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Tomás Calvillo Unna

03/10/2018 - 12:00 am

Relato 6. Juan del 68. Segunda parte

En otra ocasión nos sumamos a una gran marcha, donde al frente iba el rector de la UNAM, los acompañamos unas cuadras en silencio, era la primera vez que experimentábamos algo así, miles de personas, la mayoría estudiantes, marchando calladas, sin palabras, sin gritos. Sentimos como la piel se nos enchinaba y entendimos que ese silencio era también una ruptura, como si los vidrios de decenas de ventanas de una enorme casa su hubieran quebrado al unísono y el viento fresco y cada vez más frío penetrada todos sus rincones.

La Guerra Pintura De Tomás Calvillo Unna

 

Hemos aprendido que la única verdad,
por encima y en contra de todas las miserables
y pequeñas verdades de los partidos y de héroes,
de banderas, de piedras, de dioses, que la única verdad,
la única libertad es la poesía,
ese canto lóbrego,
ese canto luminoso.

(José Revueltas carta a Octavio Paz, 19 de Julio de 1969, Lecumberri)

En otra ocasión nos sumamos a una gran marcha, donde al frente iba el rector de la UNAM, los acompañamos unas cuadras en silencio, era la primera vez que experimentábamos algo así, miles de personas, la mayoría estudiantes, marchando calladas, sin palabras, sin gritos. Sentimos como la piel se nos enchinaba y entendimos que ese silencio era también una ruptura, como si los vidrios de decenas de ventanas de una enorme casa su hubieran quebrado al unísono y el viento fresco y cada vez más frío penetrada todos sus rincones.

Y llego ese día, esa noche, cuando fueron sacrificados decenas de estudiantes, aparecían tirados en el suelo asesinados, tenían unos pocos años más que nosotros. Sólo una revista casi clandestina lo publicó, acusaba de asesinos al gobierno, el nombre de esa publicación lo decía todo: “por qué?”. Ningún otro medio se atrevió a informar con esa vehemencia lo que había pasado; prefirieron callar o dar únicamente la versión oficial de lo sucedido en la plaza de las Tres Culturas

El miedo, la represión impusieron su reino. Nos sentimos solos, en la escuela no se hablaba de ello, pero en la calle lo platicábamos, esas cuatro palabras se nos juntaron: miedo, educación, rebelión, libertad. Juan dijo que un día escribiría de ello, para explicar lo que estaba pasando. Recuerdo que una tarde me mostró con orgullo una foto de su hermano mayor saludando a Fidel Castro: “-mi hermano trabaja en la embajada de México en Cuba-”. Le pregunté si conoció al Che Guevara, me dijo que no lo sabía. Pero coincidimos en que la imagen del Che asesinado en Bolivia, un año antes en el mismo mes de octubre, parecía multiplicarse en las fotos que mirábamos de los masacrados en Tlatelolco.

No eran ajenas esas imágenes, tenían algo familiar; un sueño convertido en pesadilla… “el sacrificio de una generación”, escribió en un cuaderno de apuntes -…será un libro un día, ya verás- me dijo como si conociera su futuro.

Sacrílego presidió una misa por los caídos el 2 de octubre, ejerció el oficio de sacerdote de la pubertad en la pequeña capilla de la escuela, yo era el único testigo y fiel que lo miraba alzando el dorado cáliz junto al altar y rezando en latín el padre nuestro. En aquella ocasión todo retornó a su sitio, sólo ocupó el lugar del padre por unos minutos que ya nunca se fueron. Habíamos oído de Camilo Torres, de su Cruz de Luz la canción de Daniel Viglietti popularizada por Víctor Jara, un homenaje al cura guerrillero que irrumpió y sacudió la paz católica de sus universidades y escuelas.

Esa rebelión adolescente en el fondo era una gran interrogante que cuestionaba el paso incierto y paradójicamente contundente de las horas y los días, que pretendían atraparnos en la geometría de cemento de aquel colegio, mientras apreciábamos las primeras imágenes que recién se conocían del llamado planeta azul, el nuestro, la tierra, que flotaba en la inmensidad con las tragedias que nos merodeaban. Presentíamos entonces que algo muy profundo ya no sería igual, nosotros ya no seriamos los mismos, esta inmensidad nuestra era una mota, un punto más en la palabra universo que alguien extrajo de un relato fantasioso que ya no era posible ilustrar en el pizarrón. El gis y el borrador poco podían hacer.

El último día de clases me despedí, al verme obligado a cambiar de escuela, ya no nos querían ahí, cometimos muchos pecados como el de haber introducido el pequeño libro rojo de Mao Tse Tung como opción al pequeño libro verde y sagrado del Fundador, sin ser conscientes, habíamos emprendido una guerra ideológica perdida de antemano.

Le dije con cierto tono solemne: -te nombro el Juan del 68- se rio; -acepto tu bautismo sólo porque eres poeta…-, me respondió estrechándome la mano y agregó, con cierto aire de triunfo: -…y porque a los dos nos han desterrado-.

No lo volví a ver hasta hace tres años cuando un amigo mutuo nos reunió, en un Vips que aún conserva en su menú los molletes universitarios. Me dijo:

-Sigo siendo el mismo Juan del 68, con los fantasmas de los muertos que llevo en mis entrañas, sin mañana, ahora solo en este monótono presente que no suelta esa bandera, ¿sabes?, nunca la solté aunque hayamos visto que se la llevaron. Me quedé ahí varado, como el dos de octubre que no se olvida-.

La memoria está llena de trampas-, me dijo la última vez que lo vi. Estaba triste y me dolió, su teatralidad casi se extinguía, era su pasaporte para cada ocasión de su vida. Lo miré y no dejé que se muriera el Juan del 68, su semblante cansado no evitó que lo viera caminar rápido por la acera de Insurgentes, con firmeza y alegría a la vez, proyectando una vitalidad contagiosa al gritar Viva México, bajo una lluvia que comenzaba a arreciar y nos hacía correr empapados para buscar protección ante la tormenta que se avecinaba. Como si adivinara esa lluvia interior; su sonrisa irónica relució, anclada en las dudas de la pubertad, sobrevivía adherida al escepticismo del adulto, cuyo vino derramado en los intersticios de los años le hacía esgrimir una frase: “¡Qué cosas, tanto tiempo, tanto orden y aún palpitan en nuestros recuerdos esas rebeliones, sin ellas nos hubiéramos muerto hace un buen rato, a no ser que ya lo estemos!”.

La audacia de la adolescencia no sobrevivió, un cierto abandono regido por su incredulidad que nunca lo dejó, lo tenían ahí, varado, como lo había dicho. Lo cierto es que el tiempo nos tiene guardadas varias jugadas inesperadas; Juan lo supo muy pronto y ya no quiso seguir, se acostumbró a desconfiar de sí mismo: ¡Qué país! fue lo último que le escuché decir.

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