Tomás Calvillo Unna
20/06/2018 - 12:00 am
Enseñanzas del futbol
Cuando aprendes el futbol de niño y en la calle, se puede después jugar en cualquier campo: de cemento, tierra o como son la mayoría, dizque de pasto. En la calle los cuerpos y los ánimos se curten. Las rodillas y los codos se cubren de costras, a veces las cicatrices quedan para toda la vida, pero una buena desviada como portero o como defensa, valieron la pena.
Para Javier Hernández (el Chicharito) quien con solidaridad, camaradería y compañerismo ejerció el liderazgo fuera del campo de fútbol, y sacudió el karma que cargaba la selección desde hace años; sanó heridas y calló bocas. Junto con Osorio, en un momento delicado, supo asumir su responsabilidad y asistió en el gol del tiempo nuevo, tanto fuera de la cancha como dentro.
“Sería valioso que la Selección Nacional dedicara su próximo encuentro a los niños y niñas de México y Centroamérica que están confinados tras las rejas de la ignominia en centros de detención de nuestro vecino del norte”.
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Cuando aprendes el futbol de niño y en la calle, se puede después jugar en cualquier campo: de cemento, tierra o como son la mayoría, dizque de pasto. En la calle los cuerpos y los ánimos se curten. Las rodillas y los codos se cubren de costras, a veces las cicatrices quedan para toda la vida, pero una buena desviada como portero o como defensa, valieron la pena.
En la calle se pierde el miedo y se convive sin distinciones. Sólo se necesita estar alerta del paso de los coches o de alguna patrulla especializada en quitar los balones.
Uno aprende futbol jugando con los de mayor edad en equipos combinados. Las diferencias de edades ayudan a crecer futbolísticamente. La calle es el primer territorio que se encuentra cuando uno sale de la casa familiar. El futbol nos ayudó a apropiarnos de ese espacio, a convertirlo en un territorio propio, con sus señas particulares.
Hicimos la calle a la medida de nuestro juego. Trazamos las bandas, el centro y los puntos de penalti. Las porterías eran dos ladrillos, que la mayoría de los coches evitaban aplastar, ya que reconocían que estaban transitando por un campo de futbol.
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Hay un volumen, una especie de geometría afectiva del espacio, cuando miro sobre las paredes las porterías pintadas de amarillo. Hay un estremecimiento, una emoción cuando se ve el balón golpear la raya amarilla del travesaño sobre la pared y volver al campo para ser despejado lejos por un defensa.
Estoy de portero y respiro profundo, el gol no entró y suena la campana dando por terminado el recreo. No puedo negar que me atraviesa una ternura que envuelve a todos los que jugamos los partidos en el patio de la escuela. Esa energía desplegada contenía todo lo que valía la pena. Los grandes árboles que servían para marcar los límites de la cancha, el cemento, su dureza que marcaba nuestras rodillas y codos. Ese espacio y tiempo que eran sólo nuestros, de los que jugábamos mañana tras mañana.
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Golpeo con el empeine y siento cómo el balón viaja y hace una elipse antes de gritar gol, golazo, gritan otros.
La palabra gol se escribe de una forma y se pronuncia de otra. Es la palabra más importante, se asemeja a la lotería, pero cuando se dice y escucha, la “o” se alarga gooool, buscando que ese hecho en ese instante, le arranque a la eternidad un pedacito de su permanencia, de su infinitud. Se grita gooool con los brazos extendidos hacia lo alto, es decir se pronuncia desde el corazón e incluso se baila saltando.
El gol no se susurra; aunque a veces se presiente, el gol siempre se grita, esa es su frecuencia. El futbol encuentra su clímax en el grito, por eso tiene algo tan antiguo que pertenece al orden de los instintos domados y vueltos estrategias.
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Durante varios años, en la casa de nuestro buen amigo Felipe jugamos cada sábado. Su jardín se convirtió en una cancha de futbol rápido, antes de que esta modalidad se hiciera popular.
Lloviera o no, esos partidos los disfrutamos como pocas cosas en el planeta. Así de exagerados éramos: el jardín era el campo de un estadio. El cuñado de Felipe –que jugó con las reservas del América-, era el mismo Arlindo y nuestros juegos de cada sábado eran siempre la final de la copa del mundo.
Nunca se puede separar la imaginación de la realidad, si lo hacemos, se pierde eso que los filósofos llamaban –y hoy lo siguen haciendo aunque tartamudeen- lo humano.
