Francisco Ortiz Pinchetti
22/06/2018 - 12:01 am
Fraude electoral, no
En la etapa final de la contienda por la presidencia de la República proliferan los rumores sobre un eventual fraude electoral en la jornada del próximo domingo 1 de julio. Me parece que la difusión de esas especies es no solo irresponsable, sino que carece en absoluto de sustento. Y les voy a decir por qué.
En la etapa final de la contienda por la presidencia de la República proliferan los rumores sobre un eventual fraude electoral en la jornada del próximo domingo 1 de julio. Me parece que la difusión de esas especies es no solo irresponsable, sino que carece en absoluto de sustento. Y les voy a decir por qué.
Hace justo 50 años, les platico, me tocó cubrir por primera vez como reportero un proceso electoral. Fue en los comicios municipales de Baja California, en julio de 1968. La competencia fue especialmente cerrada entre el PRI y el PAN en Mexicali, la capital, y Tijuana, la ciudad más importante y rica.
Antes, durante y después de la jornada el gobierno y su partido echaron mano de todas sus argucias fraudulentas, entonces usuales, para impedir que esos dos ayuntamientos cayeran en manos de los panistas, cuyos candidatos a esas alcaldías eran respectivamente Norberto Corella Gil Samaniego y Luis Enrique Enciso Clark. Hubo desde adulteración del padrón y expulsión de representantes opositores en las casillas hasta robo de urnas y una intentona fallida –gracias a la resistencia ciudadana que hizo guardia de día y de noche– de introducir calígrafos al local donde se guardaban los paquetes electorales para falsificar actas.
Yo trabajaba entonces como free lance y fui enviado por la revista quincenal Gente, desaparecida hace muchos años, junto con el subdirector de la publicación, José Antonio Arce Caballero. Nuestra crónica de lo ocurrido provocó una demanda tal en la entidad que fue menester hacer un sobretiro especial de 50 mil ejemplares, que se agotaron en horas. La protesta ciudadana por el fraude se prolongó por dos, tres semanas. Finalmente las elecciones en los dos municipios fueron anuladas y en ambos se nombraron concejos municipales. Fue mi primer encuentro con el fraude electoral. Después, como el mar a Pablo Neruda, se me apareció por todas partes… durante casi treinta años.
En todo ese tiempo, ya en el semanario Proceso, cubrí más de 20 procesos electorales conflictivos en diferentes estados de la República –Sonora, Guanajuato, Sinaloa, Jalisco, Oaxaca, Querétaro, Nuevo León, Estado de México, San Luis Potosí, Puebla, Chihuahua, entre ellos- en la mayoría de los cuales ocurrieron acciones fraudulentas más o menos graves. Muchos de los nombres de los operativos tramposos que se hicieron parte del folclore electoral mexicano fueron ocurrencia de los reporteros que cubríamos las elecciones. Así la Operación Tamal o el Ratón Loco, por ejemplo.
En esos años, la cubertura electoral era emocionante. Los reporteros no controlados por el PRI (que en ese entonces pagaba hoteles, comidas, bebidas, regalos y diversiones a los enviados de los medios) nos pasábamos el día de un lado a otro de la ciudad o del estado, en franca cacería de mapaches. Alguien pasaba el tip de que en tal casilla estaba ocurriendo alguna anomalía y salíamos disparados. A veces era cierto; a veces, falsa alarma.
Los históricos comicios estatales de 1986 en Chihuahua y la resistencia ciudadana ante el fraude (que cubrí durante tres meses) fueron sin duda un parte aguas en la historia electoral mexicana. Ahí, la estrategia del PRI, diseñada desde la secretaría de Gobernación por su entonces titular Manuel Bartlett Díaz, para evitar el triunfo del panista Francisco Barrio Terrazas, incluyó todo el catálogo de las maniobras fraudulentas, como consigné documentadamente en mis crónicas publicadas en Proceso.
