica que aumenta día a día, hora a hora, por la adicción de millones que hemos decidido enajenar la vida pública y privada por igual, al circo mediático de la tecnología, y particularmente a su dimensión virtual y digital que domina la comunicación, tarde o temprano tendrá que encontrar su salida de emergencia, su válvula de escape. A pesar, incluso, de que ella misma, esa tecnología, busca evitarlo. La violencia cotidiana no es ajena a ello, la política y el poder que la define, están prácticamente atenidos a sus escenarios y ritmos.
No hay pausa, ni siquiera el paréntesis que suele haber en un escrito, en una narración. Es el reino de la superposición, del aplastamiento. La humillación tecnológica se expresa por doquier, en los trámites cotidianos, en el testigo múltiple que toma una imagen con su celular cargada de crueldad y crudeza, una entre miles que compiten por la atención, como lo hace la modelo para generar más recursos económicos, acompañando su retoque sensual con las artimañas verbales que enaltecen el deseo como el principal consumidor.
Las revoluciones socio políticas y su potencial se han diluido en esa amalgama interactiva que permite a millones digitalizar sus anhelos, sus sueños y pesadillas, sus opiniones, proyectándose en los micro-poderes de la comunicación inmediata y el entretenimiento.
El milagro de una igualdad que facilita compartir un menú que consume el tiempo de cada uno e imprime la experiencia de vida en un catálogo de deseos inacabables; es también el inmenso pantano del subconsciente donde la basura de la psique se apropia y se distribuye sin filtro alguno. Esta revolución, convertida en la madre de todas, cuyos fundamentos científicos tecnológicos han triturado los imaginarios ideológico-políticos, representa uno de los últimos estadios del capitalismo y apunta a un profundo replanteamiento civilizatorio; inmersos en su velocidad corremos el riesgo de no reconocernos al disolver la hondura de nuestras huellas.
El tiempo estrujado en la mente no tiene respiro. La angustia, la precipitación, el vértigo, se conjugan y no tarda en manifestarse el agotamiento existencial que desgasta la propia democracia desde sus cimientos.
Estamos ante un proceso de desnaturalización, es un desafío que no podemos ignorar. En ello está la posibilidad de reencontrar un mínimo equilibrio para que la avalancha cotidiana no termine de dislocar la misma conciencia.
El poder fugaz que emana en estas circunstancias se ostenta en la suma de seguidores sin rostro alguno, donde la libertad se ha vuelto la presa buscada por los cazadores que delinean su mercado de información para poder ser la elección preferida.
La tecnología ha tenido el poder de endiosar, somos estos dioses deambulando con una camisa de fuerza que nos azora cada día y a la cual veneramos. El monoteísmo se quiebra, esta es una nueva Era panteísta y pagana; la cultura tecnológica es su doctrina, su canon.
La sociedad se ha rendido, nos hemos rendido. Y no lo sabemos, queremos creer que nos damos cuenta, y el mismo lenguaje ya definió cuál es la naturaleza de nuestra comprensión: producir y consumir, y sacar la cuenta.
El léxico mismo está en mutación, la descontextualización ya es su atmósfera.
La memoria cada vez más porosa, aliena su percepción, el recuerdo mismo se transmuta por la hegemonía de la imagen del presente dominante; hemos perdido ese volumen que tejía el tiempo y el espacio, esos segundos en los gestos y en los minutos de los pasos.
El recordar, filtrado por el presente, es parte ya de una identidad tecnológica reprogramable, es un proceso, una fase que deja de ser biológica, o al menos así lo pretende.
No obstante, logramos guardar un toque maestro cuando en silencio observamos todo ello y nos observamos, sin pretensión, sin ganancia posible, sin agandalle para nadie: Nos reconocemos en la soledad, en la soledad colectiva, en la quietud primaria donde la batalla se inicia…
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