Sandra Lorenzano
14/10/2018 - 12:02 am
La presencia de los ausentes
En una superficie de cuatrocientos metros cuadrados, y sobre cemento fresco, un grupo de sobrevivientes de la matanza del 2 de octubre dejó sus huellas, recordando su propio miedo, desconcierto y sorpresa ante los disparos, y como homenaje a sus compañeros caídos. Una manera más de exigir verdad y justicia.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
Jaime Sabines, “Tlatelolco 68”
Las huellas hablan de quienes ya no están. Son las marcas indelebles de su ausencia. Cientos de ellas para honrar desde nuestro presente a los asesinados, a los encarcelados, a los desaparecidos. Los sobrevivientes caminan en su nombre sobre el cemento fresco y así en cada pisada reaparecen rostros, vidas, historias cercenadas. A pesar de los horrores, el árbol de Sabines sigue creciendo.
Las ruinas y las ausencias sobre las que estamos parados, dice Walter Benjamin, no están ahí como “naturaleza muerta”, ni son los ladrillos sobre los cuales se va construyendo un futuro “mejor”, sino que son una presencia constante que reclama, que nos reclama e interpela. El ángel de la historia benjaminiano ilumina el presente desde el recuerdo de las víctimas del pasado.
La memoria no es entonces ni conmemoración ni homenaje -o no solamente-, sino compromiso político y ético. ¿Cómo se habla de esto a través del arte? ¿Cómo se nombran el dolor y la muerte? ¿Cómo se dice lo indecible? Desde la herida aún sangrante de Auschwitz, los creadores no han dejado de hacerse estas preguntas. Pienso en los diversos caminos que han explorado las obras de Horst Hoheisel, de Jochen Gertz y de Peter Eisenman, del lado europeo, o de Doris Salcedo, de Marcelo Brodsky y de Alfredo Jaar de este lado del mundo, por nombrar sólo a algunos. Entre los artistas de la generación siguiente, destaca el trabajo de Yael Bartana (Israel, 1970) –videos, instalaciones, fotografías- en el cual la memoria, el dolor, el trauma son temas preponderantes.
Su obra “Monumento a la ausencia”, inaugurada en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la UNAM el pasado 1 de octubre, fue elegida entre diez proyectos presentados por trece artistas invitados a participar, según las sugerencias de un importante grupo de curadores de México, Perú, Guatemala, Argentina, Chile, Brasil y Estados Unidos [1]. En la elección participaron también colectivos de víctimas del 68.
En una superficie de cuatrocientos metros cuadrados, y sobre cemento fresco, un grupo de sobrevivientes de la matanza del 2 de octubre dejó sus huellas, recordando su propio miedo, desconcierto y sorpresa ante los disparos, y como homenaje a sus compañeros caídos. Una manera más de exigir verdad y justicia.
La propuesta de Bartana se completa con tres frases colocadas en los muros que rodean el patio: “¡Pueblo, no nos abandones!», «¡Únete pueblo!” y “Ni perdón ni olvido”.
Me importa detenerme sobre todo en la danza espectral a la cual las huellas remiten. No están los muertos, está el recuerdo de sus pasos. El sentido colectivo de la obra –todas las pisadas, todas las víctimas, vivas y muertas- es parte de su profundo carácter ético.
Si la estrategia de un Gobierno autoritario consiste en borrar las huellas de sus crímenes, serán los espectros quienes reviertan este borramiento a través de su presencia ausente; su presencia en la memoria y en el cuerpo de quienes hace cincuenta años conviven cotidianamente con sus compañeros muertos. Los espectros habitan los cuerpos de los sobrevivientes. Son la sangre que echa raíces (para decirlo con las palabras de Sabines). Sangre que, como en la tragedia de Shakespeare, los asesinos no podrán limpiar jamás de sus manos.
En el Amazonas hay un grupo que, como parte de sus rituales funerarios, come pan amasado con las cenizas de sus muertos. Es otro modo de simbolizar aquello que también para nuestra cultura existe: que nuestros muertos viven dentro de nosotros, que son parte de nuestra carne, de nuestros huesos. Somos la suma de sus ausencias, la suma de sus espectros. Sus huellas son imposibles de borrar, por mucho que el poder barra las plazas después de cada crimen. Eso es lo que dice, de manera sutil y conmovedora, el “Monumento a la ausencia” de Yael Bartana.
Son esos mismos espectros, los que pocas horas después de la inauguración de la obra, se dieron cita en la propia Plaza de las Tres Culturas en una acción coreográfica creada por Evoé Sotelo, Directora de Danza UNAM (con la colaboración de la Dirección de Música de la UNAM, a cargo de Fernando Saint-Martin y con el diseño sonoro de Mauricio García). Esto fue lo que vimos y todavía ahora tengo la piel chinita:
Nuevamente los entrañables espectros acompañando los cuerpos vivos por ellos habitados. En este caso, se invitó a los vecinos de Tlatelolco a participar y fue conmovedor ver la respuesta de la gente. Se sumaron mujeres y hombres de todas las edades, gente mayor que había vivido la violencia del 2 de octubre, como protagonista o como testigo, muchos jóvenes que así se sintieron cerca de aquellos otros que fueron jóvenes hace cincuenta años, y cantidad de niñas y niños que se comprometieron con cada una de las escenas que formaron este performance de la memoria. Participaron también colectivos del 68 y miembros de la comunidad universitaria en un ritual que duró varias horas, desde el atardecer hasta entrada la noche. Partiendo del silencio más absoluto de comunión con los que no están, un silencio que abrazaba a quienes allí murieron, se llegó a las bengalas que anunciaron la matanza y al sonido del intenso tiroteo; los cuerpos, entonces, comenzaron a caer, mientras por detrás de las balas se oían las voces del rector Javier Barros Sierra, de un estudiante del Consejo General de Huelga hablando de la libertad, y de Gustavo Díaz Ordaz.
Escribe Evoé Sotelo: “Al ver los cuerpos de cientos de personas inmóviles en ese espacio mientras cae la noche y quedan olvidados en la oscuridad y el frío, resulta imposible recorrer el tiempo de 1968 a 2018 sin pensar en Acteal, en las muertas de Juárez, en la Guardería ABC, en Ayotzinapa, en las narcofosas (en la ‘guerra sucia’, agrego yo) y en un largo etcétera que conforma la historia de violencia e impunidad de este país en las últimas cinco décadas.”
De pronto fue el ruido atronador de los helicópteros lo que se escuchó, mientras se veían intensas luces buscando cuerpos. La gente empezó a correr, huyendo, dispersándose. Ahí terminaba la propuesta coreográfica. Los propios voluntarios sugirieron otro final: regresar a la plaza, en la que sólo habían quedado los zapatos y las prendas perdidas en la huida, encender veladoras y abrazar a quienes ya no están. Cientos de llamas inundaron la plaza. Cientos de rostros conmovidos. Cientos de silencios. “Más poderoso que el canto de las sirenas, es el silencio de las sirenas”, escribió Kafka a propósito de Ulises; lo supieron los estudiantes el 13 de septiembre de 1968, y lo supimos todos esa noche.
Las raíces del árbol no han cesado de crecer. Los espectros están más vivos que nunca, querida Lady Macbeth, y exigen justicia.
[1] La convocatoria se hizo a partir de la colaboración entre el CCUT y la Comisión Especial de Apoyo a Víctimas (CEAV).
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