Jorge Alberto Gudiño Hernández
14/10/2017 - 12:00 am
Ishiguro
Llego tarde a comentar el otorgamiento del Premio Nobel a Ishiguro. La semana pasada no escribí en este espacio por estar fuera del país. Así que poco puedo aportar a los numerosos análisis que se han hecho sobre su obra. Si acaso, compartir una historia de mi lectura y sintetizar algunas de ellas. Lo primero […]
Llego tarde a comentar el otorgamiento del Premio Nobel a Ishiguro. La semana pasada no escribí en este espacio por estar fuera del país. Así que poco puedo aportar a los numerosos análisis que se han hecho sobre su obra. Si acaso, compartir una historia de mi lectura y sintetizar algunas de ellas.
Lo primero que leí de él fue “Los restos del día”. Me lo prestó un amigo en una época en que no nos alcanzaba para adquirir todos los libros que deseábamos. La sorpresa fue mayúscula. Lo fue porque todo parecía sencillo dentro de la novela. Un planteamiento simple, una travesía, unos cuantos personajes. La lectura se convirtió en acontecimiento conforme descubría las sutilezas que pueblan toda la obra de Ishiguro.
Mientras continuaba leyendo otras de sus novelas, también sumé mi entusiasmo respecto a sus compañeros de ruta. Me refiero, claro está, a esos autores ingleses de su generación. Ishiguro no es mi predilecto, debo confesarlo. McEwan nunca termina de sorprenderme. Ya sea por la precisión en el retrato de sus personajes, ya por ciertos giros formales que me han dejado perplejo a la hora de intentar dilucidar sus mecanismos.
Pese a lo anterior, Ishiguro seguía ocupando un sitio en mis afectos. Y esto no es cosa menor. Si las obras de McEwan, Amis, Banville o Barnes las esperaba con impaciencia, aprendí a entender el ritmo de Ishiguro. Apenas ha escrito ocho libros. El más reciente lo compré hace apenas unas semanas. Y no lo he leído. A diferencia de otros autores, no siento el impulso irrefrenable de perderme entre sus páginas. Al contrario, prefiero garantizar un tiempo de lectura de calidad, sin presiones y sin prisas. Es una consecuencia de dicho afecto.
Y es que leer a Ishiguro casi siempre me garantiza un cambio de ánimo. No es algo sencillo. Sus personajes y circunstancias suelen ser muy lejanas a mi realidad. Identificarme con ellos podría parecer absurdo. No lo es. Y ahí su mérito. Es capaz de hacernos ver la vida desde la perspectiva de un hombre o una mujer que están lejos de nosotros, incluso de lo que uno espera de un protagonista. Así que puedo no estar de acuerdo con ellos. Sin embargo, me contagian su melancolía, esa pesadez que pronto se convierte en desasosiego.
Existen autores que son capaces de sorprenderme por giros en la trama o por crear situaciones insólitas. Ishiguro logra una proeza diferente: la de trasladarme a una nueva forma de ver el mundo. Una perspectiva que, además, cambia mi estado de ánimo. Y eso sólo unos cuantos lo consiguen. De ahí que, pese a que me decanto por otros autores a la hora de elegir mis favoritos, me quedo con él cuando es ocasión de escoger mis afectos. No lo sé, quizá no sea sólo su prosa sino su personalidad alejada de los reflectores.
Dos comentarios finales: sigo sin precipitarme a la lectura de “El gigante enterrado”. Me da gusto que, como pasa pocas veces, éste año el Nobel de Literatura se lo hayan otorgado a un autor que conocemos muchos. Eso nos permite hablar de su obra desde la memoria, el conocimiento y no desde la excepcionalidad.
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá