Tomás Calvillo Unna
08/11/2017 - 12:00 am
La ignorancia de la pérdida
La permanencia comienza a ser un estorbo incluso de la edad misma, ya no hay lugar para el reposo, ni la lentitud. La edad, aunque se estire de todas las maneras posibles no significa más experiencia, es una carga presupuestal que se tiene que procesar de la manera más eficiente para ahorrar gastos considerados innecesarios.
¿Es posible reencontrar ese espacio perdido que la sociedad llamada del conocimiento alienó en su despliegue tecnológico aplicado a todas las dimensiones posibles de nuestra cotidianidad, desde el ámbito militar hasta los videojuegos?
En esta exacerbación de la materialidad como fuente de confort, de entretenimiento, de poder y riqueza, la condición humana ratificó su finitud como parte de un proceso que multiplica los llamados bienes, en su mayor parte desechables.
La permanencia comienza a ser un estorbo incluso de la edad misma, ya no hay lugar para el reposo, ni la lentitud. La edad, aunque se estire de todas las maneras posibles no significa más experiencia, es una carga presupuestal que se tiene que procesar de la manera más eficiente para ahorrar gastos considerados innecesarios.
La pérdida del asombro, al menos metafóricamente, nos remite al abandono de los propios orígenes de la conciencia. Esta ya se define en otros términos ajeno a sus raíces que no tenían mediaciones electrónicas.
La sacralidad como devoción de lo inefable, es solo ya el recuento de una experiencia pasada que en el mejor de los casos se acota en la ficción literaria y perdura como rutinas religiosas.
La ansiedad que se expande es un efecto “normal” de la presión permanente de información, de datos e imágenes que no se detienen ni un segundo y se acumulan en la atmósfera de la mente individual y colectiva; una inflamación siempre a punto de estallar.
Estamos ocupados en el doble sentido de dicha palabra y por lo mismo ya somos incapaces de percibir realmente que sucede. Nos han vencido, nos hemos vencido.
Tratamos de reconocernos mínimamente en redes cibernéticas, y es cierto puede perdurar una afabilidad, incluso como resonancia de ese espacio propio que hemos perdido. A manera de un SOS esa sensación nos hace intentar comunicarnos, acercarnos y en ello encontramos una fuerza, la reconocemos, esa camaradería tan necesaria en medio de las tormentas electromagnéticas cada vez más frecuentes.
El territorio de nuestras mentes, lo sabemos, ha sido invadido, nosotros mismos hemos colaborado. Nuestros temores e ignorancia y la inercia lo han permitido.
Estamos atrapados en ese flujo continuo del mundo digital: ¿Qué hacer?
Incluso la pregunta se vuelve irrelevante, no tiene sentido: ¿Para qué?
Es cierto todas las respuestas están codificadas y se pueden encontrar.
No perdimos solo ese espacio, ese lugar de cada uno, ese uno de cada quien, también perdimos el sentido de todo ello.
A pesar de la violencia que carcome aquí y allá, estamos ya adaptados a este aceleramiento, a esta precipitación, a esta necesidad de expresarnos de todo y de nada, a este derecho adquirido masivamente con el consumo de los gadgets, y el micropoder que adquirimos; esa igualdad que por fin se encarna en cientos de millones.
Esa impresión colectiva de que sí tenemos una conciencia unificada, aunque este programada y dependa de que los circuitos no se desconecten, es suficiente para evitar cualquier duda.
Percibimos en la oscuridad ese profundo silencio, que nos separa de los satélites de la estratosfera que giran sobre nuestras cabezas a miles de kilómetros; en sus batallas por ganar el mercado de nuestras emociones y anhelos.
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