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Antonio María Calera-Grobet

19/08/2017 - 12:01 am

Somos lo que comemos

Distingo a la comida como un arte, es decir, como una especie de poesía comestible como cualquier otro bien de nuestro patrimonio cultural, tanto como si de arquitectura se estuviera conversando, como si de música se tratara.

Se Come Lo Mismo En Toda La República Lo Fogones Huelen a Lo Mismo En Todas Nuestras Cocinas Con Alguna U Otra Variación Seguramente Las Cuaresmas Fueron Iguales En Todas Partes Foto Cuartoscuro

De la comida y el origen.

Distingo a la comida como un arte, es decir, como una especie de poesía comestible como cualquier otro bien de nuestro patrimonio cultural, tanto como si de arquitectura se estuviera conversando, como si de música se tratara. La comida de un pueblo como una especie de suma idiosincrática de lo que su cultura significa. Yo vengo de una especie de fuego cruzado porque mi familia de un lado es vasca, mi abuelo vino acá por motivos de la Guerra Civil Española, vino de un pueblo a una hora de Bilbao que se llama Turtzios; por otro lado, mi familia es de Ginebra, Suiza, pero también veracruzana. De manera que a mí me fue, entenderán, imposible escapar de la cocina como una suerte de líquido amniótico que me vio nacer. Nos fue imposible a los hermanos Calera sustraernos de ese fulgor, de esa cosa tan caliente que fue estar entre una y otra cocina. Y aparte tan distintas, porque extrañamente, pudimos hacer un zurcido invisible entre ambos dominios, parecería un tanto inusual que se lograra, aunque haya continuidades entre las cocinas. Creo que se trata de cocinas distintas y aún así somos herederos de esa tradición tan compleja. Aquí no pude y tampoco lo quería zafarme de ello, yo quise hacer un homenaje a los sincretismos. Todos somos resultados de sincretismos diversos, la cultura es unión. Cualquier apellido, cualquier linaje, cualquier árbol genealógico, trae una cantidad de mezclas de lo más ricas y nos constituyen. Entonces quizás nuestro menú refleje eso, un homenaje a todos esos que somos y ya no están con nosotros, me parece una actitud mínimamente ética en este mundo donde la migración se ha tachado como algo nefasto, cuando debería ser quizá el inicio de un nuevo mundo.

En el mundo de los calderos.

En mi casa, una casa de clase media en un barrio en el Estado de México, como lo es Tlalnepantla, se cocinaba cualquier cosa; de ahí su valor: un huevo frito, una sopa de fideos, algún arroz con un cocido. Si nosotros tenemos un hilo que nos trascienda a todos, una herencia transversal que nos engarza a todos, es la comida. Muy probablemente aunque no lo queramos ver siempre. Se come lo mismo en toda la República, lo fogones huelen a lo mismo en todas nuestras cocinas, con alguna u otra variación. Seguramente las cuaresmas fueron iguales en todas partes. Pero debo decir que, desde ahí, desde muy niño, en esa casa comencé a olisquear lo que se iba a venir después de tantos años como una cosa frenética: la de estar siempre en el mundo de los calderos. A mí ya me importaba el ritual de la cena, por ejemplo. Mi padre nos hacía de cenar, ya todos en pijama, a punto de dormir y ese momento para nosotros lo alcanzábamos a intuir con cierta sabiduría infantil, se convertiría ese ritual en algo sumamente importante. Yo recuerdo como momentos de alta poesía y de alta libertad, el haberme sentado con los míos a las mesas infantiles de la mano del relato familiar. Mi madre y mi padre fueron en ese sentido los primeros cocineros que me abrieron el sabor del mundo y lo agradezco mucho, por supuesto. Intento reproducir quizá eso aquí, que cuando la gente se sienta a la mesa, la gente esté suspendida del vértigo criminal y abominable de la modernidad. Que al hacer el relato del mundo frente a los suyos, sienta felicidad y no bruma, no se sienta atropellado por el tiempo de la alta velocidad, “el tiempo de la flecha”, como dicen los filósofos. Recordando ese momento donde al parecer éramos invencibles, inmortales. Creo que se logra, lo hemos logrado. Debo decir que, me di cuenta, era hijo de un artista. Mi padre no llegó a acabar la secundaria, quizá. Me tardé en darme tiempo que yo estaba frente a un alquimista. Yo vi a mi padre meterse al refrigerador y tomar lo poco que hubiera ahí y convertir en un rompecabezas, a veces de un semblante poco apetecible, los ingredientes y tejer ahí un castillo muy potente. Ni siquiera podríamos decir que cocinaba algunas cosas habituales, eran siempre esperpentos inventados para nosotros. Les llamábamos las cenas especiales y vaya que lo eran porque salían de la normalidad en muchos sentidos. Yo no puedo desasirme de esa idea de invención en la comida. Como si estuviéramos haciendo un cuadro o componiendo una sinfonía o un poema. Creo que así hay que ver la cocina o el arte: hacer obras ni tan secas ni tan caldosas, ni tan saladas ni tan dulces. Equilibradas para darles de comer a la gente. No en un sentido de mera alimentación. Es decir, no estamos dándole de comer a la gente, le estamos dándole desear. Y mi padre nos hizo desear mucho darnos placer a nosotros mismos, mediante estos mejunjes extraños. Si yo pudiera recordar quizá alguno con amor, eran unas quesadillas planas, más bien raquíticas, casi invisibles, casi inexistentes. Él podía quedarse quizá dos horas haciendo de comer mientras veíamos Los Intocables, con aquella voz de Álvaro Mutis, que era formidable. No miento cuando digo que tres hermanos pueden acabar con un centenar de quesadillas.

