Guadalupe Correa-Cabrera
12/09/2018 - 12:04 am
Amnistía y «nueva» política de drogas
Los días 6 y 7 de septiembre se llevó a cabo en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, la Reunión Nacional de la Red Temática CONACYT en Prevención de Adicciones y Seguridad Ciudadana.
Los días 6 y 7 de septiembre se llevó a cabo en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, la Reunión Nacional de la Red Temática CONACYT en Prevención de Adicciones y Seguridad Ciudadana. La conformación de la red y la organización del evento corrió por parte del Colegio de la Frontera Norte. A la reunión asistieron académicos e investigadores expertos en los temas de seguridad, violencia y adicciones; funcionarios públicos; y representantes de organizaciones de la sociedad civil y fundaciones de la iniciativa privada interesados en estas problemáticas. La discusión se centró en las políticas públicas para la prevención de adicciones y la seguridad ciudadana en el próximo sexenio. Las intervenciones en el foro me parecieron sumamente interesantes pues reflejaron claramente el nuevo debate nacional, así como las prioridades de la administración entrante en torno al tema de la seguridad en México.
Secretarios de seguridad pública a nivel local nos hablaron de su experiencia y algunos nos mostraron un panorama desolador en regiones del país donde reina el crimen organizado y desempeña funciones de Estado al proveer seguridad e imponer un sistema tributario paralelo a través del cobro de derecho de piso. Representantes de conocidas organizaciones de la sociedad civil y académicos, por su parte, nos hablaron de los temas que parecieran ser el nuevo centro de la discusión nacional sobre seguridad: una nueva política de drogas que deja atrás el tema de la prohibición, así como la propuesta de amnistía y el tema de la justicia transicional.
Haciendo eco a los temas de la campaña electoral del 2018 que introdujo la fórmula ganadora y a las propuestas del presidente entrante y su nuevo equipo de gobierno, la discusión se centró en la necesidad de cambiar el paradigma en materia de política de drogas. En primer lugar, se habló de una regulación necesaria de los mercados de drogas en México que incluiría, entre otras acciones, la legalización de la producción, venta y consumo de algunas plantas y sustancias psicoactivas. También se abordó de manera muy especial el tema de la construcción de la paz en México a través del diseño de esquemas de justicia transicional. Se criticó severamente el tema de la militarización de la seguridad y se insistió en la idea de la “Seguridad sin Guerra”. Lo anterior como una reacción a la desafortunada aprobación de la Ley de Seguridad Interior en México. Dicha ley institucionaliza el papel de las fuerzas armadas como continuación de una estrategia de seguridad no-convencional, lo cual, según los críticos, promovería la violación estructural de derechos humanos y limitaría la creación de una policía efectiva que se dedique a las labores que le competen.
En lo general, este debate es fundamental y parece poner el dedo en la llaga y marcar las pautas para una verdadera transformación del país y la reconstrucción de la paz después de 12 años de militarización en el marco de una supuesta guerra contra las drogas. No cabe la menor duda de que es imprescindible un cambio en el paradigma. En otras palabras, es necesario un cambio de timón de 180 grados en lo que ha sido hasta ahora una estrategia fallida, que lejos de lograr la paz y la estabilidad del país, lo ha convertido por sí misma en un gran cementerio, donde la violencia no sólo no se reduce, sino que se multiplica. Cabe recordar que sólo el año pasado se registró el número más alto de homicidios en todo este siglo. Al mismo tiempo, las cifras de desaparecidos, extorsión, secuestros y otros delitos de alto impacto se encuentran en niveles sin precedente.
Lo anterior parece haber sido resultado directo de una guerra (“contra las drogas”) en México que nunca debió haberse dado. Por todo esto, las propuestas del gobierno entrante, apoyadas por académicos de prestigio y algunos flamantes representantes de la sociedad civil, parecen hacer todo el sentido del mundo. ¿Pero iremos en la dirección correcta? ¿Entienden bien nuestros nuevos gobernantes la complejidad de la situación de seguridad en México? ¿Existirá un plan consistente y verdaderamente efectivo para reducir la violencia, combatir al crimen organizado y lograr una paz real?
Desafortunadamente, analizando las propuestas preliminares y escuchando el discurso de representantes del gobierno entrante y algunos representantes de la sociedad civil, pareciera ser que no. Me preocupa el debate actual sobre seguridad por dos razones fundamentales. Una es el enfoque central en el tema de las drogas y la política de drogas. La segunda es la aparente falta de entendimiento del concepto de justicia transicional que se presenta como piedra angular para lograr la paz en el país.
Es importante recordar y destacar los orígenes de la denominada guerra contra las drogas en México. La cooperación antinarcóticos con Estados Unidos, el papel de la Administración para el Control de Drogas estadounidense (DEA, por sus siglas en inglés) y la Iniciativa Mérida apoyaron en gran medida la decisión de Felipe Calderón de sacar al ejército a las calles de México e implementar una estrategia de seguridad no-convencional de la mano de las fuerzas federales. El enemigo a vencer para el expresidente de México en ese entonces—al igual que para los estadounidenses—eran las drogas y los narcotraficantes. La estrategia de Calderón, en la que unos (los militares y las demás agencias de seguridad mexicanas) eran “los buenos” y los narcotraficantes “los malos”, militarizó la seguridad en México y causó por sí misma un gran baño de sangre.
El discurso oficial en ese momento se enfocaba en el “narco” como supuesto enemigo número uno del país y en una política de drogas prohibicionista que fue celebrada y apoyada por nuestros vecinos del norte. El diagnóstico apuntaba a tener que acabar con el narcotráfico y desmantelar los carteles de la droga. Debía irse contra las cabezas de los carteles como nos lo había aconsejado la DEA, quienes nos proporcionaban, junto con otras agencias de seguridad estadounidenses, un poco de equipo, dirección e inteligencia. Los medios cubrían, por un lado, las acciones de “los buenos”, en particular operativos espectaculares y decomisos de grandes cantidades de droga y equipo supuestamente utilizado por las organizaciones criminales. Por el otro lado, se cubrían las sangrientas masacres perpetradas, casi en forma exclusiva, por “los malos” (es decir, por los narcos). Y fuimos muchos los que nos creímos esa historia y reprodujimos el discurso oficial, repitiendo centenares de veces palabras como narco-manta, narco-ejecución, narco-bloqueo, narco-fosa (o fosa clandestina), narcomenudeo, narco-tiendita, narco-etcétera.
Los nefastos resultados de la estrategia anti-narco de Calderón—combinada con 6 años más de profundización de la militarización y escandalosos niveles de corrupción e impunidad en la administración de Enrique Peña Nieto—son bien conocidos y nos forzaron finalmente a repensar la estrategia de seguridad y transformar radicalmente el discurso para lograr la paz. Andrés Manuel López Obrador y sus allegados, como la futura Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, reconocen acertadamente que las drogas no son nuestro principal enemigo. Entonces ponen en la mesa el tema de la legalización y la regulación de los mercados de droga y llaman a una reconciliación nacional considerando el tema de la amnistía para algunos que no tuvieron otra opción que dedicarse a actividades ilícitas vinculadas al mercado de las drogas en México.
La discusión no está nada mal y es un debate que debe darse en el país. Lo realmente preocupante es una vez más el enfoque en el tema de las drogas y el simplismo aparente de las soluciones propuestas. El relativo fracaso de los “Diálogos por la Paz” en diversas ciudades del país nos alerta de lo que podría ser otro gran fracaso en la nueva estrategia nacional de seguridad. Hacer de una “nueva política de drogas” y el tema de la amnistía las piedras angulares del discurso nacional para reducir la violencia en México podría tener consecuencias negativas no anticipadas.
Parecería ser que el diagnóstico está mal realizado. Los principales problemas de México no se reducen al tema de las drogas y no se resolverán simplemente olvidando, perdonando, legalizando y regulando los mercados de estas plantas y sustancias. Estas son acciones necesarias, y es necesario el cambio de paradigma. De esto no queda la menor duda. Sin embargo, a la fecha, no nos queda bien claro cuáles son las acciones específicas que se llevarán a cabo para reducir la violencia y acabar con el crimen organizado.
En este nuevo contexto, se requiere desmantelar la capacidad de las organizaciones criminales en México que no se dedican a las drogas, pero que se dedican a actividades aún más complejas, dañinas y lucrativas que las drogas mismas. Parece ser que el problema fundamental de México no son las drogas sino la falta de instituciones efectivas para hacer frente al problema de inseguridad y violencia que prevalece en México. Muchas de las organizaciones criminales en el país se encuentran altamente fragmentadas, pero cuentan con una gran capacidad de fuego. La mayoría de estas células criminales no se dedican al negocio de las drogas, sino a la extorsión, al secuestro, tráfico de personas, robo de combustible y otros hidrocarburos, entre otras actividades. Es decir, se dedican a la extracción de rentas a través de la militarización de sus propias estructuras criminales, el uso de armas de alto calibre y el control del territorio en diversas regiones de la República Mexicana.
Una gran parte de la actividad criminal en México, fragmentada o no, no tiene nada que ver con las drogas. Un mal diagnóstico enfocado en la prohibición y en la cooperación anti-drogas con Estados Unidos efectivamente nos llevó a donde estamos ahora, pero las estructuras criminales actuales—que operan a nivel regional como el Cártel Jalisco Nueva Generación, o las células criminales de los que antes fueron grupos como El Cartel del Golfo o Los Zetas—no se desmantelan simplemente modificando nuestra política de drogas. Eso debe quedar muy claro.