Imaginación y realidad tampoco se pueden confundir, van entrelazadas. La imaginación es el combustible y la realidad es aquella famosa frase de tener siempre los pies en la tierra aunque nos gustara volar para hacer un “gol de palomita” o desviar un tiro con un “paradón”.
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¿Quién inventó la chilena y quién la nombró así?
Practicábamos mucho, pero era necesario un pedacito de pasto. Alguien aventaba la pelota con sus manos y uno se elevaba de espalda a la portería moviendo con rapidez las piernas. Lo más sorprendente de todo era darse cuenta que cuando se le pegaba a la pelota la caída sobre el suelo era algo natural, sin problemas, pero cuando no se le atinaba uno se daba un doloroso costalazo; era al fin la magia del balón, del esférico: con sólo tocarlo el mundo era diferente. El balón guardaba una certeza que no se encontraba en ningún otro lado, ni en la casa, ni en la familia, ni en la escuela.
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Jugar un partido de futbol es descubrir también que existen profundas desigualdades. Si un defensa comete un error garrafal se convierte en autogol, que en lenguaje religioso de estas tierras es semejante a cometer un pecado mortal. En cambio si un delantero falla un gol sólo le amerita una ligera queja, es un pecado venial.
El que empezó a cambiar esta división de clases, sin romper las reglas del juego, es decir, sin hacer una revolución fue un defensa central alemán: Beckenbauer. Se le nombraba como un líbero, no sé de donde salió esa palabra que llevaba el eco de libertad. En términos prácticos quería decir que su posición no lo obligaba a permanecer como defensa, sino que podía incluso sumarse al a delantera. La defensa se convirtió en algo más atractivo para muchos. Las imágenes de Beckenbauer durante un juego del mundial de futbol con su brazo derecho entablillado, le dieron no sólo a él sino a la oposición que jugaba un prestigio únicamente comparable a los héroes de las guerras.
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Estar solo, entrenando en un campo de futbol, corriendo con el balón pegado a los pies evitando que se aleje más de medio metro. Correr llevándolo en cortito para poder en cualquier momento cambiar de dirección y de toque; tener así posibilidades de elección. Ir y venir una y otra vez de esa manera con el balón, era un ejercicio y una disciplina que al paso del tiempo mostraba sus razones. A la hora de un partido, ese aprendizaje se convertía en un elemento clave, natural, así se apreciaba. Era algo que podía decidir el destino de un partido: disciplina y destino no están separados en el juego.
Saber cubrir el balón requiere de astucia, y de una decisión que no se puede dar el lujo de dudar. Uno descubre las posibilidades del cuerpo, de la cintura, las piernas y los brazos. Cubrir el balón implica custodiar un tesoro que otros quieren saquear. Cubrir el balón es saber esconderlo, y estar dispuesto a soportar golpes y hasta hachazos, que suceden cuando el contrincante pierde la paciencia y exhibe su impotencia. Un equipo cuyos jugadores saben cubrir el balón es difícil que pierda, porque triunfan psicológicamente sobre sus adversarios quienes no tardan en desesperarse acudiendo a la violencia que los destruye a ellos mismos.
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Uno de los mejores campos de futbol se encontraba en Tlalpan, en la ciudad de México. Nada más de verlo te daban ganas de jugar, no podías caminar en sus márgenes sin meterte unos minutos a patear un balón. Su pasto era como un imán. Si hubiera sido por nosotros, la hubiéramos declarado patrimonio de la humanidad.
La plusvalía de los terrenos y las dificultades económicas de la escuela terminaron con él; ahora es el estacionamiento de una compañía de seguros. Por lo menos cuarenta años se perdieron bajo el asfalto, al menos desde nuestra perspectiva de amantes del futbol; de quienes reconocemos el valor de un campo bien cuidado. Nunca he entendido por qué los que crecemos en un lugar que sabemos respetar y le tenemos afecto, un día sin poder decir nada lo perdemos, porque otros a los que no conocemos llegan con dinero, lo compran y deciden construir cualquier otra cosa. Así perdimos ese campo de futbol; así muchos pierden lugares importantes de sus vidas.
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Ya se han ido los balones de cuero, su olor cuando eran nuevos. Ya nunca más serán nuevos. El balón de cuero era más lento, más pesado, sobre todo cuando llovía; nadie se animaba a jugar por el aire, a cabecearlo. Cuando uno remataba con la cabeza un balón bien mojado entendía el misterio del peso del agua cristalina, descubría que el dolor también es líquido.