Hubo padrón rasurado, sustracción de boletas, expulsión y suplantación de representantes, ratón loco (desubicación de casillas), urnas embarazadas (previamente llenas), taqueo (introducción de fajos de boletas votadas), acarreo de votantes, carrusel (volantas de votantes en diversas casillas), sustitución de funcionarios de casilla por “auxiliares electorales” del gobierno, amedrentamiento de electores, violación del voto secreto, alteración de actas, casillas reventadas, robo de paquetes electorales, entre ellas. El sistema llegó al límite de sus tropelías en esa entidad norteña.
En ese entonces los gobiernos estatales dominaban a los órganos electorales. El gobernador designaba al presidente de la Comisión Estatal Electoral y a los consejeros. A los votos del PRI se sumaban invariablemente los de sus partidos satélites (el PPS, el PARM, el PFCLN), que apabullaban así a la oposición. En el plano federal, la Comisión Nacional Electoral era presidida por el secretario de Gobernación, con un esquema semejante a los órganos estatales.
Las cosas han cambiado radicalmente. Luego de la controvertida elección presidencial de 1988 hubo tres cambios que fueron fundamentales para la futura apertura democrática de nuestro país: La introducción en 1992 de la credencial de votar y la lista nominal de electores con fotografía, la reforma política de 1993/1994, que suprimió la auto calificación de las elecciones por el Congreso, y desde luego la ciudadanización en 1996 del Instituto Federal Electoral (IFE), que quitó al gobierno el control de los comicios.
Sucesivas reformas han ido cerrando el paso a las mapacherías tradicionales, hoy definitivamente erradicadas. Nuestro costoso sistema electoral es reconocido internacionalmente entre los más avanzados del orbe. La credencial para votar tiene 25 elementos de seguridad y las boletas electorales siete candados, que las hacen infalsificables. Más de un millón y medio de ciudadanos insaculados y capacitados se encargan de la organización y vigilancia de las elecciones federales como funcionarios de casilla. Ellos cuentan los votos.
Hay urnas transparentes y mamparas que garantizan la secrecía del voto. La ubicación de las casillas se difunde con suficiente antelación. Los partidos tienen acceso oportuno a la lista nominal, lo que permite su revisión. Los electores pueden comprobar su inclusión correcta en el listado. Las boletas están integradas a blocks con talones foliados y pueden ser firmadas en el reverso por los representantes de partido. Todos los partidos y candidatos pueden tener representantes en las casillas. Nadie puede votar más de una vez, ya que solo podrá hacerlo en la sección en que su nombre y su fotografía aparezcan en la lista nominal respectiva. El uso de la tinta indeleble en el pulgar es un candado adicional.
Las boletas antes de la elección y los paquetes electorales después, están permanentemente bajo la custodia del Ejército Mexicano y ningún funcionario gubernamental tiene acceso a ellos. Todos los representantes de partidos reciben copia de las actas de instalación, clausura y escrutinio. Los resultados de cada casilla son exhibidos de inmediato, mediante carteles fijados en el exterior del local. El Conteo Rápido y el Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP) están diseñados científicamente para dar certidumbre a los resultados (aunque alguien los ha usado para lo contrario), que sólo serán oficiales una vez que se corroboren en las juntas computadoras de cada uno de los 300 distritos electorales, que hacen el recuento tres días después. Las inconformidades pueden dirimirse ante el Tribunal Electoral de la Federación. Hay observadores nacionales e internacionales durante todo el proceso. Y el seguimiento periodístico de la jornada se ha vuelto… ¡francamente aburrido!
Con la experiencia acumulada en medio siglo de coberturas electorales (que incluyeron también las campañas presidenciales de 1970, 1976, 1982, 1988, 1994, 2000 y 2006), puedo afirmar hoy que en México el fraude electoral como tal es impensable. E imposible. Otra cosa son prácticas de muy discutible eficacia como la compra y coacción del voto, en la que participan por cierto todos los partidos políticos. Válgame.
@fopinchetti
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