Por otro lado, parece ser que el equipo de Olga Sánchez Cordero—así como algunos representantes de la sociedad civil, e incluso académicos, de los que ha comenzado a acompañarse—no entienden plenamente el concepto de justicia transicional y desean adoptar esquemas que no aplican necesariamente a la realidad mexicana. Cabe destacar que el tema de la justicia transicional ha resultado ser bastante controversial, divisivo y complejo en países como Colombia o El Salvador, por distintas razones que se encuentran más allá del alcance del presente texto. Sin embargo, en estas realidades se ha podido identificar claramente a quiénes debe sentarse a la mesa de negociación—no obstante las complejidades y los límites del proceso mismo, además de la negativa de segmentos importantes de estas sociedades quienes perciben la justicia de otra forma. En México, dada la fragmentación de las estructuras criminales en diversas regiones del país derivada de la estrategia gubernamental misma, es sumamente difícil aplicar formalmente esquemas de justicia transicional para asegurar la paz. Es preciso recordar que hoy por hoy existen en Mexico un sinnúmero de empresas paramilitares criminales que operan en células y cuyos liderazgos no se encuentran en todos los casos bien determinados.
La amnistía para sembradores de amapola en Guerrero, y para otros grupos que operan en la clandestinidad bajo situaciones similares, parece ser una buena idea. Sin embargo, hablar de un esquema más general de justicia transicional podría resultar problemático y ser aprovechado por quienes deben ser juzgados de manera inmediata y enfrentar todo el peso de la ley. Los hallazgos de centenares (o mejor dicho, miles) de cuerpos en diferentes partes del territorio nacional que hacen del país una enorme fosa común, nos dan idea de la vinculación directa de autoridades gubernamentales de todos los niveles en una masacre de dimensiones inimaginables. Sin lugar a dudas, el Estado mexicano ha sido parte de la masacre cometida en México en el marco de la denominada guerra contra las drogas. La violación sistemática de derechos humanos y la responsabilidad de autoridades en delitos de alto impacto y crímenes de guerra no pueden ni deben quedar impunes. El tema de la amnistía podría utilizarse para querer dar carpetazo a otros temas escabrosos. Esto lejos de promover la paz, consolidaría esquemas criminales que se extienden a todo lo largo y ancho del territorio nacional a través de la impunidad transexenal.
Es preciso tener mucho cuidado con el tema de la amnistía y la idea de reconciliación nacional. Los esquemas para la construcción de la paz en México después de una guerra fallida (supuestamente contra las drogas) deben aplicarse de manera selectiva a quienes—como los personajes que aparecen en el documental “La Libertad del Diablo” del extraordinario director Everardo González—han sido víctimas de las circunstancias en espacios de alta marginación, pobreza, desigualdad, violencia y falta de oportunidades. “Ni perdón ni olvido” debería existir para aquellos responsables de violaciones masivas a derechos humanos por parte de las fuerzas federales, desapariciones forzadas y acciones concertadas de limpieza étnica en zonas de exclusión y alta marginación.
Me preocupa la postura del nuevo gobierno y el simplismo aparente de su estrategia. Los invito a articular mejor sus propuestas y/o a comunicar de mejor manera sus estrategias, si es que se plantea algo más allá de la amnistía y una nueva política de drogas. Me da la impresión que seguimos utilizando el leguaje de los estadounidenses y atendiendo a las prioridades de nuestros vecinos del norte. Me da la impresión que seguiremos jugando el juego “Americano” al hacer de las drogas el centro del debate nacional en sobre el tema de la seguridad que tanto nos interesa. Me imagino a los estadounidenses jubilosos por el cambio de estrategia. El tema de la legalización del cannabis la comenzaron ellos, por cierto, y parece ser que ya se subieron al tema de la amnistía en México posiblemente para evadir las responsabilidades que les competen a ellos y por convenir a sus intereses geoestratégicos (me refiero al caso específico de la heroína y de Guerrero). Esto último también valdría la pena discutirlo con mayor profundidad en otra ocasión pues se encuentra fuera del alcance del presente texto.
Todos estamos de acuerdo que es preciso redefinir la estrategia de seguridad en México y las acciones para alcanzar la paz después de 12 años de una estrategia “fallida” no-convencional contra el crimen organizado que bañó de sangre al país y lo ha convertido en una enorme fosa común. Sin embargo, centrando la discusión en el tema de las drogas parece anacrónico, poco útil e incluso podría ser contraproducente. Nadie está en desacuerdo en que es preciso cambiar de rumbo. Sin embargo, la solución es demasiado compleja y requiere de mucha paciencia, voluntad y un plan integral que articule a las distintas agencias gubernamentales y a la sociedad civil en un esfuerzo conjunto para asegurar la paz y la justicia. Debemos empezar por crear y fortalecer nuestras instituciones para generar #SeguridadSinGuerra y dar una lucha frontal contra la corrupción y la impunidad.
Exhorto también a la sociedad civil responsable a participar en este esfuerzo, sin protagonismos y sin presiones por parte de grupos de interés o agendas empresariales. Escuchemos a las víctimas y reconsideremos el papel de aquellos que han acompañado a las administraciones anteriores, y que ahora se suben a los nuevos temas de la agenda nacional sin la mirada crítica y las propuestas que el país realmente necesita.
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