En la cocina siempre hay fiesta

Para mí todo se mezclaba en un mismo mazo de naipes, para mí no había distinción entre un día de fiesta y un día natural. Lo debo decir así aunque alguien haya escrito abundantemente sobre el espacio sagrado de lo ritual y el espacio más cotidiano. Para mí, de manera interior, no existe tal diferencia porque yo ya había ritualizado ese espacio. Para mí esa burbuja, esa suspensión a la que yo me refería antes, en donde realmente no sucedían las leyes de la materia, donde el tiempo no pasaba, donde no había fricción con la realidad concreta; yo ya lo había dado de manera que, quizá sí, el menú era distinto pero yo siempre fui cocinado por mis padres y mis abuelos, siempre. Siempre hubo tres generaciones en la cocina de mi casa y si no había una cuarta era porque éramos muy jóvenes. Pero sí pude alcanzar a vislumbrar lo poético en mi cotidianidad, en cualquier fecha del calendario. Lo cocinado en las fechas de fiesta era quizá algo que pudiera estar prohibido por nuestra capacidad económica en algún otro momento, pero de ahí en fuera, para mí era lo mismo. Algunos platos de las tradiciones veracruzanas o españolas. Mi familia española cocinaba algunas cosas distintas, yo lo reconocía, notaba esa diferencia respecto a lo que cocinaban mis amigos en sus casas. Al entrar a la casa de mis abuelos españoles yo siempre percibía el olor a cocido. Era una casa muy vaporosa con una cocina de azulejo para poderse lavar como si estuviéramos en Andalucía, o en un restaurante donde se asa constantemente carne, ahí donde se necesita tirar chorros de agua para poderla lavar. Así era la cocina de la familia Calera. Me daba cuenta de que no en cualquier lugar se hacían huevos con angulas que era algo extrañísimo, en esa casa había piernas de cerdo, colas de res o rabos de toro como quiera llamársele. Eso me atraía. Me da la impresión de que ahí está justo el meollo del asunto. Cuando se trata de adentrarse a las Humanidades o a las Ciencias Sociales. En esa coloratura se nos va la vida misma, en tratar de descubrir esa coloratura. Todo lo que signifique la inteligencia tendrá que ver en la capacidad que tenemos para descubrir esas tonalidades. Las diferencias de esas tonalidades. Evadir a toda costa el barullo monocorde siempre. Cualquier persona inteligente, cualquier persona que no haya estado ya derribada de su ser humano tendrá que irse por la vida tratando de definir esas coloraturas. Y bueno, la cocina es justo eso, lo que sucede es que lo que tiene la cocina y que no tienen otras artes, porque para mí la cocina es arte, y lo que no tienen otros patrimonios, es que la cocina nos pertenece del todo, no nos ha sido robado ese patrimonio por los espíritus más raquíticos, más ramplones, más conservadores. Nosotros comemos todos los días. No nos pueden quitar eso como nos han quitado los bosques o las arquitecturas bellas que alguna vez tuvimos en la ciudad. No se pauperiza tan rápido como otros patrimonios. Ahí está la posibilidad de nosotros de percibir esos olores, esos sabores y esos colores. ¿Qué no también en eso radica la literatura? La sutileza, la clara nitidez con la que se define un sabor de otro, una palabra de otra, un idioma de otro, un cineasta de otro, un músico de otro. Una persona misma en nuestra cartera de amistades, ¿no es eso lo que nos distingue para ser más queridos que otros?, ¿más buscados que otros? Pues sí. Creo que pasamos la vida tratando de tocar, como si fuera una lectura de braille, para poder definir esas pequeñas sinuosidades. Tal como ese brincoteo de la aguja en un LP. Eso es lo fascinante de la cocina, porque ahí adentro, aunque no lo podamos ver, sucede quizá lo que el disco de Newton, que está girando esa cocina a toda velocidad y la vemos de color blanco; pero si nosotros frenáramos un momento las cosas, veríamos esas coloraturas abrirse paso en esta organoléptica, en esta sinestesia. Ahí adentro está toda nuestra cultura, nuestra carga idiosincrática como pueblo está metida ahí. Por eso la cocina también es liberación, es resistencia, es llamado a la acción, es beligerancia, también.

La cocina es medio y mensaje.

Habiendo explicado que yo no encuentro ninguna separación entre la cocina y el arte, ahora quiero decir que yo cocino para comunicarme, lo mismo sucede cuando escribo, sea novela o poesía. Yo cocino para comunicarme con el otro, para buscar la otredad. Cuando yo estoy ligado al otro, por medio de un platillo, lo que más me interesa es extraer de ese platillo, el relato del otro. O digamos, juntos construir un relato sobre esa mesa. No me interesa la idea de la comida sin que exista ese relato. Eso sería en todo caso la Fast Food. Eso no tiene que ver con la comida como un integrante de nuestro espíritu, sino como un objeto comestible. Cuando aparece el relato, pareciera que con el mismo vapor de lo que estamos comiendo, cuando se suscita ese relato filosóficamente hablando, profundamente hablando, entonces, en ese momento estamos comunicándonos como seres humanos. Tú vas a decirme lo que eres, lo que te gusta, lo que dejaste de ser, lo que te enseñaron ser, lo que quisieras crear en un futuro y aunque dure veinte minutos o media hora esa conversación ligada por un plato, ahí, digamos que se cierra el círculo de todo código de actualización artística, de comunicación artística, ahí viene el goce estético. Lo mismo pasaría cuando tú escuchas a Mahler, cuando tú ves a Basquiat. Ahí se reúnen todos los puntos. Es como una especie de Aleph borgiano y sucede la gran explosión poética. Cuando tú hablas después de haber probado lo que yo cociné. Es una forma de probarnos a nosotros mismos. Quien se come en realidad es uno al otro. Es una antropofagia y un hacerse el amor al mismo tiempo.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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