La primera señal de que los balones iban a cambiar, de que detrás de ellos había gente imaginando cómo transformarlos, sin que nosotros supiéramos y sin que nada pudiéramos hacer, fue la aparición del balón blanco sintético. La superficie del balón de cuero era como la piel, se le parecía; el nuevo balón que comenzaba a rodar provenía de una película de ciencia-ficción -2001 Odisea en el espacio o Naranja mecánica-; era una síntesis entre lo europeo y lo norteamericano. Olía a celuloide. Como el cine, como el mundo de las imágenes, pronto ganó terreno. Se movía más rápido, pesaba poco y sus diseños eran más llamativos. Producirlo seguramente costaba menos y podía llegar a más manos, a más pies.
Me hubiera gustado haber guardado uno de aquellos balones de cuero, sólo para no olvidar el comienzo.
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Orden e inspiración eran las dos cualidades que un entrenador debía inculcar a su equipo. No era fácil y no lo sigue siendo. En la primaria, la selección de mi colegio logró eso. Nuestro entrenador nos enseñó a comportarnos en el campo, sabíamos jugar nuestras posiciones e intercambiarlas. Cubríamos por zonas, a la vez que desarrollábamos nuestra creatividad. Ganamos todos los campeonatos en que competimos. Creo que la clave para lograr unificar el orden y la inspiración es el ritmo. Saber y sentir el ritmo de un juego; eso le corresponde al entrenador y lo debe transmitir a sus jugadores. Cuando uno está en el campo de futbol, tiene que sentir; ir más rápido o más despacio. Detener el balón o moverlo, presionar o aflojar. Si uno logra conectarse con el ritmo del juego y uno lo empieza a modular es difícil que el partido se pierda. Se trata de encontrar el latido de cada juego y escucharlo dentro de uno, cuando eso sucede el futbol asemeja una danza. Cada movimiento es armónico, cada pase teje un hermoso manto futbolístico. El campo se vuelve afable, y uno sabe con claridad cómo moverse, a quién pasar, a qué hora disparar; se establece una relación con el balón que nos vuelve inseparables.
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El tiro de esquina podía ser un medio gol como todo buen pase. Se requería de calcular bien el tiro, era una forma intermedia entre despejar y tocar el balón. Se necesitaba la fuerza del despeje y la precisión de un buen pase.
El tiro de esquina descubre al jugador que mide con exactitud el campo de futbol. Un buen tirador de esquina podría ser un excelente medio. Alguien que sabe pasar con ventaja a sus compañeros y que domina los espacios del juego.
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Estar en la tribuna con la porra era lo más cercano a representar en el presente la historia del circo romano. Desde ese lugar se incendiaba el juego con el combustible de los gritos e insultos. Era curioso darse cuenta que el impulso de la porra era muy importante para los partidos, pero era de ahí donde menos se apreciaba el juego, lo que realmente sucedía en él. La porra era una exigencia permanente de ganar a como diera lugar, la porra es la desmesura. Se perdonaban las faltas del favorito y no se tenía clemencia alguna con el adversario. La mirada de la porra distorsionaba lo que sucedía en el terreno de juego. Pero aún así, aunque el equipo predilecto perdiera, cada uno reconocía dentro de sí, sin compartirlo en la tribuna, los aciertos y buenas jugadas del contrincante. La verdad no se podía ocultar por mucho tiempo a pesar de los gritos. Eso ha sido importante para que el futbol exista y es una de esas reglas no escritas que hace que las cosas sean lo que son y no otra cosa.
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Pelé la baja y le hace un sombrerito al defensa para disparar al aire. La araña negra Yashin vuela y desvía el tiro a gol; así jugábamos narrando nuestros propios partidos en la oscuridad de la calle, alumbrada apenas por los postes de luz.
Usábamos los nombres de Garrincha, Didí, Cubillas, Bobby Charlton; nos apropiábamos de ellos para hacer que nuestras jugadas fueran las de un campeonato mundial. Éramos a la vez jugadores famosos y locutores que transmitían esas cascaritas en el asfalto. Y gritábamos con fuerza los goles al paso de los coches mientras se encendían las luces de las casas.
Fragmentos del libro: Tomás Calvillo, Enseñanzas del futbol, Ficticia, ediciones del futbolista, México, 2006.
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