Rubén Martín
10/06/2018 - 12:00 am
Votar es una estafa
La participación en el carnaval electoral entusiasma a muchos, se busca más información, se debate en la familia, entre amigos y ahora especialmente en redes
sociales. Se defiende con vehemencia a un candidato, a un partido y la plataforma electoral o ideología que esa opción representa. En algunos casos las charlas sobre las elecciones terminan en discusiones, distanciamientos o peleas.
Las campañas electorales son un carnaval. Son ruidosas, hay música, baile, fiesta, rifas, y también riñas, pendencieros y carteristas. Como ocurre en los pueblos, buena parte de la sociedad mexicana está ahora sumergida en este carnaval que es la campaña de este año, en la que se eligen a los representantes de dos poderes
públicos federales y autoridades locales en 26 estados.
La participación en el carnaval electoral entusiasma a muchos, se busca más información, se debate en la familia, entre amigos y ahora especialmente en redes
sociales. Se defiende con vehemencia a un candidato, a un partido y la plataforma electoral o ideología que esa opción representa. En algunos casos las charlas sobre las elecciones terminan en discusiones, distanciamientos o peleas.
En la discusión de este carnaval electoral participan poco más de la mitad de la población: en primer lugar la clase política profesional, pues de eso vive, de
competir por el poder; los medios y especialmente la comentocracia que en cada elección vive su momento de gloria, como las entrevistas con candidatos en Tercer Grado o Milenio. Pero también participan los intelectuales y las nuevas figuras de las redes sociales, como Risco o Junne en Twitter. Discuten también, por supuesto los ciudadanos de a pie.
Pero curiosamente casi nadie discute un tema central: ¿qué tan democrático es nuestro sistema político? ¿qué significa votar? ¿qué tanto se participa en las decisiones esenciales de este país al cruzar una papeleta y depositarla en una caja de cartón?
Respondo estas interrogantes desde este punto de partida: es cuestionable afirmar que vivimos en un sistema político democrático, si por este entendemos que la
mayoría de la sociedad toma las decisiones y ejerce el Gobierno. No es así en México. La mayoría espera el día de las elecciones. ¿Qué implica ese ejercicio? La ideología liberal que se trata de internalizar en los miembros de la república desde la educación escolar, pasando por la religiosa y la familiar, sobrestima el acto de votar. Se le considera como el acto por excelencia de la democracia. Pero si nos detenemos a pensar más detenidamente, podemos darnos cuenta de que este acto es una estafa. El actual sistema político pretende llamarse democracia sólo porque una vez cada tres años permite al ciudadano formarse ante una mesa de votación, obtener una boleta, cruzarla con un crayón y depositarla en una urna. ¿Cuánto tiempo lleva hacer esto? ¿Unos 30 minutos? Un trienio (el periodo entre elección y elección) tiene 1’576,800 minutos y quienes diseñan y controlan el sistema político dejan que el ciudadano apenas participe media hora cada vez que hay elección. El resto del tiempo, las decisiones son tomadas por los representantes que se apoderan de los poderes públicos.
El porcentaje de intervención o participación de los ciudadanos en esta democracia liberal es ridículo: apenas 0.000019 por ciento del tiempo de un trienio; entre tanto, el 99.9999 por ciento de las decisiones las toman una élite, que son las camarillas que controlan la partidocracia, los grupos que deciden cotidianamente las políticas y modelos económicos que afectan a toda la nación.
¿Realmente se puede sostener que esto es un sistema democrático? Obviamente lo que tenemos en México no es una democracia si por esto se entiende una “forma de Gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos” (definición básica de la Real Academia de la Lengua).
Ese 0.000019 por ciento de tiempo que las élites diseñan y deciden como único espacio de participación política para el ciudadano-votante es una bicoca de democracia. No puede ser considerado, seriamente, un modo de participación política real en las decisiones fundamentales de la sociedad, de los asuntos que
conciernen a cada habitante de la nación.
En realidad la democracia liberal representativa, como han sostenido autores como Immanuel Wallerstein, es el sistema e ideología que legitima el capitalismo; y el capitalismo es, esencialmente, un sistema de múltiples dominaciones como ha analizado el antropólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel.
La ideología liberal ha intentado hacernos creer que no hay opciones a este sistema, con la muletilla mañosa de que la democracia (liberal) no es el mejor de los sistemas políticos, pero es el menos peor. No es verdad. Es un sistema peor y existen, aquí y ahora, otros mejores.
No sorprende tanto que una población expuesta a un siglo de educación liberal crea que no hay más alternativa que elegir por la opción menos mala que compite en cada elección. Lo que sorprende es que connotados intelectuales (como Enrique Krauze), académicos y periodistas se conviertan en porristas y defensores de este sistema político que pretende llamarse democracia.
Lo que desde arriba llaman democracia es sólo un procedimiento en el que los dueños del poder conceden la “libertad” para que los ciudadanos escojan, una vez
cada tres años, quienes manejarán el Gobierno, quienes gobernarán en su nombre y las más de las veces en su contra.
La gran victoria de este sistema es lograr que la gente se contente con votar cada tres años y pensar que a eso se le puede llamar participación democrática. Como
dice el antropólogo anarquista David Graeber, se “ha enseñado desde una edad muy temprana a tener unos horizontes políticos increíblemente limitados, una idea increíblemente limitada del potencial humano” y de las posibilidades de otras democracias.
Los dueños del poder ganan cuando nos expropian la capacidad de siquiera imaginar que hay otras formas de relaciones políticas que amplían enormemente las
capacidades de participar en la toma de decisiones, que superan con mucho la idea de ejercer la democracia con sólo ir a votar cada tres años. Y no tenemos que
remontarnos a la vieja Grecia, como gusta a los liberales, sino mirar aquí cerca, en Cherán, Michoacán; en Chiapas o en la comunidad wixárika de San Sebastián
Teponahuaxtlán, Jalisco.
En Cherán, como se sabe, después de años de guerra y devastación de sus recursos en abril de 2011 mandaron al demonio las formas de Gobierno liberales con todo y partidos y ayuntamientos. En lugar de este sistema, ahora se ejerce una democracia horizontal, cotidiana y su Gobierno no es personal (un alcalde) sino un Consejo de Mayores integrado por doce personas electas de las asambleas barriales y de fogatas.
En la sierra huichola de Jalisco, desde hace seis semanas la comunidad indígena de San Sebastián está ejerciendo una democracia directa y horizontal, con una
asamblea de más de 1 mil 200 integrantes que están discutiendo y tomando sus decisiones sobre los asuntos esenciales que les aquejan. El cuerpo político que
decide por ellos no es un lejanísimo Poder Ejecutivo ejercido de forma unipersonal en la capital, o un Poder Legislativo integrado por miembros de la partidocracia. En San Sebastián Teponahuaxtlán, como en miles de comunidades indígenas de México, las relaciones políticas y la democracia no significan cruzar una boleta cada tres años, sino deliberar, decidir y votar cotidianamente por los asuntos que les conciernen día a día.
Mientras los conservadores intelectuales liberales siguen aspirando a consolidar una democracia como las de los países capitalistas más desarrollados, las comunidades indígenas mexicanas están mostrando que la modernidad política no se funda en Grecia, ni en París, ni en Washington, sino en Oventic, (Chiapas), Cherán (Michoacán) o San Sebastián Teponahuaxtlán (Jalisco).
Si queremos una democracia plena, horizontal, plebeya, cotidiana, completa, debemos empezar por cuestionar la “bicoca de democracia” que las clases
dominantes pretenden consceder a la sociedad mexicana con la ilusión de votar una vez cada tres años.
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