Diego Petersen Farah
22/12/2017 - 12:00 am
Adiós a los príncipes de Prigione
Para muchos la era Prigione es la más oscura de la iglesia mexicana; para otros fue el momento del orden tras los excesos de los sesentas y setentas. Lo cierto es que con la salida de Rivera se cierra la época de una iglesia empoderada y principesca, como le llamó el propio Papa Francisco.
Con la salida de Norberto Ribera de la diócesis de la ciudad de México (el Papa Francisco le aceptó la renuncia por edad y nombró en su lugar a Aguiar Retes) termina una generación que dominó y manejó a la iglesia católica mexicana con una visión conservadora y sobre todo de poder. Son los “hijos” de Girolamo Prigione, el nuncio apostólico que llegó a México en los años ochenta con la misión de restablecer las relaciones de la iglesia católica con el Estado Mexicano y encontró que la iglesia y el Estado tenían una visión y misión común: desbaratar todo aquello que oliera a teología de la liberación y todo trabajo pastoral que acercara a los fieles a la participación política u organización social.
El trabajo de desmonte de la iglesia subversiva comenzó en Cuernavaca. El obispo Méndez Arceo (conocido por sus enemigos como el obispón rojo) había hecho de la diócesis de Cuernavaca un santuario de la diversidad y un foco de crítica social. El encargado de desmontar el trabajo de Méndez Arceo fue Juan Jesús Posadas Ocampo y lo hizo con tal “eficiencia” que unos años después fue nombrado arzobispo de Guadalajara y ordenado Cardenal.
A Norberto Rivera Carrera lo mandó como obispo a Tehuacán, Puebla, donde estaba el seminario más cercano a la teología de la liberación, con la orden de desmontar aquel foco de sublevación. Rivera simple y llanamente cerró el seminario, algo poco común en la historia de la iglesia. Su premio fue la arquidiócesis primada de México y meses después fue también ordenado cardenal.
En 1985, tras un gran fraude electoral en Chihuahua que movilizó a toda la sociedad en ese estado, el obispo de Ciudad Juárez, Manuel Talamás Camandari ordenó el cierre del culto como una forma de protesta, algo que no sucedía en México desde la guerra cristera. Prigione envió como obispo coadjutor a Juan Sandoval Íñiguez para “poner orden” en la plaza. Tras el asesinato de Posadas, Sandoval fue nombrado arzobispo de Guadalajara y meses después ordenado Cardenal.
Con la diócesis que nunca pudo Prigione fue con la de San Cristóbal en Chiapas. Samuel Ruiz fue acusado de alentar al revuelta zapatista y removido de su diócesis unos meses después. Prigione mando a Raúl Vera, pero lejos de que este cambiara a la diócesis, la diócesis lo cambió a él y sigue siendo, hoy por hoy, la voz más crítica y abierta dentro del episcopado mexicano.
Para muchos la era Prigione es la más oscura de la iglesia mexicana; para otros fue el momento del orden tras los excesos de los sesentas y setentas. Lo cierto es que con la salida de Rivera se cierra la época de una iglesia empoderada y principesca, como le llamó el propio Papa Francisco.
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